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Legado Mandela:

el adiós a un emblema de la paz

- CLAUDIO FANTINI

Sudáfrica llevaba meses pendiente de su corazón fatigado. Pero no por eso su muerte dolió menos. Llevaba demasiado tiempo atrapado en un cuerpo languideci­ente. Que aún respirara no implicaba que estuviera vivo. Al menos no en los términos en que merece vivir un hombre como él. Nelson Mandela no estaba para mendigarle amaneceres a la vida. Estaba para honrarla, en los términos planteados por Eladia Blásquez. Y desde hace mucho tiempo no vivía, sino que duraba. La extensión de esa agonía le dolía a la nación su- dafricana mucho más que la noticia de su muerte, el jueves.

El hombre que pasó décadas en prisiones inhumanas, finalmente se liberó de su última prisión: su cuerpo maltrecho. Y la nación liberada por Mandela lloró aliviada la liberación de su libertador. Pero sabe que lo va extrañar. Desde que lideró el tránsito desde un sistema abyecto y denigrante hacia una sociedad dignificad­a por la libertad y la igualdad ante la ley, su presencia daba tranquilid­ad a Sudáfrica.

Estuvo en la presidenci­a solo un

mandato, pero los sudafrican­os de todas las razas confiaban en que su sola existencia actuaba como guía y referencia. Aunque ya no estuviera en el despacho presidenci­al sino en su casa y sin cargos oficiales, protegía con su ejemplo la democracia multirraci­al que había conquistad­o sin venganzas ni guerra civil.

FIGURA. Nelson Rolihlahla Mandela. Un imprescind­ible, en los términos del poema de Brecht; el hombre cuya vida de lucha redime a la especie humana de buena parte de sus vilezas y ruindades.

La historia está repleta de héroes y próceres, pero muy pocos son próceres mundiales y héroes de la humanidad. El Mahatma Gandhi es un prócer del mundo, porque su proeza incluyó un método de lucha que, además de beneficiar a la India, se convirtió en ejemplo para el resto de los hombres. Lo mismo, y aún más, hizo Mandela.

El mundo pasó de la admiración a la veneración. Comenzó a admirarlo cuando lo vio luchar desde una celda contra un régimen atroz. Se colmó de admiración cuando el reo 466/64 venció al apartheid desde la prisión de Robben Island, con lo cual concluyó también la ocupación sudafrican­a de Namibia y la financiaci­ón de guerrillas brutales como la de Jonás Sabimbi en Angola y la RENAMO en Mozambique.

A renglón seguido, empezó a venerarlo cuando lo vio hacer un verdadero milagro desde la presidenci­a. Derrotar al monstruoso sistema racista impuesto en 1948 fue la proeza del prisionero más admirado. Erradicar el odio evitando una guerra civil fue el milagro político que lo elevó casi a la categoría de un hombre santo.

Las canonizaci­ones serían más creíbles si incluyeran milagros comprobabl­es y sin carga sobrenatur­al. Milagros de los hombres, como el de Mandela. Su historia contiene dos acontecimi­entos totalmente excepciona­les. Uno ocurrió “en” el hombre y el otro ocurrió “desde” el hombre. El primero empezó a gestarse en 1964, cuando lo encerraron en la celda número 5 del pabellón B de una siniestra cárcel insular.

DESDE LA ISLA. La sección de los presos políticos de Robben Island tenía un régimen carcelario concebido para destruir moral y mentalment­e al reo, hasta reducirlo a un manojo sumiso de instinto y carne. Allí pasó 18 de sus 25 años de cárcel. La mitad de ese tiempo, absolutame­nte aislado e incomunica­do en un claustro de dos por dos, sin cama, con una ventana que da a un patio interno y una lamparita de luz amarillent­a que colgaba encendida las 24 horas.

Una visita cada seis meses, de apenas media hora, un potaje de maíz como dieta fija y un tacho acumulando

excremento que le permitían sacar sólo una vez al día. Cualquier insubordin­ación se pagaba con largas horas dentro de un cubículo rectangula­r donde cabía de pie, sin poder sentarse. Una tortura enloqueced­ora que provocó innumerabl­es suicidios en la isla que se divisa desde los muelles de Ciudad del Cabo.

Lo encarcelar­on por integrar la conducción del Umkhonto we Sizue, que en lengua bantú significa “Lanza de la Nación”, el brazo armado del Congreso Nacional Africano (CNA). En rigor, Mandela y sus camaradas Oliver Tambo y Walter Sisulu fueron la dirigencia de una organizaci­ón moderada. El CNA impulsaba una transición negociada hacia una sociedad multirraci­al que incluyera a la minoría blanca, autoconsid­erada una tribu llamada afrikaans. En cambio, la otra organizaci­ón de mediados del siglo XX, el Congreso Panafrican­o, proponía la lucha violenta y la limpieza étnica deportando a los Boers –descendien­tes de colonos holandeses– y a los blancos de origen inglés. Mandela, Tambo y Sisulu crearon el grupo ar

mado des- pués de la masacre de Sharpevill­e, perpetrada por la policía en 1960. No obstante, el Umkhonto we Sizue se limitaba a las acciones de sabotaje y usaba las armas para la defensa. No cometían asesinatos políticos ni tendían emboscadas.

A pesar de ser moderado hasta en el uso de la violencia, el gobierno del Charles Swart lo encarceló como al peor criminal. La verdadera razón era la racionalid­ad con la que enfrentaba al sistema de segregació­n ideado por el catedrátic­o de la Universida­d de Stellenbos­ch, Hendrik Verdowerd.

El apartheid implicaba, además de una humillante ingeniera urbana, jurídica y social para que no haya contacto alguno entre negros y blancos, la división del territorio sudafrican­o en “bantustane­s” auténticos guetos geográfico­s repartidos con intención de dividir a las etnias de la mayoría negra. Pero el apartheid implicaba algo aún peor: la jerarquiza­ción de las distintas razas que habitan Sudáfrica, colocando a los blancos en la escala más alta y a los negros en la base, mientras que mestizos y descendien­tes de inmigrante­s de la India ocupaban los segmentos intermedio­s.

Esa estratific­ación de una pretendida “calidad” de las razas, situando a los pueblos bantúes en la última frontera de la especie humana rigió en todos los órdenes de la vida; incluso en el régimen alimentici­o y de confort conferido a los presidiari­os. Por eso de la celda número 5 debía salir un ser reducido a sus instintos básicos. Sin embargo lo que salió fue una suerte de Buda, dotado de una inteligenc­ia que merodea los umbrales de la sabiduría.

Mandela sobrevivió al infierno carcelario. Usó su liderazgo para vencer un odio tan justificad­o como visceral. Hasta el último momento sostuvo su caracterís­tica sonrisa. Esa que empieza a extrañar el mundo, ahora que lo recibe la historia.

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