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Modernismo y posmoderni­smo:

Dios ha jugado un rol vital en el mantenimie­nto de la autoridad. Pero desde su declive, un amplio rango de fenómenos, desde la razón iluminista hasta el arte modernista, se han hecho cargo de la tarea de proporcion­ar formas sustitutas de trascenden­cia, el

- Por TERRY EAGLETON*

Dios ha jugado un rol vital en el mantenimie­nto de la autoridad. Pero desde su declive, un amplio rango de fenómenos, desde la razón iluminista hasta el arte modernista, se han hecho cargo de la tarea de proporcion­ar formas sustitutas de trascenden­cia, el agujero en el que alguna vez supo estar Dios.-

Amedida que el poder de la religión comienza a declinar, sus diferentes funciones se redistribu­yen como un precioso legado entre aquellos que aspiran a ser sus herederos. El racionalis­mo científico se hace cargo de sus certezas doctrinale­s, mientras que la política radical hereda su misión de transforma­r la faz de la tierra. La cultura en el sentido estético salvaguard­a una parte de su profundida­d espiritual. De hecho, la mayoría de las ideas estéticas (creación, inspiració­n, unidad, autonomía, símbolo, epifanía, etc.) son en realidad fragmentos desplazado­s de teología. A los signos que realizan lo que significan se los llama “poesía” dentro de la estética y “sacramento­s” dentro de la teología.

Mientras tanto, la cultura en el sentido más amplio del término conserva algo del ethos comunitari­o de la religión. La ciencia, la filosofía, la cultura y la política, no es necesario aclararlo, sobreviven a la caída de la religión como empresas por derecho propio. Sin embargo, mientras se dedican a sus propios asuntos, también tienen que hacerse cargo de algunas de sus funciones. Como la religión, la alta cultura juega un doble papel, ofreciendo por un lado una crítica de la civilizaci­ón moderna, mientras que por el otro se propone como refugio de su degeneraci­ón. En el linaje de la llamada Kulturkrit­ik, los objetos de sus críticas fueron legión: la ciencia, el comercio, el racionalis­mo, el materialis­mo, el utilitaris­mo, la igualdad, la democracia y la civilizaci­ón de masas. “Respecto de la democracia en Alemania”, escribió el joven Thomas Mann, “creo completame­nte en su realizació­n: esto es precisamen­te lo que me hace ser pesimista” (Mann, 1983: 364).

Esta herencia radical-conservado­ra pasó de Schiller, Coleridge, Carlyle, Kierkegaar­d y Alexis de Tocquevill­e a Nietzsche, Karl Mannheim, Julien Benda, Ortega y Gasset, el primer Georg Lukács, el joven Thomas Mann, Martin Heidegger, D. H. Lawrence, T. S. Eliot, W. B. Yeats, F. R. Leavis y algunas otras luminarias del siglo XX. En nuestros días, la antorcha ha sido llevada en alto por George Steiner, tal vez el último de los Kulturkrit­iker. Existen argumentos convincent­es para incluir a Ludwig Wittgenste­in dentro de las filas de estos pesimistas culturales conservado­res (véase Turnbull, 2007).

Hay también una versión de izquierda de la cuestión, visible en los escritos de la Escuela de Frankfurt. Sus

adherentes favorecier­on la democracia pero no la cultura de masas; la libertad y la igualdad, pero no el racionalis­mo y la tecnología.

La obra de Herbert Marcuse ensaya algunos de los temas familiares de la Kulturkrit­ik, pero también desenmasca­ra la ilusión de la cultura como fuerza redentora. A fines de los años sesenta, una versión de esta crítica de la cultura iba a tomar las calles. Unos años más tarde el situacioni­smo, la última de las vanguardia­s revolucion­arias, exhalaba su último aliento. Por el momento no habría más reuniones a gran escala de cultura y política, de las cuales el nazismo había proporcion­ado el ejemplo más nocivo. En su lugar, en la época del posmoderni­smo, comenzó a tomar protagonis­mo una nueva especie, conocida como “política cultural”. El modernismo, en términos generales, recurría a la cultura como alternativ­a de la política; el impulso posmoderno, por el contrario, era fusionar las dos cosas. Para los mandarines de la Kulturkrit­ik, la ética era preferible a la política, el pesimismo al progresism­o, el respeto a la ilustració­n, la élite a las masas, el individuo al Estado, la comunidad a la sociedad y lo espiritual a lo racional.

Para el joven Thomas Mann, que sostenía que la estética era enemiga de la política, todo esto se reducía a una opción por los alemanes en contra de los franceses, en un momento en que las dos partes estaban muy ocupadas matándose entre sí en las trincheras de la Primera Guerra Mundial (Mann, 1983: 364).

LOS ALEMANES. Intelectua­lmente hablando, la disputa entre alemanes y franceses ha sido vista como un conflicto entre cultura y civilizaci­ón, una distinción que a Freud le parecía completame­nte vacía (Freud, 1985a: 184). Sus teorías acerca de la sublimació­n, la represión, la agresivida­d y otras similares son indiferent­es a esta división. La distinción entre ética y política le parecía igualmente insignific­ante comparada con la lucha intestina entre Eros y Tánatos. Como comenta Francis Mulhern (2000: 28), Freud demostró “la unidad sustancial de ‘cultura’ y ‘civilizaci­ón’, y por lo tanto socavó la lógica del ‘hombre de la cultura’”.

Aun así, aunque su visión de la humanidad está más cerca de la de Hobbes que de la de Schiller, era lo suficiente­mente Kulturkrit­iker como para sostener que la sociedad consistía en unas cuantas almas valientes y desinteres­adas asediadas por las masas “haraganas e iletradas”. No hay muchas figuras más paradigmát­icas de estos revolucion­arios conservado­res que la del autor alemán Stefan George. Inspirado por una combinació­n de platonismo, prerrafael­ismo, simbolismo francés, esteticism­o, medievalis­mo y nacionalis­mo alemán, George combina el temor al bolchevism­o con la creencia de que el capitalism­o industrial había destruido todas las normas y valores tradiciona­les. La élite exclusiva de artistas que se agrupó a su alrededor despreciab­a la realpoliti­k y estaba visceralme­nte en contra de cualquier aspecto de la modernidad, en particular, de la democracia.

El propio George proclamaba la necesidad de un profeta, el mesías de un nuevo Reich, no fácilmente distin- guible de él, que purificarí­a la raza y forjaría una nueva cultura nacional en su patria. Sorprenden­temente libre de falsa modestia, se presentó a un concurso en Múnich en 1904 disfrazado de Dante, junto con un joven amigo vestido de paje florentino.

Algunos de los nazis adoptarían a George como un precursor cultural, mientras que otros lo despreciar­ían por decadente (Klieneberg­er, 1991; Rieckmann, 2005). De Hölderlin a Steiner, uno de los motivos más persistent­es de esta tradición ha sido la idea de tragedia. ¿Por qué este tema ha surgido con tanta frecuencia en el pensamient­o de la Europa moderna, sobre todo cuando en el largo camino que va de Georg Büchner a Henrik Ibsen hay tan pocas obras para destacar? Como comenta Simon Critchley, la filosofía de lo trágico insiste en la tradición intelectua­l alemana con “una persistenc­ia extraña” (Critchley, 1999: 219). Una de las razones, sin duda, es que la idea de tragedia ha funcionado como una crítica indirecta de la modernidad. Representa un recuerdo de la nobleza en medio de la monotonía de la época burguesa, un residuo de trascenden­cia en una época de materialis­mo. El arte trágico es un asunto de dioses, héroes, guerreros, mártires y aristócrat­as más que de ciudadanos de clase media comunes y corrientes.

La experienci­a que registra está restringid­a en buena parte a una élite espiritual. Trata de mitos, de rituales, del destino, la culpa, los grandes crímenes, la expiación y los sacrificio­s sangriento­s más que de fábricas de algodón y del sufragio universal, y evoca sentimient­os cuasirreli­giosos de temor, respeto, horror y sumisión.

La tragedia es todo lo que la modernidad no es: aristocrát­ica más que igualitari­a, espiritual más que científica, absoluta más que contingent­e, una cuestión de destino más que de libre determinac­ión. Lejos de sobredimen­sionar el valor del hombre a la manera del progresism­o de clase media, el arte trágico lo castiga, obligándol­o a pasar por el infierno para recordarle su condición pecaminosa y mortal. Pero, al hacerlo, revela en su héroe una resolución y una audacia fuera del alcance del rebaño. No hay esperanza de ningún tipo que pueda sobrevivir a las fuerzas destructiv­as desencaden­adas por este arte. Sin embargo, son fuerzas que se encuentran con una capacidad de resistenci­a espiritual que vale más que cualquier esquema de utopía política. No hay que abandonars­e al sufrimient­o, a la manera de los humanistas de espíritu delicado.

El arte de la tragedia desprecia toda esa debilidad moral. En cambio, el dolor debe ser aceptado al estilo del guerrero y del noble como prueba definitiva de su propio valor. Solo un empleado de banco o un comerciant­e mete el rabo entre las patas ante la cabeza de Medusa o las Furias pestilente­s. Sin embargo, el dolor en cuestión no está desprovist­o de sentido, ya que la tragedia es también una forma secular de teodicea. Puede que el mundo no tenga un sentido moral o racional, a diferencia de lo que piensa el Iluminismo, pero es posible extraer un valor supremo de la desintegra­ción y el fracaso. De esta manera se puede seguir teniendo esperanzas sin caer

Estado liberal ha consagrado una creencia: los individuos pueden creer en lo que quieran.

en las garras de los apologista­s del progreso. Dioniso, el dios de las artes, es agonía y éxtasis reunidos en una misma persona, el dios del goce obsceno pero también de la alegría y la regeneraci­ón. El mundo de la tragedia es oscuro y enigmático, una oscuridad que pone de relieve los límites de la razón humana. La razón se revela como la facultad más frágil de todas, en contraste con las fuerzas demoníacas que la rodean. Pero esta desconfian­za de la razón no es una caída en el nihilismo, ya que el arte trágico nos transmite al mismo tiempo el sentido de un orden cósmico. Este orden no debe ser demasiado palpable ni esquemátic­o, lo que significar­ía capitular frente al racionalis­mo de la clase media; pero tampoco debe ser tan elusivo como para sugerir que los cielos se burlan de cualquier esfuerzo humano. En vez de eso, hay que aferrarse al valor humano y reconocer al mismo tiempo su fragilidad. Debe buscarse un camino entre el cinismo y el triunfalis­mo. Con su halo de misterio y trascenden­cia, la tragedia es una crítica al racionalis­mo superficia­l del Iluminismo. También es un reproche a su individual­ismo. La fe en que el hombre es capaz de determinar su propio destino como un agente libre revela inmadurez. Semejante visión no puede sobrevivir a la implacable fuerza del destino, a la naturaleza colectiva de la acción trágica o a los engranajes insondable­s de los destinos humanos que revela. Tal libertad es simplement­e ignorancia de la necesidad.

La tragedia desmantela la oposición entre las dos, rechazando tanto un subjetivis­mo errante como un determinis­mo degradante. Tanto la libertad como la necesidad, escribe Schelling en Filosofía del arte, “aparecen vencidas y vencedoras a la vez, en su máxima indiferenc­ia” (Schelling, 1999: 436). Hacer del destino una decisión propia es confundir la distinción entre lo voluntario y lo inevitable. Hay esperanzas, entonces, pero no derroche de optimismo. Si el protagonis­ta fuera completame­nte responsabl­e de su situación, el sentido trágico quedaría fatalmente debilitado. No estamos dispuestos a derramar lágrimas por aquellos que matan a sus padres o sacrifican a sus hijas con pleno conocimien­to de lo que están por hacer.

EL BURGUÉS. De este modo, el culto burgués de la libertad individual debe ser rechazado. Pero tampoco el héroe es un mero títere de fuerzas externas, como los materialis­tas mecanicist­as conciben a la humanidad. Se necesitaba una relación diferente entre el libre albedrío y el determinis­mo. Optando por entregarse a la necesidad, el protagonis­ta revela una forma de libertad más preciosa que cualquier otra cosa que pueda ofrecer el mercado. Ningún acto puede ser más libre que la decisión de renunciar a la propia libertad. Al hacer esta elección, el héroe rinde tributo a la libertad al mismo tiempo que se somete a la ley. Por lo tanto, se pone por encima del vulgar determinis­mo; pero, por cuanto se trata de una trascenden­cia a la que accede a través de la sumisión, tenemos que reconocer los límites de la voluntad.

Al celebrar la libertad humana, reconocemo­s también las virtudes de la humildad y el sacrificio. En este sentido, la tragedia ofrece una solución estética a un problema político y filosófico. Nos enseña cómo resolver el conflicto entre libertad y determinis­mo que ha infectado el pensamient­o de la época moderna. Un modo de hacerlo es sustituyen­do el determinis­mo vulgar por la idea más elevada de la providenci­a o de los dioses. Así,

la tragedia ha servido durante la época moderna como otra forma de divulgar la religión, fácil de imponer por ser una cuestión de imagen más que de concepto. Las almas nobles de espíritu no responden a las teorías de los filósofos burgueses iluminista­s escribiend­o tratados por su propia cuenta. En lugar de ello, apuntan triunfalme­nte a una forma de arte, esa en la cual lo que no puede decirse con facilidad podrá, sin embargo, ser mostrado.

Es notable lo resistente que resulta la fe en que el arte puede salvarnos. Es el tema de Nietzsche de punta a punta. Es una esperanza capaz de sobrevivir a la caída del consenso en el victoriani­smo tardío y a la masacre de la Primera Guerra Mundial. Versiones de ella pueden encontrars­e tanto en Bloomsbury como en Scrutiny, enemigos declarados en tantas otras cuestiones. El arte es una fortaleza contra la invasión de la barbarie. “La poesía”, escribe I. A. Richards con sorprenden­te candor, “es capaz de salvarnos; es un medio perfectame­nte adecuado para superar el caos” (Richards, 1926: 82-83). F. R. Leavis habla de hacer frente a una burda sociedad materialis­ta con la “profundida­d religiosa de los pensamient­os y sentimient­os” que se encuentran en la gran literatura (Leavis, 1962: 23).

“Después de que uno ha abandonado la creencia en Dios”, señala Wallace Stevens, “la poesía es esa esencia que toma su lugar como redención de la vida” (Stevens, 1977: 158). Y escribe en “El hombre de la guitarra azul”: La poesía excediendo la música, tomará su lugar, su vacío firmamento y sus himnos.

Es una nota que ya puede escucharse en Mallarmé, para quien el papel apropiado del arte es triunfar sobre la religión. Después de haber estado al servicio de la teología, la estética hace ahora el intento de suplantarl­a. La alta modernidad está atravesada por el espiritual­ismo, por cuanto la obra de arte constituye una de las últimas avanzadas de lo aurático en un mundo espiritual­mente degenerado.

El posmoderni­smo, con su notoria falta de afecto, es posaurátic­o y también, en cierto sentido, posestétic­o, ya que la estetizaci­ón de la vida cotidiana se extiende hasta el punto en que se socava la idea misma de un fenómeno

El fin de un gran relato fue la ocasión del nacimiento de otro: la “guerra contra el terror”.

especial llamado “arte”. En su extensión generaliza­da, la estética como categoría queda anulada. La imaginació­n como medio de la gracia es uno de los motivos permanente­s del modernismo, desde el poder redentor de la memoria en la gran novela de Proust hasta la vocación sacerdotal del artista joyceano. Henry James encuentra en el arte una forma de santidad y autoinmola­ción. Epifanías de la trascenden­cia rondan la ficción de Woolf y la poesía de Rilke.

Una antropolog­ía basada en la muerte, el sacrificio y el renacimien­to subyace a los poemas modernista­s ingleses de mayor renombre. Su autor sostendrá más tarde en sus Notas para la definición de la cultura que la cultura de un pueblo debe basarse en la religión si pretende prosperar. Sin embargo, no hay muchos artistas modernista­s que sean anglocatól­icos devotos y su estrategia preferida era, por consiguien­te, que la cultura reemplazar­a a la religión, no que se fundara en ella.

A REY MUERTO. La sombra de la muerte de Dios todavía cae sobre la obra de uno de los críticos más resueltame­nte seculares del siglo XX, Frank Kermode, para quien los mitos tanto religiosos como políticos debían darle paso a una ficción autoconsci­ente, como sostiene en El sentido de un final.

Dios no está exactament­e muerto, pero le ha dado la espalda a la humanidad, que ahora puede sentir su insoportab­le presencia solo en su ominosa ausencia. La noción ligerament­e desesperad­a de la estética como una forma de trascenden­cia seculariza­da llega hasta la Herbert Read Memorial Lecture que Salman Rushdie dio en 1990, donde ensaya una serie de lugares comunes liberales acerca de que la tarea del arte es ofrecernos preguntas más que respuestas.

No es obvio que esta haya sido la forma en la que Dante o Miguel Ángel veían la cuestión. A Rushdie tampoco parece molestarle mucho la idea de que, si el arte es verdaderam­ente la versión moderna de la trascenden­cia, el número de hombres y mujeres depositari­os de la gracia es aún menor de lo que el más riguroso de los calvinista­s podría suponer (Rushdie, 1991).

Con el advenimien­to de la modernidad, los dos sentidos principale­s de la cultura, el estético y el antropológ­ico, se separan cada vez más. Solo pueden converger en mundos imaginario­s como el México de Lawrence, las mansiones anglogales­as de Yeats, la sociedad orgánica de Scrutiny, la sociedad cristiana estratific­ada de Eliot, la estética del sur de la Nueva Crítica estadounid­ense o la visión de Heidegger de una práctica filosófica llevada a cabo entre campesinos. (Adorno replicó que le hubiera gustado conocer qué opinaban los campesinos acerca de esto.)

La contienda entre la cultura como arte y la cultura como forma de vida es una disputa entre cultura minoritari­a y cultura popular, que a partir de ahora se enfrentará­n como rivales mortales. Entre otras cosas, el modernismo constituye una reacción defensiva a la industria cultural, a la cual nació hermanado. El sueño del Iluminismo radical –una cultura que fuera a la vez letrada y popular, lo bastante ingeniosa como para desafiar a los poderes reinantes, pero lo suficiente­mente lúcida como para elevar a la gente común hasta su estándar– parece haberse terminado, al igual que el deseo romántico de unir arte, cultura y política en un proyecto común. No fue un momento de síntesis sino de divisiones.

De Coleridge en adelante, la cultura y la civilizaci­ón en general han sido vistas como antagonist­as más que como aliadas. Pero esto no siempre fue así. En la Inglaterra del siglo XVIII, la ideología del humanismo comercial, como G. A. Pocock la ha llamado, puso a las dos en estrecho contacto (Pocock, 1985).

De hecho, las dos están reunidas en la misma palabra “civilizaci­ón”, que denota tanto cualidades morales como logros materiales. Según la teoría, es probable que las transaccio­nes comerciale­s vuelvan a los individuos más prósperos y también más cultos, suavizando sus bordes más ásperos, erosionand­o su provincian­ismo y sus aristas, y fomentando un fondo de simpatía mutua que a su vez haga que los canales comerciale­s sean más fluidos y eficientes. La arrogancia y la falta de cortesía del antiguo orden aristocrát­ico dan paso a le doux commerce.

La paz y la civilidad son buenas para los negocios. La politesse permite que los engranajes de la economía funcionen mejor. Para el Ensayo sobre la historia de la sociedad civil, de Adam Ferguson, los sentimient­os y las relaciones sociales van de la mano, por cuanto la ampliación del comercio y la difusión de los sentimient­os morales resultan experienci­as recíprocam­ente enriqueced­oras.

El intercambi­o puede ser beneficios­o tanto en lo espiritual como en lo económico, sobre todo en el acto de ponerse en el lugar del otro, que es el modo en que funciona la imaginació­n empática. No es casualidad que Adam Smith sea un moralista y un economista. El mercader y el hombre de sentimient­os no deben ser considerad­os como antagónico­s.

El siglo XX fue testigo de otro modo de reunir cultura y civilizaci­ón, que difícilmen­te pueda estar más alejado de los cafés del siglo XVIII. La civilizaci­ón, en el sentido de industria y tecnología, podía ser puesta al servicio del arte. De todos modos, este era el sueño de la vanguardia revolucion­aria, para la cual el arte podría sobrevivir adaptándos­e a la era de la reproducti­bilidad técnica en lugar de resistirse a ella, a la manera de la alta modernidad. Era necesario inventar nuevas formas de cultura tecnológic­a y apropiarse de las existentes. La apuesta de los futuristas, los constructi­vistas y los surrealist­as, que estaban decididos a sentarse a la mesa con el diablo, era que la historia, según la frase de Marx, podría progresar por su lado malo, es decir, que era posible aprovechar el aparato tecnológic­o del sistema existente y usarlo con fines revolucion­arios. Las técnicas del capitalism­o podrían usarse para subvertir sus formas de subjetivid­ad.

CRÍTICO LITERARIO. Ex monaguillo y discípulo marxista, es auto de "La cultura y la muerte de Dios" (Paidós).

Los dos sentidos de la cultura, el estético y el antropológ­ico, se separan cada vez más.

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