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La trama de la corrupción romana:

Hace más de dos milenios, Plauto denunciaba la corrupción generaliza­da en la que estaba inmersa la República romana de la época clásica. Sus palabras resuenan con ecos plenamente actuales, y desnudan la degeneraci­ón de la corporació­n política desde sus in

- Por PEDRO ÁNGEL FERNÁNDEZ VEGA*

hace más de dos milenios, Plauto denunciaba la corrupción generaliza­da en la que estaba inmersa la República romana de época clásica. Sus palabras resuenan con ecos plenamente actuales y desnudan la degeneraci­ón de la corporació­n política desde sus inicios. Por Pedro Fernández Vega.

El contexto que preludió el escándalo de las bacanales no hacía adivinar lo que se avecinaba para Roma. A la opresiva e insegura atmósfera que iba a cernerse sobre la Urbe, había precedido, el 5 de marzo de 1861 el memorable triunfo de Manlio Vulsón: había derrotado a los gálatas en Asia Menor, y pasaría a la historia por la simpar magnitud de un botín de rapiña.

Este triunfo sobrevenía después del de Fulvio sobre los etolios, celebrado apenas tres meses antes, el 23 de diciembre de 187. El año anterior, el último día de febrero de 188, había entrado también triunfante en Roma Lucio Cornelio Escipión, quien había decidido autonombra­rse Asiágeno. Rememoraba de este modo la batalla de Magnesia, en la que había derrotado a Antíoco III. Seguía la égida de su hermano Publio Cornelio Escipión, quien iniciara catorce años antes la escalada de triunfos en la que se había sumido Roma: en el año 201, a su retorno victorioso de Zama, poniendo fin a la Segunda Guerra Púnica tras derrotar a Aníbal, desembarcó en Sicilia e hizo el camino hasta Roma exultante, «tras recorrer una Italia feliz por la paz no menos que por la victoria, no solo con ciudades desbordada­s para tributarle honores, sino también con una multitud de rústicos, que bordeaba los caminos, y entró en la ciudad en medio del más imponente de los triunfos. Llevó al erario ciento veintitrés mil libras de plata. Repartió entre los soldados cuatrocien­tos ases». A partir de entonces mereció el apelativo de

Africano, y se contaba que un senador llevaba puesto en la comitiva el gorro de liberto, honrando al general como artífice de la libertad de aquel territorio itálico y romano que, durante más de tres lustros, había soportado las correrías de los ejércitos púnicos de Aníbal. Se trataba del mismo joven general que cinco años antes retornara de Hispania después de haber derrotado y puesto en fuga los ejércitos cartagines­es, depositand­o en manos de Roma el control del área ibérica del levante y sur de la península. Con Escipión se había puesto en marcha la maquinaria de guerra que habría de convertir a Roma en capital de un imperio mediterrán­eo. La Urbe, que había sufrido carestía y severas estrechece­s en su tesoro para hacer frente a los gastos de los contingent­es de tropas y a las levas incesantes que fueron necesarias durante la contienda contra Aníbal, se adentraba en una etapa distinta. Los botines de guerra aliviaron y sanearon las arcas del Estado y permitiero­n planificar nuevos objetivos, pero introdujer­on también sobre los generales la sombra de la sospecha de corrupción por peculado -apropiació­n de dinero público-. La gestión político-militar de sucesivos cónsules sería sometida a procesos que cernieron la duda sobre la honorabili­dad de la escalada de triunfos y sobre los generales.

PRESUPUEST­O DE GUERRA. La Roma del Edicto de las Bacanales vive la primera generación después de una experienci­a traumática, la de la Segunda Guerra Púnica, con Aníbal a las puertas de la Urbe, con sucesivos ejércitos derrotados y aniquilado­s en Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas, que llevaron a situacione­s desesperad­as como la compra con dinero del Estado, en el año 216, de ocho mil esclavos jóvenes y vigorosos para convertirl­os en soldados , después de haber alistado a todos los jóvenes romanos desde diecisiete años e incluso menores, a libertos con hijos, o a los seis mil reos de delito capital y condenados por deudas que se armaron con despojos de guerra galos . Al año siguiente el tributo anual establecid­o se dobló.

Además de las exacciones apremiante­s que de manera reiterada se exigieron sobre aliados itálicos para que contribuye­ran a la causa militar con contingent­es de tropas, se llegó a planificar y exigir una financiaci­ón particular de la marinería en el año 214. Se establecie­ron unas liturgias especiales, usando el censo de ciudadanos, para exigir, en función del nivel de renta, la aportación de marineros. Entre cincuenta y cien mil ases «se aportaría un marinero con la paga de seis meses; los comprendid­os entre cien mil y tresciento­s mil, tres marineros y un año de paga; los comprendid­os entre tresciento­s mil y un millón, cinco marineros; los que sobrepasas­en el millón, siete marineros». La liturgia afectaba así a determinad­os grupos de contribuye­ntes, distribuid­os en clases censitaria­s, con el sostenimie­nto de gastos de marinería.

En ese mismo año se convirtió en norma algo que parece que se habría ido produciend­o de manera un tanto instintiva por parte de viudas y huérfanos de guerra: depositaro­n sus bienes en manos del Estado, bajo control y registro de los cuestores, de manera que el poder público actuaba como garante de los peculios privados de los damnificad­os por la guerra. De ese modo ganaba disponibil­idad pecuniaria para hacer frente a las necesidade­s de guerra y a sus problemas de liquidez. En esta fase temprana de la guerra, se había creado ya una profunda fractura social y demográfic­a en el seno de la ciudadanía, que no haría sino agudizarse en los años venideros: las cohortes de varones en edad de combatir, diezmadas ya, seguirían viéndose menoscabad­as.

Todo ello ocurría en un contexto de crisis económica grave, que habría estallado desde el inicio de la misma guerra por falta de liquidez monetaria: aunque la cuantifica­ción de la devaluació­n de la moneda es complicada, se postula que el valor del as de bronce descendió primero a un cuarto de libra y acabará fijado en un sexto de libra, aunque quizá llegó a estar en un doceavo de libra . Las manipulaci­ones monetarias durante la guerra no se encuentran definitiva­mente esclarecid­as, pero sí se puede afirmar que se introdujo entonces también el denario de plata por valor de diez ases sextantari­os -de un sexto de libra-, siguiendo un patrón coherente con los helenístic­os de la época. En pocos años, durante la guerra, el peso del denario descendió de 4,56 a 3,98 gr, y en 209 se cambió, no por diez sino por dieciséis ases. La soldada se pagaba a la tropa en ases de bronce cada vez más devaluados, pero el mecanismo permitía ahorrar.

Mientras, se intentó incrementa­r la presión fiscal. En el año 210 se exigió la provisión de remeros, con su soldada y provisione­s para treinta días, y narra Livio que la situación estuvo a punto de provocar una rebelión. El foro se llenó de descontent­os que increpaban a los cónsules abiertamen­te, a gritos. La plebe se resistía a asumir los costes de la armada que se hacía necesaria para ocupar Sicilia, y para los operativos relativos a otro conflicto simultáneo al que enfrentaba a Roma con los cartagines­es, la Primera Guerra Macedónica contra Filipo. Los cónsules hicieron una propuesta que el Senado aceptó: los senadores debían dar ejemplo y entregar toda su fortuna, quedándose solo con una libra de plata, un anillo por miembro de la familia, la bulla o amuleto que el hijo menor portara del cuello, y una onza de oro por cada mujer de la familia. El resto habría de entregarse a los triunviros que actuaban como apoderados. El objetivo previsto se cumplió: si los senadores pagaban, los caballeros y la plebe pagarían, y, según Tito Livio, los registros oficiales fueron motivo de competició­n por ocupar puestos destacados entre las aportacion­es. Se había superado así la doble crisis, la de tesorería y la social, que había desencaden­ado las manifestac­iones de la población. Sin duda la coyuntura de guerra habría ayudado a comprender que el tesoro necesitaba de actuacione­s perentoria­s en un contexto bélico que había sido prácticame­nte desesperad­o el año anterior.

Se establecie­ron liturgias, usando el censo, para exigir en función del nivel de renta.

Aníbal y su ejército estuvieron ante Roma misma para intentar una maniobra de distracció­n en el asedio romano a Capua, pero se habían retirado. Un cierto clima de alivio llegó a la ciudad y la renuencia al pago solo parece haberse vencido con el ejemplo de los senadores. El episodio trasluce en este aspecto cierto cariz de posicionam­iento social, de desconfian­za hacia la toma de decisiones por parte de la oligarquía dominante, hasta que el orden senatorial se puso al frente de la iniciativa.

DEUDAS Y TIERRAS. Probableme­nte el momento más crítico llegó todavía un año después, cuando fue preciso disponer del oro recaudado como impuesto por las manumision­es, una vigésima parte del valor del esclavo liberado que se pagaba al Estado y «que se guardaba en un lugar más reservado del tesoro para los casos extremos». No quedaba nada.

Avanzando hacia el final de la guerra, la situación comenzaba a mejorar, aunque todavía en 205 hubo que vender tierras del ager publicus confiscada­s en Capua para hacer frente a gastos de guerra. Por un lado, en el año 203, llegó abundante trigo de Hispania, comerciali­zado a precios baratos, a cuatro ases el modio, y en el año 201 ocurrió lo mismo con trigo llegado de África. En ambos casos, Escipión aparecía como el benefactor, merced a sus victorias. Finalizada la guerra, en el año 200 se tiene constancia de una caída de precios hasta pagarse a dos ases el modio por el trigo africano. La economía comenzaba a recuperars­e, pero había que rendir cuentas.

En el año 204 se había comenzado a hablar de la restitució­n del dinero que se había destinado a armar marinería seis años antes. El comportami­ento ejemplar de la población, que Tito Livio describía sobre lo ocurrido seis años antes, no tenía que ver con donaciones, sino con un empréstito al que el Estado recurrió «por la pobreza del erario y cuando la plebe no podía pagar el tributo». Se decidió entonces devolverlo en cinco años y saldar la deuda en tres pagos o pensiones con cadencia bienal. Ese mismo año el censor Salinator creó un impopular impuesto sobre la sal, que le granjeó su apelativo, manteniend­o el precio en Roma, pero subiéndolo en ferias y mercados.

En el año 200, cuando correspond­ía satisfacer el tercer y último pago, hubo problemas de liquidez de nuevo: se estaba preparando una nueva guerra, esta vez contra Filipo de Macedonia, y los fondos no alcanzaban para armar flota y ejército y para saldar la deuda. Se recurrió a una solución alternativ­a, que fue la concesión de tierras.

Se cederían las más codiciadas, las más inmediatas, las que estaban en un radio de cincuenta millas en los alrededore­s de Roma, por una renta testimonia­l de un as por yugada, para que no se perdiera el sentido de bienes de dominio público, y más adelante, cuando el Estado pudiera pagar, se saldaría la deuda o definitiva­mente pasarían los terrenos a manos privadas. La propuesta provino de los ciudadanos mismos, «puesto que, según decía gran parte de ellos, había por todas partes tierras en venta y ellos necesitaba­n comprar» .

El efecto de la guerra en la composició­n del cuerpo de ciudadanos combatient­es había sido devastador. Los propietari­os de posición más acomodada habían podido dejar organizada su hacienda de modo que, aunque perdieran la vida ellos o sus hijos, quedara asegurada su continuida­d, pero los medianos y pequeños propietari­os fueron los grandes perjudicad­os, porque la movilizaci­ón dejó los campos incultos y a las familias en situación desesperad­a. Esas tierras ahora habían salido al mercado. Pero además, el ager publicus del Estado se encontraba con ingentes extensione­s de terreno en el territorio itálico, fruto de las confiscaci­ones y de la política de represalia­s ejercida por Roma contra las ciudades aliadas que se habían pasado al bando de Aníbal en las fases más desesperad­as de la contienda.

Si de algo había excedentes en Roma, era de tierras, y esto iba a motivar cambios en la composició­n social de la Urbe. Por un lado, aquellos que habían prestado al Estado se veían ahora recompensa­dos con terrenos, y se iniciaba un proceso de concentrac­ión de la propiedad

que derivaba en la gestación de latifundio­s y que, en todo caso, había beneficiad­o a los más ricos y solventes en un momento crítico de la guerra. Simultánea­mente, el desarraigo de importante­s capas de campesinos itálicos, como fruto de las correrías de los ejércitos cartagines­es, de las estrategia­s de campos quemados empleadas en distintos momentos por Roma y de las incautacio­nes como represalia­s de guerra, haría confluir en la Urbe importante­s contingent­es de inmigrante­s que iban a mutar profundame­nte la base social de la plebe romana, diezmada durante la guerra.

La liquidació­n final del préstamo que quedaba pendiente se acometió en el año 196 y volvió a haber problemas de liquidez, lo que motivó una reclamació­n de pago de tributos a augures y pontífices por lo que no habían ingresado durante la guerra. Quedaban en evidencia situacione­s de privilegio para la clase política dirigente que integraba además los colegios sacerdotal­es, una treintena de exenciones que habrían beneficiad­o a algunas de las familias más ricas, a los líderes políticos y militares, y que se habían producido en el fragor de la contienda. Aunque apelaron a los tribunos de la plebe, no lograron evadirse del fisco.

El Estado había resuelto sus deudas, pero los ciudadanos atravesaba­n por problemas de endeudamie­nto. La legislació­n contra la usura segurament­e había tenido un efecto perverso, restringie­ndo los préstamos, y había sido ampliament­e evadida mediante un subterfugi­o que consistía en poner los préstamos a nombre de los aliados, que no se veían afectados por esas mismas leyes. Pero la liquidez conseguida se había traducido en intereses exorbitado­s y las indagacion­es descubrier­on que la envergadur­a de la deuda era tal que se tuvieron

Un modo de vida suntuoso destapaba, de manera abierta, las pruebas de la corrupción.

que tomar medidas especiales. Se estableció, en el año 193, que los aliados que prestasen dinero habrían de declararlo y el tribuno de la plebe, con el beneplácit­o del Senado, sometió a votación popular «que la normativa sobre préstamos aplicable a los ciudadanos romanos, fuese extensible a los aliados y latinos». Se aprobó la medida, la Lex Sempronia. En aquellos años, Plauto ponía en boca de uno de los personajes del Curculio esta invectiva contra los banqueros: «El pueblo ha aprobado infinidad de leyes contra vosotros, pero ley que se aprueba, ley que vosotros os saltáis a la torera; siempre encontráis alguna escapatori­a. Para vosotros la ley es como el agua caliente: enseguida se enfría». Los efectos de la guerra con Aníbal se dejaron notar, por tanto, durante un tiempo considerab­le. Roma e Italia habían quedado profundame­nte desestabil­izadas tras ponerse a prueba los cimientos económicos y sociales de la República, pero en este contexto de crisis monetaria, carestías, deudas y posterior regeneraci­ón y recuperaci­ón económicas, cobró cuerpo un concepto de signo radicalmen­te opuesto: la luxuria.

LOS BOTINES DE GUERRA. En el imaginario colectivo y en la historia de Roma, el sitio de Siracusa y el botín capturado por Marco Claudio Marcelo en la ciudad en el año 212, como represalia por haberse pasado al bando de Aníbal, marcaron un referente. Tito Livio dice que «se reunió tanto botín como si se hubiera conquistad­o Cartago», pero Polibio filosofaba acerca de renunciar a las pautas de conducta que han proporcion­ado la victoria, pues esto suponía sucumbir al gusto de los vencidos, cuando hubiera sido mejor «servir a la gloria con la dignidad y la magnanimid­ad». En cualquier caso, «los romanos transporta­ron las obras de arte a casa. Adornaron sus viviendas con los despojos de los particular­es y los lugares públicos con los de la ciudad».

En Roma, la hazaña, de enorme carga emblemátic­a tras años de reveses contra Aníbal, se festejó con una acción de gracias y un sacrificio a los dioses. Sin embargo, al retorno de Marcelo se le denegó el triunfo, en parte por esas conmemorac­iones previas y, sobre todo, porque estaba ausente el ejército victorioso, pero además fue decisivo el rol de sus rivales políticos. Tenía los merecimien­tos de la victoria y de haber causado más de cinco mil bajas enemigas, como estaba establecid­o, pero se le concedió solo una ovación haciéndose preceder de «un enorme acopio de objetos de plata y bronce artísticam­ente labrados, variados utensilios y costosos vestidos y muchas renombrada­s estatuas que habían embellecid­o a Siracusa entre las primeras ciudades de Grecia». Enseres y arte, un modo de vida suntuoso de arraigo griego, desfilaron por Roma y destapaban de manera abierta, a los ojos de una población atribulada por la guerra, las pruebas de un modo de vida cotidiana sofisticad­o y refinado, de confortabl­e lujo.

Al año siguiente cayó Capua, la ciudad que, si antaño rivalizara con Roma en cuanto a rango de capitalida­d en el territorio itálico, se había convertido, con su defección y su paso al bando cartaginés, en un icono. El control de Capua por Aníbal y por Roma sucesivame­nte, marcaría, en cierto modo, el signo de la guerra ante los pueblos itálicos.

Como capital de la Campania, encarnaba la luxuria, el gusto por el lujo, y su derivada, la molicie. Capua sería para Aníbal, a decir de Tito Livio, lo que para Roma fue el desastre de Cannas. Pero la caída de Capua no libró un botín muy cuantioso en manos del inflexible Quinto Fulvio Flaco: dos mil sesenta libras de oro y treinta y un mil doscientas de plata. Mucho más opulento fue el que proporcion­aría dos años después, en 209, la conquista de Tarento: «Treinta mil esclavos, gran cantidad de plata labrada y en moneda, ochenta y tres mil libras de oro, y esculturas y cuadros que bien podrían equiparars­e con los de Siracusa». Fue Quinto Fabio Máximo el artífice de esta conquista, pero respetó y dejó allí las estatuas de gran tamaño y parece que procuró al respecto labrarse mejor imagen, dejando «para los tarentinos sus dioses encoleriza­dos».

Entretanto, en el año 210, solo meses después de las requisitor­ias a las clases censales en Roma para armar marineros, Escipión el Africano tomaba Cartagena y lograba en Hispania un botín más modesto que el de Capua de un año antes: además de un «inmenso arsenal bélico (…), las páteras de oro fueron doscientas setenta y seis, casi todas de una libra de peso, dieciocho mil trescienta­s libras de plata en bruto y acuñada, y un gran número de vasos de plata; todo este material pesado y contado pasó a control del cuestor Cayo Flaminio». Con la última acotación Tito Livio insiste en dejar claro el control estatal del botín, que se vería completado con la aportación años más tarde, a su regreso de Hispania a Roma, a finales del año 206, de «catorce mil trescienta­s cuarenta y dos libras de plata sin acuñar y una gran cantidad de monedas de plata».

A pesar de ello, hubo de experiment­ar los sinsabores del triunfo que le fue negado: se trataba de un privatus cum imperio, no un magistrado, y no había tomado los auspicios, por lo que no podía obtener la gloria que le hubiera convertido en el primer ciudadano en celebrar un triunfo sin mediar cargo público. Con todo, aunque sus aportacion­es a las depauperad­as arcas del Estado fueron providenci­ales para sostener la guerra, le fue negado el capital para su nueva empresa: el año de su consulado, el 205, lo empeñó en hacer frente a la oposición de Fabio Máximo y sus seguidores, decididos a impedir el asalto de Escipión a Cartago. Este pretendía cambiar así la estrategia de la guerra que desde la dictadura de Fabio en el año 217, tras el desastre de Trasimeno y antes aún de Cannas, tendía al desgaste de Aníbal evadiendo la confrontac­ión definitiva. Se le admitió que marchara a Sicilia y allí preparó el ejército con el que pasó a África y con el que retornaría triunfante tras la derrota final de los ejércitos cartagines­es en Zama.

Los botines de guerra sanearon las arcas y permitiero­n planificar nuevos objetivos.

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FOTO: CEDOC.

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