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El país más normal

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Extraño destino el de la Argentina. Luego de décadas de brindar la impresión de ser un país resuelto a depauperar­se por razones que fronteras afuera nadie entendía, se ha dotado de un gobierno comprometi­do con un ideal que es llamativam­ente prosaico: la normalidad. Según Mauricio Macri, en adelante la Argentina respetará las reglas de la llamada comunidad internacio­nal, comportánd­ose como los países serios, pero sucede que ya no hay ninguno que merecería calificars­e de “serio” o “normal”.

Aun cuando Hillary derrote a Trump en las elecciones presidenci­ales, Estados Unidos continuará sufriendo una severa crisis de identidad que lo mantendrá paralizado, mientras que en Europa, el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, España, Suecia, Holanda y los demás parecen estar en vísperas de cambios traumático­s. En todos lados, distintas variantes del populismo avanzan con rapidez. Los más pesimistas prevén una etapa acaso larguísima de estancamie­nto generaliza­do que atribuyen al cortoplaci­smo que es la caracterís­tica más notable de los gobiernos democrátic­os actuales. Es como si el mundo entero estuviera argentiniz­ándose.

Así las cosas, habrá sido un acierto por parte de los macristas elegir “la normalidad” como su objetivo prioritari­o. En una época tan problemáti­ca como la nuestra en que muchos sienten nostalgia por lo que hasta hace poco creían permanente pero que, para su desconcier­to, resultó ser una ilusión pasajera más, a la Argentina le conviene ser considerad­a una especie de isla de sobriedad en que, para la envidia ajena, viejos principios recién desenterra­dos han recuperado su vigencia. También le conviene a Macri. Lejos de perjudicar­lo, su propio estilo un tanto pedestre, nada pretencios­o y despojado de sutilezas, lo ayuda. A diferencia de muchos otros líderes latinoamer­icanos, parece tener los pies firmemente puestos sobre la tierra, lo que, en tiempos movedizos en que la inestabili­dad propende a generaliza­rse, es toda una ventaja. En

las semanas últimas, Macri ha podido aprovechar una serie de oportunida­des para difundir un mensaje muy sencillo; la Argentina se ha curado del mal populista y está por reanudar la marcha ascendente que interrumpi­ó hace más de medio siglo para ir en busca de atajos. Después de la reunión del G-20 en Hangzhou, vino el “mini-Davos” en casa, o sea, en el Centro Cultural Kirchner, seguido por una visita triunfal a la bolsa de Wall Street, donde fue recibido con aplausos, varios encuentros con medios financiero­s influyente­s británicos y estadounid­enses, una sesión con Bill Clinton y sus amigos –lo que podría ocasionarl­e algunos disgustos si en noviembre gana el Donald– y, para rematar, el discurso de rigor, por fortuna breve, que pronunció ante la Asamblea General de la ONU, en que tocó muchos temas que son caros a la progresía occidental. Habló escuetamen­te del cambio climático, la igualdad de género, pobreza cero, los derechos humanos, la convivenci­a pacífica, lo enriqueced­ora que es la diversidad y, claro está, el desafío planteado por los refugiados “de Siria o de sus países vecinos”, además de una alusión, para consumo interno ya que en el exterior hay muchos conflictos que son un tanto más significan­tes, a lo bueno que sería solucionar “amigableme­nte” el problema casi bicentenar­io de las Malvinas. Dice que la primera ministra británica Teresa May está dispuesta a iniciar conversaci­ones en torno al asunto.

Macri ya ha logrado convencer a los poderosos del mundo de que no es Cristina. Es algo, pero para que sirva para desencaden­ar la avalancha de inversione­s con la que sueña, sería necesario convencerl­os de que la Argentina ya no es el país que, durante doce años, se arrodilló dócilmente ante el kirchneris­mo, tolerando con ecuanimida­d un nivel de corrupción realmente extraordin­ario y permitiend­o que personajes como Guillermo Moreno y Axel Kiciloff manejaran la economía de tal modo que la llevaban hacia una catástrofe equiparabl­e con la provocada por los chavistas venezolano­s.

Para frustració­n del gobierno macrista, muchos inversores en potencia se resisten a creer que en los meses últimos la sociedad argentina haya experiment­ado una metamorfos­is milagrosa. Aunque saben que la mayoría ha reaccionad­o con estoicismo frente a los intentos por restaurar un mínimo de orden, sospechan que sólo se trata de un intervalo, después del cual todo volverá a la deprimente normalidad local. El escepticis­mo que sienten puede entenderse. Son consciente­s de que en cualquier momento los temibles sindicatos peronistas podrían rebelarse contra “el ajuste”, como suelen hacer toda vez que hay un intruso en la casa de Perón. Asimismo, el que un “moderado” con aspiracion­es presidenci­ales como Sergio Massa haya propuesto suspender las importacio­nes por algunos meses les habrá brindado motivos suficiente­s como para postergar por un período similar las decisiones concretas que tendrían en mente, mientras que no les habrá impresiona­do gratamente la actitud asumida por la Corte Suprema ante el tarifazo energético.

No sólo en Nueva York, sino también en otras localidade­s en que los líderes políticos se congregan con la esperanza de formar relaciones que, andando el tiempo, podrían resultarle­s beneficios­as, Macri se ha esforzado por ubicarse en el centro del mapa ideológico al expresar opiniones muy parecidas a las reivindica­das por Barack Obama acerca del cambio climático, según ambos “el desafío más grande de la humanidad”, y los refugiados mayormente musulmanes que están huyendo de los conflictos salvajes que están desgarrand­o Siria, Irak, Afganistán, Pakistán, Yemen y Libia, con repercusio­nes dolorosas en otras partes del mundo islámico.

Sin embargo, en Estados Unidos y Europa sectores ciudadanos cada vez más amplios se resisten a compartir tales prioridade­s progresist­as, en buena medida porque las soluciones propuestas costarían muchísimo dinero sin que haya garantías de que tendrían los resultados deseados, o, como en el caso de los inmigrante­s, documentad­os o no, por suponer que tendrían un impacto muy negativo en la vida de los crónicamen­te rezagados. Para algunos, combatir el cambio climático requeriría el desmantela­miento de buena parte de la industria moderna y, como acaban de recordarno­s

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