El incómodo viaje a las profundidades de la Anses
No siempre los arranques son los ideales, pero lo importante es empezar. La carrera para superar el déficit fiscal (por ahora, sólo enfocada en el renglón primario), que tomó velocidad a fuerza de las promesas realizadas al Fondo Monetario Internacional (FMI), avanza en sus primeros kilómetros.
El Gobierno se entusiasma: hasta noviembre asegura que el déficit primario retrocedió 47 por ciento en términos reales. Es mucho, lo que habla por sí mismo del desborde del gasto. Pero la profundidad definitiva que tendrá el saneamiento todavía es una incógnita, más allá de la verbalización de buenas intenciones.
En la semana que pasó, volvimos a ver la altura que tiene una de las montañas más duras que oficialismo y oposición, según pasan los años, vienen esquivando a pura elegancia demagógica: el sistema previsional.
En sintonía con la polémica acordada para recortar su poder, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Rosenkrantz, votó en soledad a favor del índice que aplicó la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses) para actualizar los salarios que se toman en el cálculo del haber inicial hasta 2008, con particular impacto a partir de 2002, por el regreso de la inflación (en ese período, la gestión kirchnerista actualizó haberes en forma discrecional).
El resto de los magistrados se inclinó por el índice más generoso, dejó al descubierto la negligencia administrativa de la Anses y le cedió la definición al Congreso, que, enfocado en la pelea por las urnas, es poco probable que en 2019 se aventure al incómodo viaje hacia las profundidades de la Anses.
Ocurre que lo que asoma como un detalle técnico no lo es tanto en un sistema que sangra por todos lados.
A nadie escapa el problema estructural que aqueja al universo previsional, alejado de cualquier atisbo de sustentabilidad. La foto más actualizada (a marzo pasado) muestra un esquema con 9,8 millones de aportantes. El grueso (60 por ciento) son asalariados del sector privado en relación de dependencia dentro del régimen general. El resto se reparte entre monotributistas (con aportes más acotados y sin contribuciones), autónomos y servicio doméstico, entre otros.
Cuando arrancó este siglo, había 5,6 millones de aportantes, es decir que ese platillo de la balanza creció 78,2 por ciento en 18 años.
Pero ese aumento no fue igual en cantidad y calidad. Por ejemplo, los aportantes en relación de dependencia treparon 60 por ciento, pero con una mayor incidencia del sector público en los últimos 10 años (el perro se muerde la cola), mientras que el volumen de monotributistas pegó un salto de casi 270 por ciento.
En el otro platillo, la cantidad de beneficios, que se mantuvo alrededor de los tres millones hasta las moratorias, pasó a 6,8 millones (más de 120 por ciento), o sea una tasa de crecimiento mayor que la de los aportantes.
Cuando terminó el primer trimestre, el sistema pagaba 3,2 millones de beneficios otorgados sin moratoria (1,85 millones de jubilados y 1,38 millones de pensionados), pero 3,6 millones con moratoria (86 por ciento jubilados).
Sólo en 2015, por cada nuevo pasivo que entró por la puerta grande se colaron 6,5 por la ventana que abrió el kirchnerismo. Otro punto es el de las pensiones no contributivas, que pasaron de casi 357 mil al inicio del siglo a 1,47 millones.
En definitiva, y más allá de ciclos con viento de cola que ayudan a maquillar y disimular el desfase, no se puede hablar de equilibrio fiscal serio y definitivo sin meterse de lleno en los rojos números de la Anses.