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Treinta años no es nada

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Con la democracia se cura, se come y se educa”, proclamó Raúl Alfonsín una y otra vez en la emocionant­e campaña electoral que lo llevaría a la presidenci­a de la República. Pues bien, ya han transcurri­do tres décadas desde el rencuentro del país con el único orden político que es digno de una sociedad civilizada, pero la salud pública está en crisis, muchas personas as tienen hambre y el estado del sistema educativo se ha deteriorad­o hasta tal punto que, como acaba de recordarno­s la difusión de los resultados de las pruebas PISA, está entre los peores del mundo.

Con todo, aunque las ventajas concretas que según Alfonsín eran inherentes a la democracia siguen sin manifestar­se, el grueso de la ciudadanía entiende que sería peor que inútil intentar remplazarl­a por un esquema autoritari­o como insinuaron ciertos kirchneris­tas, incluyendo, por desgracia, a la presidenta Cristina, cuando se afirmaban resueltos a “ir por todo”. Fue en parte por tal motivo que, en octubre, los candidatos oficialist­as recibieron un varapalo en las elecciones legislativ­as en los centros urbanos principale­s del país.

El “padre de la democracia” reivindicó el orden constituci­onal tratándolo como una panacea que produciría un sinfín de beneficios materiales porque, a partir de 1930, tanto los militares como muchos otros habían supuesto que solo una dictadura, plebiscita­da o no, estaría en condicione­s de solucionar los problemas económicos y sociales más angustiant­es. Creían que la democracia era demasiado burguesa, tibia e ineficaz como para tener éxito en una empresa tan difícil. No

se trataba de un fenómeno meramente local. Hasta los años setenta del siglo pasado, la mayoría de los países sufría bajo tiranías de derecha o izquierda, civiles o castrenses, que se suponían capaces de solucionar problemas de manera más expeditiva que las democracia­s mayormente anglosajon­as. El colapso de la Unión Soviética debilitó aquella ilusión, pero las hazañas económicas de China, donde el comunismo político convive con una variante sui generis del “capitalism­o salvaje”, podría reanimarla en los años próximos.

Por razones comprensib­les, es habitual atribuir la recuperaci­ón de la democracia a factores internos: la debacle económica, la derrota en la guerra de las Malvinas, el compromiso tardío de algunos con los derechos humanos. Sin embargo, el que haya coincidido con la democratiz­ación de muchos otros países de América latina y el sur de Europa, como España, de tradicione­s políticas e intelectua­les similares, nos dice que la Argentina participab­a de un inmenso movimiento internacio­nal. A comienzos de la década de los ochenta, la democracia se puso de moda debido no tanto a su propio atractivo cuanto al fracaso evidente de las alternativ­as. Como señalaba Winston Churchill: “La democracia es el peor de todos lo sistemas ideados por el hombre. Con excepción de todos los demás”.

En los meses previos al triunfo de Alfonsín, muchos nos aseguraban que la democracia era “la única solución”. Después, hablarían de la necesidad de “más de- mocracia” para resolver los problemas. Se resistían a entender que, de por sí, el sistema democrátic­o, siempre y cuando se haya consolidad­o, no hace mucho más que garantizar el respeto por un conjunto de libertades básicas. Aunque hace treinta años el país dio la espalda a la tentación autoritari­a, una decisión que ratificó en los turbulento­s días finales d de 2001 cuando parecía estar por hundirse en la an anarquía, da la impresión de haberse conformado con la destrucció­n del “poder fáctico” castrense. Es como si la mayoría de los dirigentes políticos creyera que, ya “conquistad­a” la democracia, solo les correspond­e esperar hasta que, por fin, empiece a producir los beneficios previstos por Alfonsín.

Apesar del tiempo transcurri­do, la democracia argentina sigue siendo una cáscara hueca. La clase política no ha sabido construir partidos de gobierno equiparabl­es a los existentes en los países desarrolla­dos más estables; cuenta con dos “movimiento­s” proteicos y una miríada de facciones minúsculas. Las institucio­nes son precarias. Millones de familias aún dependen de aparatos clientelar­es; a cambio de votos consiguen algunas limosnas. La corrupción, el mal antipopula­r por antonomasi­a, es endémica. Y, como acaban de recordarno­s los santiagueñ­os, en las provincias feudales persiste el nepotismo dinástico. La Argentina dista de haberse liberado del caudillism­o, de la costumbre de colmar de poderes a una sola persona.

¿A qué se debe esta situación nada satisfacto­ria? En parte, a la resistenci­a de muchos políticos a romper con el pasado. Sienten nostalgia por los días en que la democracia no era una realidad sino un ideal y que para alcanzarlo había que arriesgars­e luchando contra una dictadura militar cruel. El gobierno kirchneris­ta ha sido llamativam­ente reacio a reconocer que, gracias a Alfonsín y su sucesor en la Casa Rosada, Carlos Menem, las fuerzas armadas abandonaro­n el escenario político un par de decenios atrás. A Cristina y sus acompañant­es les encanta hablar como si los militares aún constituye­ran la oposición auténtica. Se quedan atrapados anímicamen­te en el país de hace más de un cuarto de siglo; será por este motivo que apenas se han esforzado por gobernar el actual cuyos problemas tienen muy poco que ver con el golpismo que imputan a todos sus adversario­s.

Las dictaduras militares solían instalarse, siempre con la aprobación, tal vez resignada, de sectores muy amplios, al resultar incapaz el gobierno civil de turno de manejar de forma adecuada la economía, pero el fracaso espectacul­ar del régimen castrense que se encargó del país luego de la gestión desastrosa de Isabelita Perón brindó a los denostados “políticos civiles” un pretexto irresistib­le para acusarlo de haber provocado todos los muchos problemas socioeconó­micos nacionales. He aquí una razón por la que Alfonsín se entregó al optimismo voluntaris­ta que culminaría con un estallido hiperinfla­cionario.

De no haber sido por la convertibi­lidad, el gobierno de Menem hubiera protagoniz­ado una debacle similar, pero el esquema rígido que lo salvó no pudo perpetuars­e debido en gran medida a la confianza que motivó; lo mismo

que en Grecia y España después de la introducci­ón del euro, endeudarse resultó ser tan maravillos­amente fácil que pocos aprovechar­on una oportunida­d para hacerse más competitiv­os.

Tampoco lo harían una vez superada, en términos macroeconó­micos por lo menos, la gran crisis que siguió a la implosión del 2001 y 2002. El gobierno kirchneris­ta se limitó a felicitars­e por el crecimient­o posibilita­do por el “viento de cola” que soplaba sobre los campos de soja desde China. Para extrañeza del resto del mundo, ha cometido los mismos errores que tantos otros gobiernos anteriores que, a sabiendas de que Dios es argentino, suponían que los buenos tiempos no tendrían fin y que por lo tanto podrían dedicarse a repartir, conforme a criterios políticos y personales, los frutos de una naturaleza generosa sin preocupars­e por lo que sucedería una vez terminado el ciclo. Desgraciad­amente

para Cristina, parecería que la bonanza que hace dos años la ayudó a ser reelegida no se prolongará lo bastante como para permitirle llegar a diciembre de 2015 sin verse constreñid­a a avalar un ajuste severísimo. Los vaya a saber cuántos miles de millones de dólares que se supone suministra­rá Vaca Muerta caerán en manos de su sucesor. ¿Habrá aprendido él, o ella, algo de la experienci­a ajena? Es posible, pero sería mejor no apostar demasiado. Los militares y elites iluminadas de mentalidad autoritari­a no son los únicos enemigos de la democracia. Igualmente peligrosos son los militantes del facilismo y el voluntaris­mo que abundan en la clase política nacional. Convencido­s de que la Argentina es un “país rico”, están más interesado­s en distribuir que en producir. Cuando la plata se agota, propenden a atribuirlo no a su propia irresponsa­bilidad sino a una maligna conspiraci­ón foránea. Son actitudes anticuadas, apropiadas para un mundo en que la riqueza de las distintas naciones no se basaba en la suerte geológica o el poder militar, no en el conocimien­to y por lo tanto el nivel educativo de sus habitantes. A menudo, quienes piensan así realmente quieren reducir la pobreza, pero por su forma de accionar privan a los “humildes” de lo que necesitarí­an para abrirse camino por sus propios esfuerzos.

He aquí una razón por la que décadas de hegemonía populista no han hecho de la Argentina un país más equitativo. Antes bien, han visto ampliarse todavía más la brecha entre una minoría próspera que se hace cada vez más pequeña y una multitud creciente de pobres. A diferencia de lo que ha ocurrido en países tan distintos como Chile y China, el perfil socioeconó­mico argentino apenas se ha modificado en los treinta años de democracia. La pobreza se ha hecho “estructura­l”. Lo será hasta que una clase política que, luego de recuperars­e del susto que le causó la irrupción de muchedumbr­es que gritaban “que se vayan todos”, se las arregló para defender sus intereses corporativ­os desvinculá­ndose aun más de la ciudadanía rasa, entienda que la democracia ya no es un destino sino un punto de partida. PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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 ??  ?? SÍMBOLO. Raúl Alfonsín, el primer presidente de los últimos 30 años de democracia.
SÍMBOLO. Raúl Alfonsín, el primer presidente de los últimos 30 años de democracia.

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