España y su laberinto
En una prueba de decadencia dirigencial, los líderes de los cuatro principales partidos mantienen al país sin gobierno.
Acababan de firmar el Pacto de la Moncloa y un periodista preguntó a uno de los negociadores cómo habían hecho esos partidos tan enfrentados ideológicamente, para arribar a semejante acuerdo. El negociador pensó un instante, miró al periodista y respondió: “sucede que entendimos que cada uno de nosotros debía conceder más de lo que pretendía imponer en la negociación”.
La democracia española nació sobre el cadáver de un dictador y sobre los hombros de una clase dirigente con estatura histórica. Habían podido dialogar, negociar y acordar líderes como el gallego Manuel Fraga Iribarne, ministro del “generalísimo” y cabal exponente del falangismo, la versión española del fascismo; los liberales Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo; los socialistas Felipe González y Alfonso Guerra; el conservador catalán Jordi Pujol y el comunista Santiago Carrillo, entre otros exponentes del arco ideológico.
Aquella clase dirigente entendió que la democracia se basa en el diálogo, lo que implica aceptar la existencia de más de un logos, o sea más de una razón. Eso hace posible la negociación, y negociar implica conceder para obtener.
España venía del choque más brutal entre sus dos espíritus contrapuestos: un espíritu secular-republicano, que contenía desde liberales hasta marxistas y anarquistas; y el espíritu que gravitó la cultura española desde la unificación del reino, lograda con la espada y con la cruz por dos reyes fundamentalistas.
España nació de la intolerancia religiosa que expresaban los monarcas católicos y el inquisidor Torquemada, expulsando a los moros de Al Andaluz y a los judíos del Sefarad. Por eso el nacionalismo español se expresó en el falangismo, la ideología con la que Primo de Rivera convirtió el moralismo católico y la iglesia en partes esenciales de “ser nacional”.
Esa eterna grieta había tenido capítulos de revolución liberal y de restauración absolutista. Por caso en 1812, cuando los liberales proclamaron la Constitución de Cádiz, a la que llamaron “La Pepa” por haber sido firmada el día de San José y que fue defendida por la minoritaria España laica al grito de “Viva la Pepa”, consigna luego convertida en sinónimo de caos y anarquía por la sangrienta restauración de Fernando VII. La
última vez que la grieta se abrió, fue cuando Franco desangró la república con la cruenta guerra civil de la década del 30. La democratización cerró esa herida oscura, porque había una clase dirigente lúcida que