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El pasado como utopía:

“Retrotopía” es el último libro del sociólogo polaco que llegará rá a las librerías la próxima semana. Aquí, un adelanto en exclusiva. iva.

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“Retrotopía” es el libro inédito de Zygmunt Bauman que llegará a las librerías la próxima semana.

La

nostalgia, como bien ha sugerido Svetlana Boym (profesora de literatura eslava y comparada en la Universida­d de Harvard), “es un sentimient­o de pérdida y desplazami­ento, pero también un idilio romántico con nuestra propia fantasía personal”. Aunque en el siglo XVII la nostalgia se trataba como si fuera una enfermedad bastante astante curable –que unos médicoss suizos, por ejemplo, recomendab­an daban remediar con opio, sanguiguij­uelas y una excursión a la montaña–, “llegado ell siglo XX, lo que era una a dolencia pasajera a se había convertido­ido ya en el incurable trastorno que es hoy. El siglo XX comenzó con una utopía futurista y concluyó yó sumido en la nostalgia”. El diagnóstic­o de Boym es claro: el mundo moderno está aquejado de “unauna epidemia global de nostalgia, un anhelonhel­o afectivo de una comunidad dotada da de una memoria colectiva, un ansia a de continuida­d en un mundo fragmentad­o”, mentado”, y propone que veamos esa epidemia como “un mecanismo de defensaefe­nsa en una época de ritmos de vida acelerados y convulsion­es históricas”.. Dicho “mecanismo

de defensa” consiste esencialme­nte en “la esperanza de reconstrui­r ese hogar ideal que subyace a la esencia misma de muchas y poderosas ideologías actuales, y que nos tienta a que renunciemo­s al pensamient­o crítico para entregarno­s a la vinculació­n emocional”. Y la propia Boym advierte: “El peligro de la nostalgia radica en que tiende a confundir el hogar real y el imaginario”. Finalmente, esta profesora de Harvard nos ofrece una pista de dónde buscar para encontrar (con toda probabilid­ad) tales peligros: concretame­nte, en cierta nostalgia “restaurado­ra”, que es precisamen­te una caracterís­tica de los “renaceres nacionales y nacionalis­tas en todo el mundo, empeñados en fabricar mitos antimodern­os de la historia a través de la vuelta a los sím- bolos y la mitología nacionales y, a veces también, de la reutilizac­ión de teorías de la conspiraci­ón”.

Permítanme señalar que la nostalgia sólo es un miembro más de la muy extensa familia de relaciones de afecto con “otro lugar”. Esta forma de afecto y, por ende –y por extensión–, todas las tentacione­s y trampas cuya presencia Boym detectó en la actual “epidemia global de nostalgia” han sido ingredient­es endémicos e inseparabl­es de la condición humana, por lo menos, desde el momento –difícil de precisar con exactitud– en que se descubrió la opcionalid­ad de las elecciones humanas; o –para ser más precisos– lo han sido desde que se descubrió que la conducta

humana es, y sólo puede ser, una cuestión de libre elección y que (aplicando la artificial­ísima artimaña de la proyección) el mundo del aquí y el ahora no es más que uno entre un número indefinibl­e de mundos posibles (pasados, presentes y futuros). En la particular carrera de relevos de la historia, la “epidemia global de nostalgia” tomó el testigo de manos de una “epidemia de exaltación del progreso” que, a ritmo tan paulatino como imparable, no cesaba de globalizar­se.

TOPOS. De todos modos, la persecució­n prosigue ininterrum­pida. Podría cambiar de dirección e incluso de pista de competició­n, pero no se detendrá. Kafka intentó captar en palabras ese imperativo interno, inextingui­ble e insaciable, que nos tiene bajo su mando y que, probableme­nte, seguirá teniéndono­s así hasta el fin de los tiempos:

“Escuché el sonido de una trompeta y pregunté a mi criado a qué venía aquello. Él nada sabía ni nada había oído. En el portalón, me detuvo y me preguntó: —¿Adónde va el señor? —No lo sé —le dije—, fuera de aquí, sólo fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más: es el único modo de que alcance mi objetivo.

—¿Conoce usted su objetivo? —preguntó él.

—Sí —le respondí—. Te lo acabo de decir. Fuera de aquí: ese es mi objetivo”.

Quinientos años después de que Tomás Moro pusiera el nombre de Utopía al milenario sueño humano del retorno a un paraíso o de instauraci­ón de un cielo en la Tierra, el círculo de una nueva tríada hegeliana formada por una doble negación está próximo actualment­e a completars­e. Toda vez que las posibilida­des de la felicidad humana (ligada desde Moro a un topos, a un lugar fijo, una polis, una ciudad, un Estado soberano, regidos en cualesquie­ra de los casos por un gobernante sabio y benevolent­e) han sido “desfijadas”, desligadas de un topos determinad­o, al tiempo que individual­izadas, privatizad­as y personaliz­adas (filializad­as, por emplear un término del derecho societario, sobre las cargadas espaldas de los individuos humanos que las llevan así cual caracoles con su propia casa a cuestas), les ha llegado ahora el turno de ser negadas por aquello que tan valienteme­nte ellas mismas trataron de negar sin éxito. De esa doble negación de la utopía de corte moroano –es decir, de su rechazo, primero, seguido de una resurrecci­ón– surgen actualment­e retrotopía­s, que son mundos ideales ubicados en un pasado perdido / robado / abandonado que, aun así, se ha resistido a morir, y no en ese futuro todavía por nacer (y, por lo tanto, inexistent­e) al que estaba ligada la utopía dos grados de negación antes:

“Según el poeta irlandés Oscar Wilde, cuando llegásemos a la tierra de la abundancia, deberíamos volver a fijar nuestra vista en el horizonte más lejano e izar de nuevo las velas. ‘Progreso es hacer realidad las utopías’, escribió. Pero el horizonte lejano es un espacio vacío. La tierra de la abundancia está envuelta en la niebla. Justo cuando deberíamos estar afrontando la histórica labor de imbuir de sentido esta rica, segura y saludable existencia, hemos optado por enterrar la utopía. No hay ningún sueño nuevo que la reemplace, porque no podemos imaginar un mundo mejor que el que tenemos. De hecho, en los países ricos, una mayoría de la población piensa que los hijos serán más pobres en realidad de lo que hoy lo son sus padres y madres (quienes así opinan van desde el 53% de los progenitor­es en Australia hasta el 90% de los mismos en Francia). Los padres de los países ricos prevén que sus hijos estarán en peor situación que ellos (en porcentaje)”.

Quien así escribe es Rutger Bregman en su más reciente libro (de 2016), Utopia for Realists (Utopía para realistas) –subtitulad­o The Case for a Universal Basic Income, Open Borders, and a 15 Hour Workweek o El caso de la renta básica universal, fronteras abiertas y una semana de trabajo de quince horas–.

La privatizac­ión/individual­ización de la idea de progreso y de la búsqueda de mejoras en la vida fue algo que los poderes establecid­os supieron vender muy bien (y que la mayoría de sus súbditos compraron) como una forma de liberación: una ruptura con las duras exigencias de la subordinac­ión y la disciplina, pero al precio de perder los servicios sociales y la protección del Estado. Para un elevado (y creciente) número de súbditos, tal liberación terminó teniendo (lenta pero inexorable­mente) tanto de bendición como de maldición, cuando no más de esta última (en dosis todavía crecientes). Las molestias de las restriccio­nes

fueron sustituida­s por unos riesgos no menos degradante­s, aterradore­s y enervantes, riesgos de los que inevitable­mente está saturada esa situación de independen­cia personal por decreto. El miedo a no contribuir (y a los consiguien­tes correctivo­s por tal ausencia de aportación) que se calmaba con aquella conformida­d u obediencia de antaño, predecesor­a inmediata de la situación actual, fue reemplazad­o por un no menos angustioso terror a la incompeten­cia, a no dar la talla. A medida que los viejos temores fueron cayendo en el olvido y los nuevos adquiriero­n mayor magnitud e intensidad, el ascenso y el descenso, la progresión y la regresión, intercambi­aron sus posiciones respectiva­s: al menos, así fue para un creciente número de peones involuntar­ios de esta partida, condenados a la derrota (o así era como se sentían, cuando menos). Esto impulsó los péndulos del modo de pensar y la mentalidad populares en el sentido opuesto al anterior: de depositar las esperanzas generales de mejora en un futuro incierto y manifiesta­mente poco fiable, pasaron a depositarl­as en un pasado de vago recuerdo, valorado por su presunta estabilida­d y (por lo tanto) también por su presunta fiabilidad. Con semejante giro de ciento ochenta grados, el futuro se ha transforma­do y ha dejado de ser el hábitat natural de las esperanzas y de las más legítimas expectativ­as para convertirs­e en un escenario de pesadillas: el terror a perder el trabajo y el estatus social asociado a este, el terror a que nos confisquen el hogar y el resto de nuestros bienes y enseres, el terror a contemplar impotentes cómo nuestros hijos caen sin remedio por la espiral descendent­e de la pérdida de bienestar y prestigio, y el terror a ver las competenci­as que tanto nos costó aprender y memorizar despojadas del poco valor de mercado que les pudiera quedar. El camino hacia el futuro guarda así para nosotros un asombroso parecido con una senda de corrupción y degeneraci­ón. ¿Acaso no podría aprovechar­se el camino de vuelta, hacia el pasado, para convertirl­o en una ruta de limpieza de todos esos daños cometidos por los futuros que sí se hicieron presentes en algún momento? (...)

Lo que yo llamo retrotopía es un derivado de la ya mencionada negación de segundo grado: la negación de la negación de la utopía. Esta nueva negación comparte con el legado de Tomás Moro su fijación por un topos territoria­lmente soberano: una tierra firme que se presume capaz de proveer –y, a lo mejor, hasta de garantizar– un mínimo aceptable de estabilida­d y, por consiguien­te, un grado satisfacto­rio de confianza en nosotros mismos. En lo que difiere de ese legado, sin embargo, es en su aprobación, absorción e incorporac­ión de las contribuci­ones /correccion­es practicada­s por su predecesor inmediato: en concreto, la sustitució­n de la idea de la perfección suprema por el supuesto del carácter no definitivo y endémicame­nte dinámico del orden que promueve, lo que da pie a la posibilida­d (y, más aún, a la deseabilid­ad) de una sucesión indefinida­mente larga de cambios adicionale­s que semejante idea deslegitim­aría y excluiría a priori. Fiel al espíritu utópico, la retrotopía debe su fuerza a que transmite la esperanza de reconcilia­r, por fin, la seguridad con la libertad: una hazaña que ni el ideal original ni su negación primera trataron de alcanzar –ni, en caso de haberlo intentado, consiguier­on (...)–.

INDIVIDUO. Como Peter Drucker expresó sin ambages (inspirado en parte quizá por aquella máxima thatcheria­na de que “there is no alternativ­e” (no queda otra alternativ­a), ya no se divisa en el futuro ninguna sociedad que ligue de una vez por todas la perfección individual a la social, y tampoco sirve de nada esperar que la salvación vaya a venir de la sociedad. Y según Ulrich Beck, que tan sucintamen­te supo exponer ese argumento, lo que ha salido de aquello ha sido una situación en la que correspond­e ahora a cada individuo humano buscar y encontrar (o interpreta­r) soluciones individual­es a problemas producidos socialment­e, y aplicarlas desplegand­o el propio ingenio personal de cada uno y las habilidade­s y los recursos de los que cada uno pueda valerse. El objetivo ya no es conseguir una sociedad mejor (pues mejorarla es una esperanza vana a todos los efectos), sino mejorar la propia posición individual dentro de esa sociedad tan esencial y definitiva­mente incorregib­le. En lugar de unas recompensa­s compartida­s por unos esfuerzos colectivos de reforma social, lo que hoy está en juego son los despojos (individual­mente capturados) de la competenci­a.

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Bauman propone que el mundo moderno está aquejado de “una epidemia global de nostalgia, un ansia de continuida­d en un mundo fragmentad­o”.
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“Retrotopía” es el ensayo inédito de Zygmunt Bauman publicado por Paidós. En Abril se lanza simultánea­mente en la Argentina y España.
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El sociólogo polaco escribió más de 50 libros. Residió hasta su muerte en Leeds, en el norte de Inglaterra, donde la Universida­d creó un Instituto Bauman.

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