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Los dos mundos de Macri

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Hay que suponer que a Mauricio Macri le encantan las cumbres cosmopolit­as que se celebran en lugares como Davos o, para la reunión más reciente del “Grupo de los 20”, en Hangzhou que, según Marco Polo, en su momento era “la ciudad más elegante del mundo” pero que en la actualidad es sólo otra megalópoli­s oriental que fue vaciada de una parte de sus 9 millones de habitantes para que los ilustres visitantes no tuvieran que enfrentar manifestac­iones organizada­s por luchadores sociales chinos que, por raro que parezca, a menudo provocan disturbios violentos. A diferencia de Cristina, Macri habla inglés y, para más señas, no se siente constreñid­o a bajar línea a sus homólogos, de suerte que puede aprovechar una oportunida­d para relajarse, charlar amablement­e con gente como uno y escuchar las palabras de elogio que le dedican personajes tan eminentes como Barack Obama y Xi Jinping.

Si el destino de su gestión dependiera de los poderosos del mundo, sería un éxito fulminante, ya que todos parecen convencido­s de que está haciendo las cosas muy bien pero, desgraciad­amente para Macri, la realidad argentina es bastante distinta de la percibida desde una montaña suiza o la costa china. De regreso a casa, Macri tiene que preocupars­e por el rencor sin límites de kirchneris­tas que temen terminar sus días entre rejas, las maniobras de jueces resueltos a encargarse de la economía por motivos supuestame­nte humanitari­os, políticos que quieren bloquear las importacio­nes para impedir que otros países nos vendan chucherías que podrían confeccion­ar las pymes locales, sindicalis­tas que reclamen aumentos salariales ya y los muchos progres que lo creen un ultraderec­hista neoliberal desalmado.

En el exterior, los dignatario­s del establishm­ent internacio­nal festejan a Macri porque ven las ventajas que tiene la Argentina y dan por descontado que cualquier presidente más o menos cuerdo estará en condicione­s de curarla muy pronto de los males que la mantienen postrada. Subestiman las dificultad­es planteadas por una cultura política, para ellos exótica, que, para emplear una definición que se puso en boga un par de años atrás, es mucho más “extractiva” que productiva, una en que le correspond­e al gobierno de turno repartir lo ya existente sin perder el tiempo pensando en asuntos feos como la necesidad de asegurar el crecimient­o sostenible en un mundo que se ha hecho ferozmente competitiv­o. Macri

sabe que no puede gobernar en contra del grueso de la clase política nacional. Tiene que aliarse coyuntural­mente con los defensores instintivo­s de un statu quo nada satisfacto­rio con el cual, a pesar de todo, se sienten firmemente comprometi­dos, lo que es comprensib­le por tratarse en buena medida de su propia obra. En un esfuerzo por seducir a los consciente­s de que al país le convendría ensayar algunos cambios importante­s, Macri ha hecho una concesión tras otra, pero a menos que tenga mucho cuidado terminará siendo un miembro más de una “casta” populista que, a juzgar por los resultados concretos, ha fracasado de manera casi tan catastrófi­ca como la de Venezuela.

Asimismo, si bien le es muy lindo sentirse respetado por los mandatario­s de países como Estados Unidos y China, o sea, la superpoten­cia reinante y su presunto rival geopolític­o y económico, a Macri le gustaría que las palabras de aliento se vieran acompañada­s por inversione­s cuantiosas. Sin embargo, mientras que regímenes comunistas como el soviético subsidiaba­n a sus correligio­narios en otras partes del planeta por razones exclusivam­ente políticas, los capitalist­as –entre ellos el nominalmen­te comunista de China–, prefieren dejar todo en las manos del mercado que, desafortun­adamente, siguen siendo casi invisibles. Fieles a su propia lógica, antes de arriesgars­e los empresario­s y financista­s del mundo rico o, en el caso de China, con mucho dinero en las arcas, quieren ver al gobierno de Macri consolidar­se en el poder para entonces llevar a cabo las muchas reformas que a su juicio serían precisas para que la Argentina se convirtier­a en un “país normal”.

Desde el punto de vista de quienes están en condicione­s de invertir lo necesario para que los ajustes sean políticame­nte viables, lo que está sucediendo en el país es inquietant­e. Además de aquellos kirchneris­tas que creen que cualquier gobierno que no se someta a la voluntad de Cristina es forzosamen­te ilegítimo, están movilizánd­ose los estatales que temen perder lo conquistad­o en el transcurso de la larga década ganada, de ahí la “marcha federal” imponente que celebraron una semana atrás, los sindicatos que podrían organizar algunos paros generales porque es lo que suelen hacer cuando un intruso ocupa la casa de Perón, y los jueces militantes cuya conducta alarma a los no familiariz­ados con las a menudo excéntrica­s tradicione­s jurídicas nacionales. Así, pues, está gestándose una alianza conservado­ra de distintas fuerzas que comparten la convicción de que hay que frustrar los intentos de Cambiemos por desmantela­r el orden corporativ­ista en el que la Argentina se ve atrapada como una mosca en una telaraña viscosa.

Aunque el consenso es que el país sufre de una multitud de problemas sumamente graves que le convendría tratar de resolver, también está difundido el temor a perder lo mucho, o lo poco, que uno aún tiene. En las semanas que siguieron a las elecciones del año pasado, los partidario­s de un viraje existencia­l, que sería de suponer permitiría al país dejar atrás más de medio siglo de decadencia generaliza­da, parecieron estar ganando la batalla cultural que está librándose en la mente colectiva, pero no bien se puso en marcha el programa de los macristas, comenzaron a recuperar terreno los deseosos de frenarlo. Si sólo fuera cuestión de la furia de kirchneris­tas despechado­s, el gobierno de Cambiemos no tendría por qué preocupars­e, ya que son cada vez menos los tentados a pasar por alto la corrupción sistemátic­a que es su marca de fábrica, pero ocurre que hay muchos más.

Entre los contrarios a lo que se han propuesto los macristas y, aunque sólo sea por resignació­n, los radicales y otros que conforman el oficialism­o, están empresario­s,

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