A la conquista de las tierras del Plata:
Cómo fueron las primeras incursiones en lo que hoy es Argentina y las dificultades para establecerse en lo que luego sería Buenos Aires. La promiscuidad en los primeros asentamientos y la guerra contra el aborigen. Contrabando, tráfico de esclavos, pirata
cómo fueron las primeras incursiones en lo que hoy es Argentina y las dificultades para establecerse en lo que luego sería Buenos Aires. La promiscuidad en los primeros asentamientos y la guerra contra el aborigen. Contrabando, tráfico de esclavos, piratas ingleses y otras aventuras fundacionales. Por Pacho O'Donnell.
Cuando estuvimos cerca, hicimos disparar nuestros arcabuces”, escribiría el alemán Ulrico Schmidl, llegado con Pedro de Mendoza, primer cronista de la colonización en Río de la Plata, “y cuando los oyeron y vieron que su gente caía y no veían bala ni flecha alguna sino un agujero en los cuerpos, no pudieron mantenerse y huyeron, cayendo los unos sobre los otros como los perros, mientras huían hacia su pueblo [...] Mas cuando vieron que no podrían sostenerlo más y temieron por sus mujeres e hijos, pues los tenían a su lado, vinieron dichos ‘carios’ y pidieron perdón y que ellos harían todo cuanto nosotros quisiéramos. También trajeron y regalaron a nuestro capitán Juan Ayolas seis muchachitas, la mayor como de 18 años de edad [...] Pidieron que nos quedáramos con ellos y regalaron a cada hombre de guerra dos mujeres, para que cuidaran de nosotros, cocinaran, lavaran y atendieran a todo cuanto más nos hiciera falta”.
De allí en más, a favor de la belleza de las mujeres “carias” y de las costumbres poligámicas, Asunción será un paraíso del placer carnal, tan distinto al fuerte a la vera del Río de la Plata y en territorio de indios tan poco hospitalarios que había obligado a partir hacia el Norte en busca de mejores condiciones de subsistencia. Los conquistadores, ahora a orillas de la confluencia entre el Pilcomayo y el Paraguay, ya no lo serían de tierras y riquezas sino de cuerpos y sentidos. A cada uno de ellos se le encomendará un harem y la promiscuidad será lo habitual. El moralizador presbítero Francisco González Paniagua le escribe al rey de España que el conquistador que “está contento con cuatro indias es porque no puede haber ocho y el que con ocho porque no puede haber dieciséis” y que “no hay quien baje de cinco y de seis, la mayor parte de quince, y de treinta y cuarenta los lenguas y capitanes”. Entre ellas, promiscuamente, convivían madres e hijas, hermanas y parientes, sometidas a un único dueño.
Tal es el crecimiento de Asunción y su atractivo que se decide la destrucción y evacuación de Buenos Aires. Corre 1541 y Alonso Cabrera, oficial del rey encargado del asunto, asienta en sus considerandos que el misérrimo villorrio a orillas del Plata era “frío y la mayor parte de la gente está tan desnuda que no tienen con qué cubrir sus carnes”. En cambio, por ser Paraguay tierra caliente, “los que están desnudos podrán mejor vivir lo que les durase la vida”. Lo de “caliente” no sería solo una referencia climática: “Estas mujeres son muy lindas y grandes amantes, afectuosas y muy ardientes de cuerpo, según mi parecer”, se exaltaría Ruy Díaz de Guzmán.
LOS SANTOS AYUDAN. Los conquistadores aseveraban que los santos estaban de su parte y en contra de los americanos. No podía ser de otra manera por cuanto la intención de la Conquista era, supuestamente, “cristianizar” tierras tan heréticas. Se dijo que, cuando los sublevados “calchaquíes” fueron finalmente vencidos y los amos de algunos repartimientos los llevaron a la iglesia donde se veneraba la Virgen del Valle, quisieron huir del templo al reconocer en su imagen la figura hostil que se les aparecía durante las batallas, suspendida en el aire.
No solo santas, también santos: doña Catalina de Plasencia huía de los “araguacas” en el territorio de la actual Jujuy luego de una emboscada en la que habían muerto la mayoría de los españoles y los originarios amansados que la acompañaban. También su esposo, Diego Gómez de Pedraza. “Y sin traer de comer vinimos por cincuenta leguas de indios belicosos, de guerra, desde Purmamarca hasta la ciudad de Nuestra Señora de Talavera, perdidos, fuera del camino, comiendo raíces y viendo muchos indios de guerra cerca nuestro, que no nos hacían mal [...] y después decían los dichos indios que había una figura blanca en el aire que los espantaba y amenazaba”. El apóstol Santiago, claro está.
Lanzados a la aventura americana por codicia, por idealismo o por temple aventurero, dejaron atrás familia y terruño. Los que no perecieron en algún naufragio, atravesados por una flecha envenenada o devastados por el hambre y las enfermedades, a veces lograron hacerse un espacio bajo el sol indiano. Entonces era llegado el momento de reclamar a sus seres queridos que atravesaran el océano para reunírseles.
Sebastián Pliego insiste. Su esposa, Mari Díaz, ha quedado en España. Tantos años han pasado. Le escribe desde Puebla, en 1581, enviando también objetos de plata y acompañando precisas instrucciones sobre vestimentas y utensilios a traer. Al principio la carta es amenazante: “Y si no venís os juro a Dios y a esta cruz que no veréis más reales míos ni carta en mis días”. Luego prueba por el lado de tentarla con riquezas, en versos esforzados: “Vos os llamáis María/ para mí no hay otra tal/ daros tengo una sortija/ de oro que es buen metal”. Por fin don Sebastián, otra vez en prosa, se desbarranca en un enamoramiento culpabilizante: “Mira que sin vos no puedo yo vivir […] No digo más, sino que antes que yo me muera os vea con mis ojos. Que las lágrimas que yo he echado por vos, no me pagaréis con cuanto hay”.
No fue el único. Pedro Martín escribe a su mujer, a la que han ido con cuentos: “Yo os juro por Dios y por esta cruz que os mintieron porque a más de un año que no sé tal aventura […] y si yo lo fuera no viniera doscientas leguas y de más camino por saber nuevas de vos”. Don Pedro culmina con exaltación amorosa: “Y sabed que quiero más vuestro pie muy sucio que a la más pintada de todas las indias” (Lucía Gálvez).
EL PUERTO CONTRABANDISTA Y NEGRERO. Juan de Garay no vino en naves a través del océano para refundar una villa en el Río de la Plata el 11 de junio de 1580 sino que navegó el Paraná desde Asunción, a donde había llegado hacía más de veinte años. Ya en 1573 había fundado Santa Fe, “puerto preciso para amparo y reparo” en la boca del Paraná. La inmensa riqueza de las minas de plata del Potosí despertó la ambición en algunos de abrir un puerto para su contrabando, favorecido por el complejo y riesgoso periplo de su tráfico legal entre Lima y Cádiz, que debía remontar el Pacífico, descargar en el lado occidental del istmo de Panamá, atravesar las montañas y selvas de este, volver a cargar en la costa oriental, sortear las tormentas caribeñas y atravesar el Atlántico Norte infestado de piratas ingleses y holandeses. En cambio el trayecto entre el Río de la Plata y algún puerto ibérico clandestino simplificaba enormemente las cosas. Las malas lenguas decían que era el venal obispo de Tucumán, Francisco de Vittoria, usurero y esclavista, el principal promotor de abrir esa “puerta de la tierra”, como se la calificara.
Potosí representó algo semejante a la California del siglo XIX. Llegó a tener ciento sesenta mil habitantes en el año 1600, población superior aun a Londres y a París en ese entonces. Fue el auténtico dominio del legendario “Rey Blanco”, cacique a quien se suponía habitando un castillo íntegramente de plata y sentado sobre un trono del mismo ambicionado metal. La seguridad de su existencia y su búsqueda tentaron a no pocos conquistadores, entre ellos Sebastián Gaboto, quien se internó en las selvas chaqueñas guiado por nativos que le habían asegurado poder conducirlo hasta el monarca imaginario y defraudó a quien lo había contratado para buscar riquezas en el Pacífico.
Al pregón de Garay casi nadie respondió para alistarse, a pesar de la promesa de tierras e indios. Es que en Asunción nadie olvidaba lo despiadado que el Plata había sido con sus conquistadores, de lo que había dado fe el clérigo Martín González: “No hallarán soldados ni gente que quiera ir, porque es tanta la mala fama que ha cobrado aquella tierra que, en mentándola, escupen”. Son sesenta por fin, los expedicionarios, la mayoría reclutados por la fuerza. Casi todos ellos “hijos de la tierra”, nacidos en suelo americano de padre y/o madre españoles.
Fundan la ciudad a la que llaman “de la Trinidad”, por la festividad del día, aunque tal nombre sucumbirá ante el que desde Solís lleva el puerto: “Santa María de los Buenos Aires”. La ceremonia fue lo habitual: Garay proclamó tomar posesión “de todas estas provincias, Este, Norte, Sur, echó mano a su espada y cortó hierbas y tiró cuchilladas y dixo que si había alguno que lo contradiga que parezca [...] y no parecio nayde”.
Claro que sabía que quienes se opondrían a tal asentamiento no estaban entre los asistentes sino que afuera acechaban, amenazantes, los “querandíes” y los “tehuelches”, es decir los “pampas”. El “general” conocía su bravura y decidió no tener contemplaciones con ellos. No quería que le sucediera lo que a Solís y a Mendoza. El padre Juan de Guevara cuenta que uno de sus soldados le dijo: “Señor, si la matanza es tan grande ¿quién ha de quedar para nuestro servicio?”. Garay habría respondido, implacable: “Deja, que esta es la primera batalla y si los humillamos tendremos quien con rendimiento acuda a nuestro servicio”.
Tiempo más tarde su soberbia le jugaría una letal mala pasada. Deseando demostrar a los suyos que los indios le
Asunción será un paraíso del placer carnal, tan distinto al fuerte a la vera del Río de la Plata.
temían, armó su campamento sin las aconsejables precauciones. Los “pampas” no desaprovecharían la oportunidad.
Tal como lo previsto, Buenos Aires fue un importante centro de contrabando que convocó a mercaderes, aventureros y granujas de todo el mundo. Fue inevitable que también sirviera para el tráfico de esclavos, constituyéndose en el abastecedor de las necesidades de Potosí, Cuzco, Tucumán y Santiago de Chile.
UNA PRESA INSIGNIFICANTE. Los ingleses se habían hecho dueños de los mares luego de destrozar en 1588, con la ayuda de una oportuna tormenta, a la poderosa flota española, La Armada Invencible, enviada por el rey católico Felipe II para doblegar a Isabel de Inglaterra, cabeza del bloque protestante. Ello facilitó que los piratas ingleses devinieran el azote de ciudades y naves hispánicas, a las que asaltaban para robar sus riquezas americanas. El más famoso de ellos fue Francis Drake, a quien la reina británica hará “sir” por esos servicios tan útiles y rentables para su Corona. Entre sus hazañas, a favor de la expansión isabelina, está la de haberse apoderado del fortificado puerto peruano del Callao, en 1578, donde cayó por sorpresa y saqueó luego de haber atravesado el casi infranqueable estrecho de Magallanes, siendo el primer británico en dar la vuelta al mundo por mar.
Antes, en su camino, se había asomado al Río de la Plata con el imaginable terror de los habitantes de Buenos Aires. Pero sir Francis hace virar sus naves y se aleja para no regresar. No toma tal decisión por temor a cañones, soldados o fortificaciones, que nada de eso había allí. Lo que definde al villorrio paupérrimo es, justamente, su miseria. Un corsario de fuste no perdería el tiempo en atacarlo y saquearlo sabiendo que el magro provecho no justificará el riesgo de aventurarse en el escaso calado de ese río anchísimo.
A fines del siglo XVI no eran más de tres mil los españoles llegados del otro lado del mar y asentados en lo que hoy es nuestro territorio. La ciudad más poblada era Córdoba, con quinientos habitantes que podían ufanarse de que algunas casas estuvieran construidas en piedra y no en adobe, a la que seguían Santiago del Estero, Tucumán, Talavera de Esteco, La Rioja y Buenos Aires, un pobre rancherío, con no más de doscientos cincuenta habitantes y casi sin encomiendas por la escasez y la insumisión de los habitantes originarios de la región. La vida económica era también precaria pues los europeos carecían de moneda propia y tampoco la tenían las comunidades indígenas, de manera que las primeras transacciones se hicieron por el sistema del trueque. Los historiadores Floria y García Belsunce mientan el ejemplo de Irala, fundador de Asunción, que pagaba los alimentos provistos por la indiada con anzuelos.
Uno de los aliviados pobladores porteños habrá sido fray Sebastián Villanueva, quien describirá su vida en aquel páramo rioplatense en carta a un pariente en Sevilla: “No hay en toda ella un arbolito; la leña que quemamos es una yerba que tiene una cuarta de alto; las casas que vivimos, son todas cubiertas de paja [...] No le escrivo mas porque se me yelan los dedos” (SIC).
Cuando se alejó de Buenos Aires, con proa hacia el estrecho de Magallanes para extender sus redituables correrías al Océano Pacífico, Francis Drake recorre la costa argentina y echa el ancla en el golfo de San Julián. Allí el caballero inglés, además de reparar sus naves y abastecerse de agua, aprovecha la misma horca en la que Magallanes había colgado a algunos amotinados para ajusticiar a un capitán insolente. Otros piratas británicos como Cavendish y Davis en 1592 y Hawkins en 1594 recorrieron las costas patagónicas y el mar adyacente, lo que es invocado por Gran Bretaña para justificar su actual posesión de las islas Malvinas y otras del Atlántico Sur.
BENEMÉRITOS VS. CONFEDERADOS. El florecimiento del comercio ilegal a orillas del Plata perjudicaba a Lima y a la Corona, por lo que fue enviado Hernando Arias de Saavedra para poner coto a tanto despropósito. “Hernandarias” era “hijo de la tierra” nacido en 1564 en Asunción y yerno de Juan de Garay. Su fama de hombre recto y de coraje le valdría ser cinco veces gobernador del Paraguay o del Río de la Plata. Pronto se erigió en el líder de los criollos y mestizos “beneméritos”, hijos y nietos de los españoles de la conquista, componentes de una sociedad feudal apoyada en la tenencia de la tierra, la encomienda de indios y el aprovechamiento de los “cimarrones” que campeaban libremente en la pampa; del otro lado estaban los “confederados”, el contubernio de los corruptos funcionarios de la Corona y los contrabandistas, en su mayoría portugueses “marranos”, judíos falsamente conversos huidos del espanto de la Europa de la Inquisición.
El comercio ilegal prontamente incorporó otro: el tráfico de esclavos. Una actividad de elevadísima rentabilidad si se considera que hacia 1630, en Buenos Aires, un esclavo costaba cien pesos, mientras que el traficante que lo adquiría en África pagaba cuarenta. Era revendido a Potosí, plaza preferida por su necesidad de mano de obra esclava para las minas, donde se pagaban ochocientos pesos. En Santiago de Chile se vendían a seiscientos, en Lima a cuatrocientos cincuenta y en Cartagena a trescientos pesos. Es esta una de las razones por las cuales pocos negros se afincaron en nuestro territorio: el beneficio estaba en venderlos y no en conservarlos. Aunque otra razón de peso sería expresada por Sarmiento en el estilo brutal y racista que lo caracterizaba, enconado con los descendientes de
los esclavos africanos por su lealtad hacia su enemigo, el Restaurador: “Los negros ponían en manos de Rosas un celoso espionaje, a cargo de sirvientes y esclavos proporcionándole, además, excelentes e incorruptibles soldados de otro idioma y de una raza salvaje [...] Felizmente, las continuas guerras han exterminado a la parte masculina de la población” (Facundo).
Ordenado el cierre del puerto por la Corona, a instancias del moralizador “Hernandarias”, los mercaderes encontraron el medio de facilitar la entrada de las barcas negreras aprovechando la reglamentación vigente sobre “arribadas forzosas”: cuando un barco se encontraba en dificultades, en imposibilidad de navegar o en riesgo de naufragar, le era permitido desembarcar en cualquier puerto. Entonces, cuando algún navío se veía “forzado” a atracar en el puerto de Buenos Aires, su carga era desembarcada y rematada en pública subasta, a precio vil, siendo los “confederados” sus infalibles compradores. Tal procedimiento, que se haría común, recibió el nombre de “contrabando ejemplar”.
“Hernandarias”, leal a sus rigurosos principios, se opone a esa forma de corruptela y logra que en octubre de 1602, también a instancias del interesado virrey de Lima, el rey de España dictase una cédula ordenando la expulsión de todos los portugueses de Buenos Aires, que llegaron a ser tantos y tanto su poder que el Plata era, virtualmente, un enclave comercial del Portugal. La razón de la expulsión fue “estar esa gobernación llena de gente de esa nación, sospechosos en asuntos de fe”.
Eran tiempos de Inquisición. Imaginable es el escándalo provocado, porque lo cierto era que los habitantes de Buenos Aires, sin minas y sin indios para encomendar, subsistían gracias al tráfico ilegal. Los mercaderes porteños ponen en acción sus influencias y sus sobornos y logran que el obispo de Asunción, fray Loyola, dictamine ingeniosamente que la cédula real fuese “reverenciada pero no cumplida”, actitud que parece tener vigencia en nuestros días ante no pocas leyes. “No hay cosa en el puerto tan deseada como quebrantar las órdenes y deseos reales”, se quejaría el gobernador Dávila en 1638. El comercio ilegal se instituirá como lo “normal” en el puerto, mereciendo en 1810 la reprobación de Mariano Moreno: “El contrabando se ejercía en esta ciudad con tanto descaro, que parecía haber perdido ya toda su deformidad, el resguardo no se ha hecho expectable sino por la complicidad que generalmente se le atribuía. ¡Con qué rubor debe recordarse la memoria de esos gobiernos, a cuya presencia brilló el lujo criminal de hombres que no conocían más ingresos que los del contrabando que protegían!”.
Sintiéndose fortalecidos, los contrabandistas intensifican su comercio ilegal: abiertamente descargan en el puerto africanos esclavizados y manufacturas europeas que siguen camino a lomo de mula hacia los mercados de Potosí, Cuzco y Lima. Las naves, antes de emprender el retorno, cargan harina, cebo, y lo más sustancial: plata potosina en monedas o en pasta.
Sin rendirse, “Hernandarias”, solicitó en Madrid el envío de “pesquisidores” de confianza de la Corona para investigar y sancionar la conducta de los funcionarios corrup- tos, cómplices de los mercaderes. En 1605 llegan el tesorero real Simón de Valdez y el escribano Juan de Vergara, ambos con fama de incorruptibles. Pero Buenos Aires y sus hábitos comerciales harán su efecto y al poco tiempo ambos serán cabecillas de los “confederados”, la banda de funcionarios y contrabandistas cómplices que dominan el mercado porteño.
Fue entonces cuando se gestó el primer fraude electoral de la historia argentina. El 1º de enero de cada año, el Cabildo saliente elegía al entrante. Los “beneméritos” contaban con ocho votos, en tanto que los “confederados” solamente con dos: Simón de Valdez y el contador Tomás de Ferrufino, también enviado por la Corona para moralizar a Buenos Aires. Se corrompió al alcalde de segundo voto Francisco Manzanares y al regidor Felipe Navarro prometiéndoles un futuro más jerarquizado y mejor remunerado. Como los demás cabildantes se han resistido al soborno, Vergara y los suyos actúan más drásticamente: en la noche del 31 de diciembre hacen detener al regidor Domingo Griveo. Y ya que las puertas de la cárcel se han abierto, dejan salir a su colega Juan Quinteros, preso por delitos comunes, quien compromete su voto “confederado” a cambio de su libertad. Ya están cinco a cinco. Mateo Leal de Ayala, entonces gobernador, preside la sesión y desempata, proclamando a Juan de Vergara como alcalde de Buenos Aires. Ya no hubo necesidad de disimular: el tráfico de negros y el contrabando de productos europeos se harían a pleno sol. Otra consecuencia será que “Hernandarias” terminará con sus huesos en la cárcel y sus propiedades, rematadas a precio vil.
LA TIERRA SIN MAL. En 1609 el cacique Arapisandú se presentó en Asunción pidiendo audiencia al gobernador. Reclamaba sacerdotes jesuitas para reducir y adoctrinar a su pueblo. El lúcido jefe guaraní, convencido de la inevitabilidad inminente de que su gente fuese reducido por algún encomendero español, eligió que dicha tarea no estuviese a cargo de algún “pacificador” codicioso y bestial.
La orden de San Ignacio de Loyola había llegado al Río de la Plata en 1585 para reducir a los “guaraníes” en el Litoral. Los jesuitas estaban convencidos de que la evangelización era lo esencial de la Conquista y que los indígenas eran seres humanos que merecían un trato digno y la posibilidad de educarse. Sus críticos afirmarán que la orden comprendió, con inteligencia, que la reducción de los americanos era mucho más eficiente y redituable si se la hacía “por las buenas” y no “por las malas”, que era la tosca metodología aplicada por los demás “pacificadores”. El gobierno de sus misiones estaba, supuestamente, en manos de los indios, que conformaban un cabildo de alcaldes y regidores presididos por un corregidor, aunque sus decisiones debían ser aprobadas por un jesuita, el padre Rector. En cada misión había una escuela donde los guaraníes, niños y adultos, aprendían doctrina cristiana y primeras letras. Los sacerdotes estaban obligados a aprender guaraní, y allí se hablaba y se enseñaba en la lengua de los naturales del lugar.
El trabajo se hacía de buena gana, compartiendo un proyecto en común y todos esforzándose por ser gratos ante Dios, como opinan sus apologistas. Tal eficiente organización no pudo tener otra consecuencia que el rendimiento
Buenos Aires fue un centro de contrabando que
convocó a mercaderes y granujas de todo el mundo.
económico de los “pueblos” jesuíticos fuese muy elevado, superior al de las encomiendas vecinas, sobre todo por el concienzudo cultivo de la yerba mate y del algodón. Ello generó un excedente financiero que permitió a la orden participar de importantes emprendimientos comerciales e industriales de aquella época, lo que paradójicamente, en otras regiones, la hizo desempeñar el rol de patrones explotadores que desencadenó, en Corrientes, la rebelión de los “comuneros”.
Es de destacar el desarrollo cultural alcanzado por las misiones, del que quedan valiosos edificios, retablos, esculturas y pinturas. También obras musicales. La primera imprenta que existió en nuestro territorio fue allí fabricada por jesuitas e indígenas. Pero también organizaron ejércitos con cañones y arcabuces construidos por ellos mismos que derrotaron repetidas veces a las fuerzas lusobrasileñas y que en 1705 respondieron al llamado de José de Garro, gobernador de Buenos Aires, y con cuatro mil aguerridos combatientes contribuyeron a la expulsión de los portugueses de la Colonia del Sacramento.
Pero las cosas no se presentaron fáciles: por un lado la inquina de gobernantes, obispos y comerciantes retrógrados, amplia mayoría, que los celaban y que alarmaban a la Corona ibérica con informes sobre ese “imperio dentro de otro imperio”, de creciente poderío económico y militar, donde ni siquiera se hablaba el castellano y que no respondía al rey de España sino al Papa. Por otro, estaban los “bandeirantes”, bandas organizadas de asaltantes que desde Brasil se internaban en tierras “guaraníes” para capturar a indígenas y venderlos como esclavos en las explotaciones de caña de azúcar de Río de Janeiro y Pernambuco.
Finalmente, las misiones serían entregadas a los portugueses y los indígenas, exterminados y esclavizados a pesar de su heroica resistencia debido a que en el Tratado de Permuta de 1753, con un océano de por medio, España las cedió en un acuerdo tan favorable para Portugal que el Brasil, su colonia, pasó de tener 2.400.000 kilómetros cuadrados a 7.200.000, pues incorporó, además de las Misiones Orientales, extensiones en el Amazonas, el Mato Grosso y Rio Grande do Sul. La Corona hispánica se conformó con las Filipinas y el desmantelamiento de la Colonia del Sacramento, que competía con Buenos Aires en el rentable comercio ilegal. Ello no impidió que el enclave en la banda oriental del Río de la Plata continuara en poder de Portugal, lo que obligó al gobernador Pedro de Cevallos a ocuparla por la fuerza en 1762, aunque nuevas negociaciones diplomáticas, esta vez en París, obligaron a su devolución en el año siguiente. Finalmente el Tratado de San Ildefonso, del 1º de octubre de 1777, otorgó la posesión definitiva de la colonia a España, con lo que se eliminó no solo una base portuguesa sino también un enclave británico en el Río de la Plata. Que Inglaterra no se resignó quedaría probado en 1806.
Los jesuitas serían finalmente expulsados del Río de la Plata y de todas las colonias americanas por decisión de Carlos III, quien no toleró tanto poder dentro de su reino, y para ello se designó gobernador de Buenos Aires a Francisco de Paula Bucarelli, quien cumplió la orden con energía en 1766.
Nuestro Libertador José de San Martín nació en Yapeyú porque su padre, funcionario de la Corona hispánica, cumplió tarea en la etapa final del desguace. Luego la “tierra sin mal” de guaraníes y jesuitas sería un indignante páramo de destrucción y muerte.
LA DIGNINDAD CALCHAQUÍ. Los “diaguitas” eran el pueblo indígena más avanzado de nuestro actual territorio por influencia de la dominación incaica que aún persistía cuando los españoles hicieron su aparición en tierras americanas. Habitaban nuestro noroeste en una ancha franja que iba desde Salta hasta San Juan. La dominación de los “pacificadores” europeos pronto se reveló como despiadada, lo que aguijoneó el orgullo de esos indígenas que habían llegado a dominar el medio en que vivían, cuidadosos de una naturaleza a la que veneraban y a la que arrancaban sus frutos con prudencia y gratitud.
La primera sublevación masiva tuvo lugar entre 1560 y 1563, acaudillada por Juan Calchaquí, cacique de Tolombón. La situación de los conquistadores intrusos llegó a ser muy comprometida frente a esos enemigos, ahora hostiles, que se desplazaban con astucia y que los atacaban con sus flechas emponzoñadas y terminadas en agudas puntas de cobre, atrincherados en sus “pucarás” de piedra. La superioridad en armamento y en estrategia daría el triunfo a los blancos y a sus indios sumisos, y Juan Calchaquí y sus lugartenientes pagarían con sus vidas.
Ello no impedirá que poco después estallara otra revuelta aún más vigorosa que las anteriores. Su jefe fue Viltipoco, “curaca” de Purmamarca, en la quebrada de Humahuaca. Su ejército llegó a contar con diez mil combatientes y estuvo a punto de concretarse una alianza con los también bravíos “chiriguanos”, que fueron brutalmente “pacificados” por el virrey Toledo. Viltipoco y los suyos llegaron a dominar gran parte del Tucumán, aislándolo del resto del Virreinato del Perú. Por fin, una vez más, las traiciones de algunos capitanejos influenciables y el poderío de los conquistadores lograron imponerse. El jefe rebelde fue apresado y aunque no se lo mató de inmediato para no irritar aún más a los “diaguitas”, se lo dejó morir en la oscura humedad de la cárcel luego de un prolongado martirologio. Cabe también recordar las sublevaciones de Túpac Katari en el Alto Perú, quien también fue descuartizado en público como Túpac Amaru en el Perú, y la acaudillada por un curioso personaje, Pedro Bohórquez, un andaluz que convenció a los indígenas de ser Huallpa, reencarnación de los incas, y que provocó una importante insurrección que aún después de la ejecución de Bohór Bohórquez acosó a los invasores europeos durante va varios años, lo que determinó la dispersión de pueb pueblos indígenas, entre ellos los “quilmes”, quienes quienes, con un enorme costo en vidas, fueron obligado obligados a desplazarse a pie desde Catamarca hasta las afueras de Buenos Aires.