Legado Mandela:
el adiós a un emblema de la paz
Sudáfrica llevaba meses pendiente de su corazón fatigado. Pero no por eso su muerte dolió menos. Llevaba demasiado tiempo atrapado en un cuerpo languideciente. Que aún respirara no implicaba que estuviera vivo. Al menos no en los términos en que merece vivir un hombre como él. Nelson Mandela no estaba para mendigarle amaneceres a la vida. Estaba para honrarla, en los términos planteados por Eladia Blásquez. Y desde hace mucho tiempo no vivía, sino que duraba. La extensión de esa agonía le dolía a la nación su- dafricana mucho más que la noticia de su muerte, el jueves.
El hombre que pasó décadas en prisiones inhumanas, finalmente se liberó de su última prisión: su cuerpo maltrecho. Y la nación liberada por Mandela lloró aliviada la liberación de su libertador. Pero sabe que lo va extrañar. Desde que lideró el tránsito desde un sistema abyecto y denigrante hacia una sociedad dignificada por la libertad y la igualdad ante la ley, su presencia daba tranquilidad a Sudáfrica.
Estuvo en la presidencia solo un
mandato, pero los sudafricanos de todas las razas confiaban en que su sola existencia actuaba como guía y referencia. Aunque ya no estuviera en el despacho presidencial sino en su casa y sin cargos oficiales, protegía con su ejemplo la democracia multirracial que había conquistado sin venganzas ni guerra civil.
FIGURA. Nelson Rolihlahla Mandela. Un imprescindible, en los términos del poema de Brecht; el hombre cuya vida de lucha redime a la especie humana de buena parte de sus vilezas y ruindades.
La historia está repleta de héroes y próceres, pero muy pocos son próceres mundiales y héroes de la humanidad. El Mahatma Gandhi es un prócer del mundo, porque su proeza incluyó un método de lucha que, además de beneficiar a la India, se convirtió en ejemplo para el resto de los hombres. Lo mismo, y aún más, hizo Mandela.
El mundo pasó de la admiración a la veneración. Comenzó a admirarlo cuando lo vio luchar desde una celda contra un régimen atroz. Se colmó de admiración cuando el reo 466/64 venció al apartheid desde la prisión de Robben Island, con lo cual concluyó también la ocupación sudafricana de Namibia y la financiación de guerrillas brutales como la de Jonás Sabimbi en Angola y la RENAMO en Mozambique.
A renglón seguido, empezó a venerarlo cuando lo vio hacer un verdadero milagro desde la presidencia. Derrotar al monstruoso sistema racista impuesto en 1948 fue la proeza del prisionero más admirado. Erradicar el odio evitando una guerra civil fue el milagro político que lo elevó casi a la categoría de un hombre santo.
Las canonizaciones serían más creíbles si incluyeran milagros comprobables y sin carga sobrenatural. Milagros de los hombres, como el de Mandela. Su historia contiene dos acontecimientos totalmente excepcionales. Uno ocurrió “en” el hombre y el otro ocurrió “desde” el hombre. El primero empezó a gestarse en 1964, cuando lo encerraron en la celda número 5 del pabellón B de una siniestra cárcel insular.
DESDE LA ISLA. La sección de los presos políticos de Robben Island tenía un régimen carcelario concebido para destruir moral y mentalmente al reo, hasta reducirlo a un manojo sumiso de instinto y carne. Allí pasó 18 de sus 25 años de cárcel. La mitad de ese tiempo, absolutamente aislado e incomunicado en un claustro de dos por dos, sin cama, con una ventana que da a un patio interno y una lamparita de luz amarillenta que colgaba encendida las 24 horas.
Una visita cada seis meses, de apenas media hora, un potaje de maíz como dieta fija y un tacho acumulando
excremento que le permitían sacar sólo una vez al día. Cualquier insubordinación se pagaba con largas horas dentro de un cubículo rectangular donde cabía de pie, sin poder sentarse. Una tortura enloquecedora que provocó innumerables suicidios en la isla que se divisa desde los muelles de Ciudad del Cabo.
Lo encarcelaron por integrar la conducción del Umkhonto we Sizue, que en lengua bantú significa “Lanza de la Nación”, el brazo armado del Congreso Nacional Africano (CNA). En rigor, Mandela y sus camaradas Oliver Tambo y Walter Sisulu fueron la dirigencia de una organización moderada. El CNA impulsaba una transición negociada hacia una sociedad multirracial que incluyera a la minoría blanca, autoconsiderada una tribu llamada afrikaans. En cambio, la otra organización de mediados del siglo XX, el Congreso Panafricano, proponía la lucha violenta y la limpieza étnica deportando a los Boers –descendientes de colonos holandeses– y a los blancos de origen inglés. Mandela, Tambo y Sisulu crearon el grupo ar
mado des- pués de la masacre de Sharpeville, perpetrada por la policía en 1960. No obstante, el Umkhonto we Sizue se limitaba a las acciones de sabotaje y usaba las armas para la defensa. No cometían asesinatos políticos ni tendían emboscadas.
A pesar de ser moderado hasta en el uso de la violencia, el gobierno del Charles Swart lo encarceló como al peor criminal. La verdadera razón era la racionalidad con la que enfrentaba al sistema de segregación ideado por el catedrático de la Universidad de Stellenbosch, Hendrik Verdowerd.
El apartheid implicaba, además de una humillante ingeniera urbana, jurídica y social para que no haya contacto alguno entre negros y blancos, la división del territorio sudafricano en “bantustanes” auténticos guetos geográficos repartidos con intención de dividir a las etnias de la mayoría negra. Pero el apartheid implicaba algo aún peor: la jerarquización de las distintas razas que habitan Sudáfrica, colocando a los blancos en la escala más alta y a los negros en la base, mientras que mestizos y descendientes de inmigrantes de la India ocupaban los segmentos intermedios.
Esa estratificación de una pretendida “calidad” de las razas, situando a los pueblos bantúes en la última frontera de la especie humana rigió en todos los órdenes de la vida; incluso en el régimen alimenticio y de confort conferido a los presidiarios. Por eso de la celda número 5 debía salir un ser reducido a sus instintos básicos. Sin embargo lo que salió fue una suerte de Buda, dotado de una inteligencia que merodea los umbrales de la sabiduría.
Mandela sobrevivió al infierno carcelario. Usó su liderazgo para vencer un odio tan justificado como visceral. Hasta el último momento sostuvo su característica sonrisa. Esa que empieza a extrañar el mundo, ahora que lo recibe la historia.