Mundo D

Lucas no para de superarse

Sus amigos le ponían una bolsa a la pelota para que pudiera jugar con ellos en el potrero. De allí pasó a estar 20 años en la selección.

- Hernán Laurino hlaurino@lavozdelin­terior.com.ar

Imaginá el sonido de una pelota adentro de una bolsa picando despareja por un potrero.

A un chico de 10 años, que corre detrás de ella mientras sus amigos lo alientan.

A Lucas Rodríguez, abrazado por todos después de hacer un golazo, mientras sus ojos empiezan a apagarse por completo. A hacerse de noche.

Ese niño de barrio Los Robles al cual sus amigos incluyeron en los picados con la ocurrencia de “embolsar” la pelota para que “Luquitas” pudiera oírla, hace 20 años que juega en la selección argentina de fútbol para ciegos.

En 1998 y casi de casualidad, via-

jaba para representa­r a Argentina en el primer Mundial para ciegos, que se hizo en Brasil. Desde allí, se transformó en un símbolo.

Hoy, a los 37 años, Lucas podría ser eso: una leyenda de Los Murciélago­s. Un héroe. Un ejemplo de superación. Pero no.

Lucas Rodríguez es mucho más. Es el niño que a los 10 años le dijo a su mamá que no le pidiera plata a nadie para pagar una operación de la vista en Cuba porque “quizá Dios quiso que fuera ciego”.

Es el pibe que encontró en el fútbol su felicidad, su camino.

Es el empleado municipal del Área de Deportes que lidera un proyecto para deportista­s ciegos en el club Municipali­dad de Córdoba al que cada día se suma un chico nuevo, que encuentra una familia, un lugar.

Es el novio de Johana Aguilar, la goleadora del equipo de fútbol femenino para ciegos que tiene Córdoba, el único a nivel nacional.

Es el estudiante que el año pasado hizo una diplomatur­a de gestión deportiva en la Universida­d Siglo XXI porque quiere seguir ayudando a los deportista­s ciegos en el futuro como dirigente.

Y es, ante todo, una persona feliz. Que transita su vida encontrand­o nuevas cosas que sí puede hacer y no quejándose por lo que no puede.

Ahora, Lucas va a contar parte de su historia.

“Al frente de mi casa, en barrio Los Robles, había un potrero. Eran dos terrenos uno al lado del otro de 10 por 30 metros. Ahí hacíamos los picados. Yo tenía un poquito de resto de visión aún y mis amigos ponían una pelota clarita, blanca para que pudiera jugar. Después, cuando ya perdí la visión, le ponían una bolsa para que yo la pudiera escuchar. No había arcos. Los palos eran el poste del teléfono y una piedra. Abajo de la piedra poníamos más bolsas para cuando se rompieran. A muchos de esos amigos los sigo contactand­o. Yo tuve suerte porque nunca viví la discrimina­ción de niño. Existe, pero en mi caso nunca la sentí gracias a mis amigos”.

El fútbol, la pelota, le cambiaría la vida gracias a una inyección que fue a poner su mamá Gladys al barrio El Tropezón.

“Justo mi mamá es enfermera y le toca ir a poner una inyección en El Tropezón. Ahí le dicen que ese chico tenía un hermano que era ciego, llamado Alejandro Martínez y que jugaba al fútbol todos los sábados. Viene mi mamá y me cuenta. Entrenaban en el instituto Helen Keller, donde yo aprendí un montón de cosas. Me acerqué a jugar y me gustó. Estaba contento. Tenía 10 años. Ese fue el inicio de todo”.

Lucas empezó a destacarse como un “8” que llegaba mucho al gol. En el potrero aprendió a jugar por la banda porque una pared le servía para ubicarse y ahí terminó jugando: de carrilero.

“Américo Martínez era asistente del cuerpo técnico de Argentina, me conoció y les contó a los de la selección que había un chico en Córdoba que podía andar bien a futuro. Me llegó la citación cuando tenía 16 años. Me llevaron para aprender, supuestame­nte. Fui a disfrutar y justo en esa concentrac­ión daban la lista del primer Mundial, que fue en 1998, en Brasil. Fue una alegría muy grande cuando me mencionaro­n que iba al Mundial. Son muchas sensacione­s estar 20 años en Los Murciélago­s. Uno no es consciente. Los otros días armé mi currículum para dar una charla y pensaba que era otra persona. No sentía que había sido yo. Siempre entrené para estar en la selección y defender la camiseta. Siempre hay un desafío nuevo y no tomás dimensión. Seguís y seguís. Pero pasé más de la mitad de mi vida dentro de la selección. No hay que quedarse con lo logrado. Mi sueño es trabajar para que otras personas ciegas puedan llegar al deporte. Y vivir en parte lo que yo viví. Eso me llena de alegría”.

“Buscalo allá al fondo a Lucas. Cerca de la cancha”, avisan en el ingreso del club Municipali­dad y tal cual. Lucas está listo y cambiado para el entrenamie­nto. Con su camiseta de la selección, su bastón y los botines.

Tres veces a la semana allí entrenan casi 50 personas entre chicos y grandes, en un proyecto que Rodríguez inició junto a Gonzalo Habbas y Santiago Jugo, ambos profesores de educación física.

“Además de tener dos equipos masculinos, A y B, hay equipo de mujeres, que es el primero a nivel nacional y de niños, que estamos arrancando. Somos vistos como modelo a nivel nacional. Es un logro cuando una persona ciega llega al club. El deporte logra que sea independie­nte, que sea autónoma y encuentran acá un espacio para desarrolla­rse. Si mi experienci­a ayuda a otras personas, bienvenido sea. No me considero un héroe. Pero si puedo ayudar a otra persona, eso me hace feliz”.

Johana, su novia, le dice que ya está “viejo”, que se tiene que retirar. Lucas se ríe, como lo hará mil veces en una tarde.

Ambos tocan la pelota y patean al arco. “Voy”, dice Lucas, dando la señal para que Johana lo ubique auditivame­nte.

Hace un año y medio que son novios. “Fue amor a primera vista”, se ríen...

“Jugar al fútbol voy a jugar siempre. Seguiré jugando hasta donde yo quiera y siempre que disfrute. En la selección mi idea es estar en el Parapaname­ricano del año que viene en Perú. Para intentar clasificar a Japón 2020, que serán los Juegos Paralímpic­os. Ahí me gustaría lograr la medalla olímpica y cerrar mi carrera. El destino del fútbol dirá lo que nos toca. Pero siempre estaré ligado al fútbol para ciegos para que más chicos se sumen. Para mi un campeonato es cada vez que llega una persona nueva”.

“Yo tuve suerte, tuve un hermano que era mi bastón”, cuenta Rodríguez y menciona a Iván, al que seguía en su bicicleta. La contención que le dieron sus papás Gladys y Osvaldo fue vital para que se animara a salir al mundo y para que entendiera que tenía sus propias armas.

Como importante fueron esos amigos del barrio que metían la pelota en una bolsa... “Sebastián, Carlitos, Pablo, Leo, Pochi, Emmanuel, Darío”, los nombra.

“Nadie espera tener un hijo con discapacid­ad y mis padres tampoco lo esperaron. Vieron miles de médicos. Estaba la chance de operarse en Cuba, pero no teníamos el dinero. Armamos una carta al presidente de la Nación para que nos manden la plata. Y ahí yo le dije a mi mamá que quizá Dios quería que yo fuera ciego. Yo estaba bien. Mis viejos ahí lo entendiero­n. Siempre busqué la parte positiva de la vida. Lo más importante de mí no es que sea ciego, sino lo que hago de mi vida. Ser ciego no me limita a tener sueños y desafíos. Siempre trabajé en lo que sí puedo hacer. Y lo seguiré haciendo. Que no te queden dudas”.

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 ?? (JOSÉ HERNÁNDEZ) ?? Un apasionado de la pelota. Lucas se entrena en el club Municipali­dad, donde también les enseña a los niños ciegos a jugar al fútbol.
(JOSÉ HERNÁNDEZ) Un apasionado de la pelota. Lucas se entrena en el club Municipali­dad, donde también les enseña a los niños ciegos a jugar al fútbol.
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Con su novia Johana, también jugadora.
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Para adelante. Rodríguez es un optimista de la vida. Siempre una sonrisa.

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