La calle contra el Congreso
Si bien los números, tan inhumanos ellos, nos dicen que desde hace casi un siglo la Argentina ha sufrido un fracaso calamitoso tras otro y que por lo tanto le convendría ensayar algo distinto del populismo miope y autocompasivo que le ha servido de doctrina nacional, el antiguo régimen no carece de defensores. Por razones comprensibles, los muchos políticos, sindicalistas y empresarios que se las arreglaron para prosperar mientras caía en la miseria una proporción creciente de sus compatriotas no quieren que el país cambie.
Tales sujetos cuentan con el apoyo fervoroso de las víctimas principales de su propia mezquindad. Acaso no se propusieran crear un ejército de lumpen que sería capaz de “ganar la calle” a fin de frustrar las iniciativas de los interesados en echarlos al basural de la historia pero, como acaban de recordarnos, es lo que consiguieron hacer. Merced a sus esfuerzos, en la Argentina hay centenares de miles de jóvenes que tienen motivos de sobra para sentir rencor y que, astutamente manipulados por expertos en la materia, están en condiciones de hacer del país un aquelarre en nombre de “la justicia social”.
Con la reforma del sistema jubilatorio, el gobierno de Mauricio Macri les brindó un pretexto perfecto para convertir el Congreso y alrededores en un campo de batalla. A Cristina Kirchner, Sergio Massa, los duros de la izquierda combativa y los ricachones de la CGT no les importa en absoluto el destino de “los abuelos” –caso contrario, estarían a favor de jibarizar el obscenamente inflado gasto político–, pero entendían que el tema serviría para dar una pátina de legitimidad a los desmanes que tenían planeados con el propósito de movilizar “la calle” en contra del orden democrático. De
más está decir que les preocupan mucho más otras reformas que Macri tiene en mente, sobre todo las que, de concretarse, reducirían los ingresos de los políticos y sus dependientes, las jubilaciones de privilegio, la cantidad excesiva de empleados públicos que no aportan nada al país y que pondrían fin a la costosísima industria de los juicios laborales, pero sucede que no les sería del todo fácil organizar disturbios callejeros en defensa del parasitismo institucionalizado.
Lo que quieren quienes están detrás de los estallidos de violencia que amenazan con hacerse rutinarios es recordarle a Macri que, en la Argentina por lo menos, un triunfo en las urnas no necesariamente servirá para fortalecer al ganador. Para los kirchneristas y, más todavía, para la gente de Massa, los resultados de las elecciones legislativas de octubre fueron muy dolorosos. Cristina y sus dependientes vieron achicarse drásticamente el poder de veto que creían tener. Por su parte, Massa aprendió que “la ancha avenida del medio” que aspiraba a dominar era sólo un sendero resbaladizo que se hacía cada vez más estrecho. Puede que el tigrense ambicioso haya sido el gran perdedor de los días de ira que, para desazón de oficialistas que esperaban disfrutar de una luna de miel post-electoral prolongada, ya han asegurado que diciembre sea un mes muy caliente. Fue tan patético el oportunismo explícito de Massa al aliarse festivamente con sus presuntos enemigos kirchneristas que en adelante pocos lo tomarán por un dirigente confiable.
Además de procurar intimidar al Gobierno para que abandone el intento de “modernizar” un país que, tal y como está, ocupará un lugar llamativamente humilde en el mundo hipercompetitivo que se avecina con rapidez, algunos revoltosos, en especial los kirchneristas que fantasean con reeditar los horrores de los años setenta del siglo pasado, quisieran convencerlo de que, pensándolo bien, no tiene más alternativa que la de tratar de apaciguar a sus adversarios – mejor dicho, enemigos–, frenando la ofensiva judicial que está en marcha. Desde su punto de vista, la voluntad de Macri de despolitizar la Justicia, negándose a presionar a los fiscales y jueces como corresponde, es un alarde de herejía que no están dispuestos a tolerar. Se entiende; la soñada autonomía judicial sería incompatible con las tradiciones políticas del país.
Para Cristina y quienes aún la rodean, lo que está en juego no es el futuro del “modelo” fantasioso que improvisaron ni, huelga decirlo, aquel del sistema previsional sino su propia libertad. Puesto que no les ha sido dado frenar a la Justicia por medios que podrían calificarse de legales, dan por descontado que tienen derecho a aprovechar al máximo el poder residual que conserva fomentando conflictos callejeros con la esperanza de que resulten ser tan brutales que, para pacificar el país, el Gobierno les garantice la libertad. Nada les complacería más que algunas víctimas fatales que podrían atribuir a la represión policial, es decir, a la ferocidad sin límites de aquel neoliberal notorio Macri.
Dadas las circunstancias, al Gobierno no le cabe más opción que la de ordenar a las fuerzas de seguridad disponibles enfrentar a los violentos. La única alternativa sería declarar la Capital Federal una zona liberada, entregándola a bandas de saqueadores disfrazados de luchadores sociales. Puede que, como muchos dicen, las