El fin de la era Berlusconi:
Il Cavaliere, sin banca en el congreso, deberá enfrentar a la justicia por los escándalos de corrupción durante su gestión interminable.
il Cavaliere, sin banca en el congreso, deberá enfrentar a la Justicia por los escándalos de corrupción. Por Claudio Fantini.
Cayó el telón. La opereta terminó porque a su protagonista lo sacaron del escenario. Pataleará entre bambalinas; se escucharán sus quejas en plateas, cazuelas y tertulia, pero Silvio Berlusconi ya no estará en el centro de la escena. La expulsión del Senado también lo deja fuera de la política. No ocurrirá de inmediato, pero pasará inexorablemente. Lo intuía Mario Monti (el primer ministro “técnico” que impuso Bruselas para pilotear la crisis económica) cuando hizo aprobar la “Ley Severino”, que impone sacar del Parlamento a quien tenga una condena superior a los dos años de prisión. Por el “caso Mediaset”, Il Cavaliere fue sentenciado a cuatro años. No podrá volver a la función pública hasta dentro de seis años. Por lo tanto, podrá postularse nuevamente recién después de haber cumplido los 83 años, y siempre que no quede en firme ninguna de las muchas condenas que lo rondan.
Es el final de una era en el país en el país de Dante y Maquiavelo; el país de Leonardo y Galileo. Un tiempo plagado de paradojas y contradicciones; también de escándalos y arbitrariedades. A los futuros historiadores no les será fácil explicar por qué un país tan culto estuvo en manos de un hombre tan vulgar durante tanto tiempo. Allí, en el mismísimo corazón del Renacimiento, reinó durante dos décadas un millonario ampuloso y chabacano, que más de una vez hizo papeles grotescos.
Esta suerte de menemismo a la italiana comenzó en 1994, sobre los escombros de la clase política que derrumbó el sismo jurídico conocido como “Mani Pulite”. La ofensiva del juez Antonio di Pietro contra la corrupción en “Tangentópolis” (la ciudad del soborno), allanó el camino a un “outsider” que se apoyó en dos expresiones de la derecha radical: el separatismo lombardo liderado por Umberto Bossi y el pos-fascismo que comandaban Gianfranco Fini y la bella nieta del Duce, Alessandra Mussolini.
Berlusconi había creado un partido conservador cuyo nombre rompía con las denominaciones convencionales. De los moldes ideológicos que rigieron hasta entonces, salían motes como Democracia Cristiana, Partido Socialista, Partido Comunista o Partido Republicano. El magnate milanés rompió el molde al crear Forza Italia.
A partir de entonces, hasta las coaliciones de la izquierda buscaron bautismos novedosos. Se llamaron El Olivo o Margarita, pero cuando lograban formar gobierno no eran más que recreos entre administraciones del zar de la televisión privada.
El accionista mayoritario de la política era Silvio Berlusconi.
En “La rebelión de las masas”, Ortega y Gasset habla del “alma vulgar que, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho a la vulgaridad y de imponerla donde quiera”. Algo de eso hubo en Berlusconi. Un esfuerzo por vulgarizar la política en un país con muchos intelectuales.
En la primera mitad de los noventa, Italia parecía can- sada de la coalición penta-partita. Democristianos, socialistas, republicanos, socialdemócratas y radicales habían llevado el país desde la derrota que dejó el fascismo hasta el desarrollo y la prosperidad.
Primero fue el entendimiento de Alcide de Gasperi con los comunistas de Togliati y Berlinguer. Después la alianza entre Giulio Andreotti y los socialistas de Pietro Nenni. Siempre con trifulcas, sobornos y zancadillas; siempre con gritos y portazos, pero logrando que la inestabilidad política no afecte el desarrollo de la economía.
No obstante, en los años '80, los gobiernos batieron récords de inestabilidad. Un día gobernaba Francesco Cossiga, al siguiente Arnaldo Forlani o Giovanni Spadolini. Un año ascendía la figura de Bettino Craxi y a renglón seguido reaparecían viejos lobos como Amintore Fanfani.
Tras los efímeros gobiernos de Giuliano Amato y Carlo Azeglio Ciampi, ese país harto de inestabilidad y atónito por lo que se ventilaba en los tribunales, le abrió la puerta del poder político a uno de los dueños del poder económico. Berlusconi se aprovechó del país harto de los políticos. Ideologizó agresivamente la sociedad y se asoció con la histeria separatista de la Italia rica que proponía crear Padania, un país independiente al norte del río Po.
Socarrón y canchero, su lenguaje era la antítesis de la retórica intelectual de los políticos tradicionales. Por eso enamoró a una porción importante de votantes y logró los gobiernos más estables del último medio siglo.
Lo favoreció el fracaso de su contracara: los gobiernos centroizquierdistas de Massimo D’Alema y Romano Prodi, dirigentes de pensamiento profundo, pero víctimas y victimarios del internismo y las intrigas.
Lo más grave de la era Berlusconi no fue la corrupción ni la superposición de intereses públicos y privados. Tampoco los escándalos de alcoba ni los turbios vínculos del primer ministro con autócratas como Putin y Kadafy, aunque a veces involucraban al Estado. Por caso, de haber cumplido al pie de la letra el pacto de cooperación ítalo-libio que firmó con su amigo beduino, Italia debió enviar su ejército a defender el régimen, enfrentando a sus socios en la OTAN.
Por cierto, hubo escándalos gravísimos. De hecho, la alianza que mantenía con la iglesia por defender lo que el Vaticano considera “cuestiones fundamentales”, terminó naufragando en medio de las fiestas “bunga-bunga”, donde delinquió prostituyendo menores.
Amén de tantas vergüenzas, el mayor retroceso fue, a diferencia del menemismo, ideologizar la política dividiendo la sociedad, con la misma agresividad con que lo hacen los populismos
latinoamericanos. Igual que el kirchnerismo, el chavismo y el correísmo, Berlusconi estigmatizó y descalificó a todo portador de un cuestionamiento. O se estaba con él o se estaba contra Italia. Si un juez lo investigaba, era un “monje rojo” y si un periodista lo criticaba estaba al servicio de los enemigos del país. Cualquier similitud con las grietas que partieron sociedades latinoamericanas no es casualidad, es ideologismo; un instrumento para construir poder y defender arbitrariedades con argumentos ideológicos. Que sean de izquierda o derecha, es una cuestión menor.
Finalmente, cayó por las contradicciones y burbujas que hundieron la economía. Y los muros de poder político y económico que había levantado Berlusconi para protegerse de la Justicia se agrietaron hasta desmoronarse. Un torrente de juicios y acusaciones lo arrastró hasta los tribunales.
Igual que Menem, en los últimos años el pelo de Berlusconi fue acumulando implantes y tinturas, mientras su cara sumaba cirugías hasta parecer un patético muñequito de torta. Paralelamente, crecía su soledad política. Primero lo abandonó Gianfranco Fini, quien evolucionó hacia un liberalismo republicano que intenta coherencia y profundidad. Después lo abandonó su delfín Angelino Alfano, negándose a la extorsión de hacer caer al gobierno de Enrico Letta si le quitaba la inmunidad parlamentaria al magnate derechista.
Así termina esta larga opereta. Con una última escena en la que Berlusconi aparece triste, solitario y final.