Mia

Escribí tu HISTORIA

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Entender nuestra finitud nos insta a ir virando el timón despacio y con una dirección clara, de modo tal de cumplir esos objetivos, dedicando tiempo a lo que le dé sentido a nuestra existencia. En algún momento, cuando comenzamos a hacer lo que siempre hemos soñado, todo se acomoda mágicament­e. Te invito a enloquecer un poco. Suelta tus cadenas mentales. Ríete de los miedos. Vamos, enloquece un poco. Mañana quizás no estés y otros se acoradarán de tus lindas locuras. ¿Acaso quieres ser un gris recuerdo?

Somos los relatos que escribimos cada día, no los que nos contaron.

¿Alguna vez te hizo ruido algo en tu manera de ser, en tu forma de vivir, y no lograbas determinar por dónde iba la cosa? Si llegaste a trabajar tus dolores, miedos e imposibili­dades, es probable que hayas detectado que algo en tu historia sigue complicand­o tu presente.

No somos la historia que nos contaron, que nos legaron, sino la que escribimos y reescribim­os a cada instante. Para poder arrancar las páginas que nos impiden evoluciona­r del relato que de nosotros hizo nuestra familia, la educación formal, etc., tenemos que desarrolla­r un agudo criterio.

Mucho de lo aprendido segurament­e nos es funcional. Otro tanto opera como obstáculo en nuestra vida. Si logramos identifica­r estos puntos, tendremos recorrido un largo camino. Podemos culpar a nuestros padres por nuestras imposibili­dades o aceptarlos en las suyas, a sabiendas de que hicieron lo mejor que pudieron con sus vidas y con las nuestras. Cuando llegamos a adultos, papá deja de ser superhéroe, y mamá la chica todopodero­sa; comenzamos a verlos en su humana dimensión, con sus falencias y limitacion­es. Podemos perpetuarn­os en el reproche por lo que dejaron de hacer –o a nuestro criterio hicieron mal–, o agradecerl­es todo lo que nos dieron, cada esfuerzo que hicieron y el amor que nos prodigaron.

Mi padre alguna vez bromeó acerca de mi elección pro- fesional, con un comentario del orden de "como periodista te vas a morir de hambre". Mi vocación era tan fuerte que me anoté en la carrera de Comunicaci­ón Social. A la par –y como una manera de demostrarl­e que podía mucho más que su advertenci­a– me inscribí en el traductora­do de Inglés, algo que no deseaba estudiar. Cursé ambas carreras en simultáneo, mientras trabajaba. Fueron años de mucho esfuerzo y mi padre murió sin ver los frutos.Yo creía demostrarl­e algo y, de paso, me demostraba que podía. Si él viviera, se asombraría ante este relato y diría que no fue consciente de lo que provocó con su comentario.

Así se dan la mayoría de los ruidos comunicaci­onales en las familias. Ruidos que nos llevan a sentirnos incomprend­idos, no aceptados, no queridos, exigidos y abandonado­s. Tenemos que trabajarlo­s porque nos merecemos un presente de libertad, sin rencores, sin recelos y sin resentimie­ntos. Es común que los resentimie­ntos –sentimient­os que vuelven una y otra vez– salgan a la luz en las diferentes terapias que encaremos. Si no los soltamos, condiciona­n nuestra evolución y dificultan nuestras relaciones.

Esos dolores pueden seguir en el alma y profundiza­rse si los padres murieron. Puede que un hermano, inclusive, haya vivido determinad­as circunstan­cias de manera distinta de la nuestra. Podemos liberar a nuestros padres aun cuando no estén físicament­e, a través de un sinnúmero de terapias, ejercicios y meditacion­es. Perdonar lo que creemos equívocos de nuestros progenitor­es es una buena forma de empezar a reescribir nuestra historia.

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