Lo bueno y lo malo de las instituciones:
Causa o consecuencia de los procesos en la sociedad, la importancia de la institucionalidad para el cumplimiento de las reglas, desde la perspectiva de las ciencias sociales. El funcionamiento en América Latina y el debate permanente de su rol en los suce
causa o consecuencia de los procesos en la sociedad, la importancia –muchas veces cuestionada– de la institucionalidad para el cumplimiento de las reglas, desde la perspec- tiva de las ciencias sociales. El funcionamiento en América Latina y el debate permanente de su rol en los sucesos políticos. Por Carlos H. Acuña y Mariana Chudnovsky.
Son las instituciones las que forjan los procesos sociales o son los procesos sociales los que crean su institucionalidad? […] Las distintas formas de responder a esa pregunta refieren a si las instituciones importan o no para explicar procesos políticos y sociales; en definitiva, remiten a si los problemas que explican gran parte de nuestras dificultades como sociedad –y, consecuentemente, también sus soluciones– radican en la institucionalidad […]
En las explicaciones de las ciencias sociales las instituciones han importado, dejado de importar y vuelto a importar por muy diversas razones. Es más, para aquellos que consideran que importan (como causas de procesos sociopolíticos y no meras consecuencias de factores más profundos), existen grandes diferencias sobre qué son las instituciones y cuáles importan y por qué, por lo que el debate no se agota en la importancia o la falta de importancia de las instituciones, sino que derrama hacia la discusión sobre qué es lo que importa de las instituciones, y por qué es eso y no otra cosa.
EL DEBATE SOBRE LAS INSTITUCIONES. El panorama del debate sobre las instituciones, su lógica y su relevancia para la política no es binario. Tuvimos institucionalismos peque- ños, legal-formalistas, en los que la política se “entendía” estudiando Derecho Constitucional y poco más. El marxismo vació el peso de las instituciones definiéndolas como consecuencia o epifenómeno de profundas dinámicas estructural-económicas. Gran parte de la sociología también vació el peso de las estructuras institucionales tomándolas como consecuencia y/o correa de transmisión de la cultura (“el problema no es la calidad de las reglas, sino la cultura que transmiten”), mostrando hoy un renovado brío que no presta mayor atención ni otorga un papel protagónico a las instituciones en la explicación de lo sociopolítico (Sennett, 2007; Maffesoli, 2008; Bauman, 2004). El avance neoclásico en economía también las desechó, reproduciendo desde el conservadurismo individualista el desprecio hacia las instituciones que ya habían desplegado el economicismo marxista y el estructuralismo culturalista: en el neoclasicismo las instituciones pasaron a ocupar el papel de estructuras arrastradas por la fuerza de los mercados.
Frente a tantos captores de las instituciones, surgieron de manera reiterada sus salvadores. Weber (1984) le respondió a Marx destacando la relevancia de la “jaula de hierro” que, independientemente de la estructura de clases, las burocracias institucionalizadas del Estado moderno imponían al comportamiento y la libertad de los sujetos
(elaborando tempranamente una teoría sobre las causas y consecuencias de esa institucionalidad). En las últimas décadas, y particularmente a partir de los años ochenta y noventa, se multiplicaron los defensores del buen nombre, el honor y la relevancia de las instituciones para explicar los procesos políticos, sociales y económicos de la mano de los “nuevos institucionalismos” (March y Olsen, 1989). En la sociología de las organizaciones se redescubrió el institucionalismo weberiano (DiMaggio y Powell, 1983) y, por su parte, la sociología económica valora las instituciones como el diseño simbólico que gobierna la relación entre los distintos roles en toda organización (en la actualidad, Portes, 2010: 55; antes y con foco en la creación institucional de los mercados, Polanyi, 1989). En la ciencia política comenzó un rescate de las instituciones destacando que importan (entre otros, Weaver y Rockman, 1993) porque hacen a las capacidades de los gobiernos; esto es, independientemente de los actores, las ideologías y la estructura socioeconómica, el tipo de institucionalidad gubernamental afecta las opciones y la calidad de las políticas.
Desde la economía, y manteniendo algunos de los presupuestos propios del neoclasicismo económico, el neoinstitucionalismo las recuperó colocándolas en un podio de primacía causal y en interacción con las preferencias y los comportamientos de individuos “racionales”, cuyas funciones de utilidad son entendidas como los (micro/verdaderos) fundamentos de todo proceso social. Por otra parte, el institucionalismo histórico, ahora desde una postura estructuralista, también recuperó a las instituciones otorgándoles centralidad en su papel explicativo de la sociedad y su historia.
Entre las voces más recientes de esta ola se destacan la “perspectiva de las lógicas institucionales” (Thornton y otros, 2012) y aquellas que resaltan el papel de la articulación intertemporal entre actores y relaciones para explicar los cambios en organizaciones e instituciones (Padgett y Powell, 2012).
Los citados institucionalismos suelen agruparse en tres grandes familias (Hall y Taylor, 1996): en primer lugar, el conjunto de trabajos englobados en el marco del neoinstitucionalismo económico y las teorías de la elección racional, que se alinean (aunque modificándola) con la idea de racionalidad económica; en segundo lugar, los estudios enmarcados en el institucionalismo histórico, heredero de los análisis de los así llamados “macroanalíticos” de la política comparada como Moore (1973) o Skocpol (1984); y por último, el denominado “institucionalismo sociológico” –o sociología económica–. Si bien todos estos enfoques comparten el interés por explicar los procesos políticos a partir de las instituciones, no obstante muestran diferencias relevantes entre sí. Y esto más allá de los cruces de caminos que, debido a las limitaciones de cada escuela, generan tanto neoinstitucionalistas hambrientos de estructura social o historia para su explicación como, en su defecto, institucionalistas históricos o institucionalistas sociológicos que ambicionan dar lugar a actores y racionalidades estratégicas en la suya (para un sintético análisis sobre las fortalezas y debilidades de los dos institucionalismos que más influyen sobre el análisis político –el neoinstitucionalismo o institucionalismo de la elección racional y el histórico–, véase el apéndice de este capítulo).
Sea como fuere, la tendencia presente es analizar las instituciones otorgándoles preeminencia sobre las otras variables sociales, o bien de manera divorciada de su contexto socioeconómico e ideológico-cultural, o bien obturando su propia historia y el papel histórico, los intereses y la ideología de los actores. En definitiva, hoy estamos rodeados de institucionalismos que compiten entre sí para explicar la sociedad y la política. Sin embargo, ¿nos convencen estas nuevas y diversas cruzadas institucionalistas encaminadas a disciplinar las otras variables del análisis social? ¿Acaso nos sirven para entender mejor la política en nuestras sociedades? Si efectivamente las instituciones forjan comportamientos mediante la estructura de incentivos que les presentan a los sujetos o como estructuras que dotan de sentido a su accionar, ¿por qué deben importar los actores o cómo piensan? (sobre todo si tenemos en cuenta que, de una u otra forma, para bien o para mal, su comportamiento será institucionalmente encausado y quedará determinado, así como su [dis] función histórica, como consecuencia del orden institucional).
Así, hoy las instituciones gozan de buena prensa y su defensa va acompañada de sofisticadas teorías y métodos de análisis.
América Latina hoy. Como se argumentó, desde distintas perspectivas, las instituciones políticas han sido posicionadas durante los últimos treinta años como variables explicativas de una serie de fenómenos relevantes para las ciencias sociales. Temas tales como la estabilidad democrática, el desarrollo económico, la pobreza y la desigualdad social, los cambios en las constituciones, las modificaciones en las reglas electorales, o la adopción y el cambio de políticas públicas se han explicado como resultado de factores institucionales […]
En el pasado tuvimos explicaciones culturalistas o, en su defecto, estructural-económicas enfocadas en el sistema productivo y la relación regional con la economía internacional, para entender por qué pasa lo que pasa en nuestra sociedad y en la región. En contraposición, actualmente y con fuerte influencia de los liderazgos teóricos institucionalistas de las sociedades anglosajonas, se ha forjado un nuevo sentido común sobre los problemas latinoamericanos: desde esta perspectiva ya no radicarían en su cultura o en su estructura socioeconómica, sino en sus instituciones, que se caraterizarían por ser informales o débiles, inestables y poco eficaces. Veamos algunas de las complicaciones que atraviesan la comprensión institucionalista de nuestra realidad.
Independientemente de la manera en que entendamos las instituciones, la literatura anglosajona que más y mejor canalizó estas perspectivas analíticas tiende a asumir que las reglas son formales y que solo por existir “suceden” los contenidos de su textualidad. Sin embargo, esta noción no “viaja bien” a otras regiones (Levitsky
El marxismo quitó peso a las instituciones: las considera consecuencia de
dinámicas económicas.