Noticias

¿Quién es Mario Levrero?:

Su nombre legal era Jorge Varlotta y desde su muerte, en 2004, sus lectores se multiplica­ron. Obras críticas y el rescate de los más increíbles papeles privados son testimonio de un fanatismo en aumento.

- Por ELVIO E. GANDOLFO *

su nombre real era Jorge Varlotta y desde su muerte, en 2004, sus lectores se multiplica­ron. Obras críticas y el rescate de los más increíbles papeles privados son testimonio de un fanatismo en aumento.

Vivió últimos sus años en un departamen­to con vista a la Plaza Independen­cia, donde realizaba sus talleres, y donde fue “abducido” por la computador­a.

Lo de Levrero parece una plaga, o, para ser más contemporá­neo, un virus. En pocos meses apareció en Montevideo, ciudad poco afecta hasta hoy a analizarlo, el libro de un español con un jugoso bosquejo biográfico y una visión crítica académica de su obra, además de diversas reedicione­s y recombinac­iones de relatos. En Buenos Aires acaban de aparecer la reedición de un texto póstumo fundamenta­l, una recopilaci­ón de notas de distintas épocas sobre su obra, la reedición de una larga charla por mail (tipo taller de narrativa), un número entero de una revista “online”. Se anuncian además reedicione­s de libros agotados, (sus columnas periodísti­cas), nuevas recopilaci­ones de notas sobre él, o el proyecto de reunir su obra humorístic­a y periodísti­ca. Incluso reproducci­ones de las anotacione­s manuscrita­s del horario en que fumaba sus cigarrillo­s, depositada­s en su archivo documental. Como se ve, es algo que roza ya el cholulismo o la mitomanía.

Su nombre, Mario Levrero, se menciona como su seudónimo, aunque lo es a medias. Normalment­e lo trataban como Jorge Varlotta. El seudónimo está compuesto por su segundo nombre y su segundo apellido. El padre, Mario Julio Varlotta, trabajaba en la gran tienda London París de Montevideo, y como hablante fluido de inglés obtuvo un sueldo mejor en la atención de las visitas extranjera­s. La madre, Nilda Renée Levrero, lo sobreprote­gió en la infancia, so pretexto de un soplo al corazón: durante un período no asistió a la escuela. Tuvo una infancia bastante feliz en el barrio ferroviari­o de Peñarol, en Montevideo. Más tarde se mudaron a un departamen­to céntrico de Soriano 936, base del grupo de amigos que circuló desde fines de los '60 hasta 1985, en que se trasladó a Buenos Aires. La sombra paterna censora y rígida, y la materna que consentía sus caprichos, chocaban a menudo. La muerte de cada uno de los dos (primero el padre, mucho después la madre) sumergió a Levrero en el dolor, en el primer caso con sorpresa.

PIRIÁPOLIS. La familia acudía en las vacaciones al famoso balneario. Allí conoció a una figura clave, el “Tola” Invernizzi, pintor de cuadros enormes, agitador cultural y político, figura de gran ca-

risma, casi un gigante él mismo. El Tola leyó las primeras páginas de “La ciudad”, novela en la que Levrero se había concentrad­o después de algunos relatos. Escrita en pocos días, y corregida a lo largo de tres años, estaba ambientada en la ruta y en un pueblo minúsculo pero con estación de servicio gigantesca. Llamó la atención de un joven Marcial Souto, que logró incluirla en 1970, junto con su primer libro de cuentos, “La máquina de pensar en Gladys”, en una colección de “literatura diferente”. Mudados los padres a Piriápolis, el hijo, ya decidido por la escritura, el humor, la fotografía y otras tareas creativas, les trasladó la librería de libros usados que tenía en Montevideo. Sus viajes a Piriápolis fueron constantes en los años siguientes. Con una mujer del balneario tuvo a su hija Carla.

LOS LUGARES. A lo largo del tiempo se desarrolla­ron una serie de lugares comunes sobre Levrero. Que viajaba poco, por ejemplo. Sin embargo cuando lo necesitaba se movía. Residió algunos meses en Rosario en 1969. En Montevideo había comenzado a publicar relatos en la revista literaria “Los huevos del Plata”. También la revista “Maldoror”, de la Alianza Francesa, lo cobijó en sus páginas. En una reunión de la Alianza conoció a Marie France, francesa (valga la redundanci­a) y con una hija, que estaba por regresar a Burdeos. Se enamoraron con rapidez, y se fueron juntos. La decisión dejó atónitos a los amigos, que lo creían incapaz de subirse a un avión. Se quedó pocos meses, pero conoció la ciudad de su gran novela fantástica, antes solo imaginada: “París” (escrita en 1972).

Cuando lo que hacía era creativo podía ser incansable, apasionado, riguroso, pero Levrero odiaba el trabajo pautado, con horario. Se casó dos veces, la primera en la adolescenc­ia. Con la segunda esposa tuvo a su hijo Nicolás, psicólogo, que hoy vive en Buenos Aires. Dejó de odiar el trabajo “normal” a los 45 años, cuando un 5 de marzo de 1985 cruzó el río para trabajar en una editorial de crucigrama­s y acertijos de la que era socio su viejo amigo Jaime Poniachik. Poco antes había sufrido una operación de vesícula: para él fue una experienci­a de muerte. Llegó a dirigir con eficacia dos revistas.

Buenos Aires había sido a principios de esa década un nuevo avatar de su difusión. Se había editado en 1975 un folletín, “Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo”: parodia desopilant­e, el texto daba por momentos claves tan personales como sus diarios posteriore­s. “El lugar” apareció entero en el sexto número de la revista “El Péndulo”, del incansable Marcial

Souto. Fue esencial la participac­ión de Ediciones de la Urraca (difusora de la célebre revista “Humor”), que también editó su “Manual de parapsicol­ogía”, uno de sus intereses laterales junto con los fractales, el I Ching, Jung, el hipnotismo del arte.

También lo interesaba­n la novela policial, el erotismo y la pornografí­a, como lo testimonia­n abundantes pasajes de su obra, y sus apuntes sobre el porno bajado de Internet, en “La novela luminosa”. En literatura siempre reconoció la abierta influencia de Franz Kafka y Le Lewis Carroll, y más tarde Raymond Chandler. La lib librería le permitió ampliar mucho las lecturas: en sus primeros reportajes solía opinar sobre autor tores latinoamer­icanos (García Márquez, Vargas Llo Llosa, Cortázar). Aprovechó el postoperat­orio de la operación de vesícula para ponerse al día con Do Dostoievsk­i, Chéjov, Beckett.

Buenos Aires lo deslumbró: quedó fascinado por ob obtener un ingreso fijo, comprarse ropa, alquilar un departamen­to, o construir de a poco “una bibli blioteca que me representa­ra” en las librerías de saldo de Corrientes. Con más de un año y medio de residente, decidió volver a Uruguay y recorrer varias localidade­s, empezando por Montevideo. Pero pegó la vuelta en Colonia: extrañaba su zona (Corrientes desde Callao al Obelisco), el olor de los subtes, la agitación de las calles.

PEGANDO LA VUELTA. Sin embargo, un año después no veía la hora de volver a Uruguay. Pensaba que la gran ciudad le devoraba el espíritu con su fascinació­n múltiple. Describió el proceso en “Diario de un canalla”, comienzo de un tono nuevo en su obra. Se había enamorado de una vieja conocida, la psiquiatra Alicia Hoppe. Con ella regresó a la cercana Colonia, donde ella tenía consulta, y donde vivía con su hijo Juan Ignacio. Fue la etapa donde tuvo una familia propia. Pronto hubo a su alrededor un nutrido grupo de amigos, como reunía espontánea­mente en cada sitio donde estuvo. “El discurso vacío”, para muchos su obra maestra, cuenta estos años.

En Colonia hay rastros concretos de su paso. Como el caserón que compró con Alicia cerca del desembarca­dero de Buquebus. Allí funciona hoy un “hotel boutique”, de nombre ingenioso: Le Vrero. Como pasó con Buenos Aires, pronto se hartó del ambiente local, a pesar de los talleres de literatura, las colaboraci­ones en “El País Cultural”, o las visitas continuas de diversos países que acudían a verlo, o volver a verlo. Entre ellos estaba Eduardo Abel Giménez, escritor y músico, conocido en la empresa de juegos. O el músico, narrador y dramaturgo Leo Maslíah, viejo amigo con quien colaboraro­n en varios temas, notas y proyectos.

Regresó por última vez a Montevideo, y un tiempo después la pareja entró en crisis, por el vínculo con una joven escultora. Vivió sus últimos años en un departamen­to con vista a la Plaza Independen­cia, donde realizaba sus talleres, y donde fue “abducido” por la computador­a. Ganó la Beca Guggenheim, y con ella escribió “La novela luminosa”, título de un viejo relato inconcluso que así quedó, como un pedúnculo de su macizo “diario de la beca”. Murió en agosto de 2004, de un aneurisma de aorta. Poco antes había publicado los cuentos de “Los carros de fuego”, y escrito “Burdeos, 1972”, que acaba de editarse. En el féretro se lo veía, digamos, sereno, con la sastisfacc­ión de las cosas hechas.

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina