Mia

Jamás olvidaría SU NOMBRE

- Por Gabriela Exilart*

"Sus tíos hablaban de una traición, la traición de un hermano de crianza"

Creció gestando en su interior un monstruo al que no podía poner nombre ni hallarle explicació­n. Era un latir intenso en su pecho de niño, una emoción reprimida. Las palabras que escuchó cuando apenas era un muchachito de pantalones cortos jamás se le borraron de la memoria y en momentos de soledad o hastío repetía incansable­mente ese apellido que había arruinado su vida torciendo su rumbo hacia destinos de odio y deseos de venganza. Nunca olvidaría el rostro de su madre bañado en llanto ni la mano férrea de su tío obligándol­o a mantenerse entero. Los hombres no demostramo­s lo que sentimos -había dicho mientras cerraba los dedos en su hombro-. El niño de entonces pudo sentir que su tío mentía, que sí demostraba lo que sentía porque se lo estaba transmitie­ndo en ese apretón, en su respiració­n húmeda y en el leve temblor de la barbilla que él espiaba desde su altura. Sus ojos oscuros recorriero­n los rostros de los demás, y halló en ellos la misma falsa entereza, las miradas fijas en el ataúd, las manos en la espalda o sobre el hombro de los desvalidos representa­dos por las mujeres y los niños de la familia. Sus tías estrujaban sus pañuelos de puntillas, todas vestidas de negro, y sus primos querían salir corriendo de allí para ir a jugar a las bolitas o a la pelota, aunque sabían que no podrían hacerlo hasta tanto el muerto no recibiera su eterno entierro.

Su tío se hizo cargo de todo y debieron mudarse a la casa de él y vivir junto con su tía y sus primos. Su madre quedó reducida a una visita a la que nada se le permitía hacer y día a día fue marchitánd­ose. La tía, madraza de cuatro varones, al principio se compadeció de él, el más pequeño de todos, y trató por todos los medios de devolverle la sonrisa a ese rostro taciturno y melancólic­o. Los primos ya usaban pantalones largos y acompañaba­n al padre en sus negocios mientras él quedaba condenado a las mujeres de la casa, que al poco tiempo se cansaron de intentar alegrarlo y lo dejaron en libertad de estar triste o ausente. Lito parecía abstraído de todos pero en realidad era una esponja que guardaba informació­n. Sabía que algún día iba a tener la oportunida­d de usarla y de reventar esa piedra que anidaba en su corazón y no le permitiría ser feliz. Aunque la adolescenc­ia le estalló en el cuerpo como a cualquier muchacho no logró que se olvidara de la misión que se había impuesto, y mientras sus compañeros de colegio pensaban en acostarse con jovencitas o se mastur- baban día y noche porque no lo conseguían, él elucubraba la manera de alcanzar su objetivo. El ejército se le presentó como la opción más viable, porque le permitiría tener los conocimien­tos necesarios y usar las armas. Siempre sería mejor a ser un delincuent­e, como había sido su padre. Porque pese a todo, no desconocía queTito había sido un mafioso que había muerto en su ley. Las contradicc­iones ya habían dado paso a las deliberaci­ones y, si bien en algún momento se odió por sus pensamient­os, había superado la etapa de los reproches y tenía una férrea decisión sobre los pasos a seguir. Fue un soldado ejemplar, siempre dispuesto a acatar órdenes y a mantenerse alejado de los conflictos. Pronto su nombre empezó a circular entre los altos mandos y fue ascendiend­o en las jerarquías hasta convertirs­e en capitán. El capitán Lito Napolitano. Su nuevo escalafón lo bañó de poder y endulzado como estaba vivió una tardía adolescenc­ia en el cuerpo de un hombre. Disfrutó de las mujeres hasta el hartazgo, se envició con ellas tanto como con el poderío de su rango y su uniforme. No era apuesto pero sí interesant­e y las mujeres caían bajo el embrujo de sus penetrante­s ojos oscuros. Lito participó de varios operativos antes del golpe de Estado de 1976 y su piel se fue endurecien­do lo mismo que su conciencia. En los comienzos no le parecía bien sacar informació­n a los detenidos por medio de cruentos procedimie­ntos, pero con el tiempo fue acostumbrá­ndose. El ejército le proporcion­ó un marco adecuado para su venganza.Y el golpe de Estado fue el broche perfecto para acceder a ella.Tenía todo el aparato a su disposició­n, podía hacer lo que quisiera. Pero no era tan ambicioso, solo un nombre daba vueltas por su cabeza, un nombre que había escuchado entre murmullos luego del entierro. Sus tíos hablaban de una traición, la traición de un hermano de crianza que había desencaden­ado la muerte de su padre.Y por más que luego supo que uno de ellos se había “encargado” de ese sujeto y su familia, él se enteró, tiempo después, de que no había hecho el “trabajo” completo: la esposa había escapado con su hija llevándose el dinero robado a los Napolitano. Y un Napolitano no olvida.

Por eso jamás olvidaría el nombre del traidor: Abel Battistell­i.

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Del libro “Con el corazón al sur", de Editorial Penguin Random House.
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