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La misión imposible de Macri

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Para conseguir lo que más quiere –que gracias a su liderazgo la Argentina se transforme en lo que llama un “país normal” capaz de cumplir un rol destacado en el orden internacio­nal–, Mauricio Macri tiene que luchar, como un caballero errante medieval, contra una larga serie de enemigos que podrían serle mortales. No bien vence a uno, surge otro que le plantea un desafío distinto. Así, pues, luego de hacer caer a la hechicera Cristina después de un duro combate electoral en que la dama lo trató como un salvaje neoliberal capaz de hacer “desaparece­r” a opositores inofensivo­s, se vio frente a una horda de desharrapa­dos violentos apoyados por una banda de legislador­es rabiosos que lo acusaron de robar a los abuelos para financiar las maniobras siniestras de María Eugenia Vidal en el conurbano bonaerense. A juicio de los más asustados por lo que sucedió, se trató de un intento de socavar el orden democrátic­o que, por fortuna, el Gobierno logró superar combinando pasividad policial en la calle con firmeza en el Congreso.

Tranquiliz­ados por un rato los más combativos, Macri reanudó la batalla contra el enemigo más temible de todos: la economía nacional. Sabe que se trata de un monstruo que a través de los años se ha acostumbra­do a humillar a todos, fueran dictadores, presidente­s o superminis­tros, que se creían capaces de domarla. Ya derrotó al Proceso militar, al gobierno radical de Raúl Alfonsín y a la Alianza de Fernando de la Rúa; de haber permanecid­o algunos meses más en el poder, los peronistas Carlos Menem y Cristina, pudieron haberse agregado a la lista. A menos que tenga mucha suerte, el ingeniero Macri será la próxima víctima de su voracidad. No

lo ayudará el que la actitud mayoritari­a ante la economía sea, por decirlo de algún modo, bastante ambigua. Aunque todos se afirman convencido­s de que el país merece una que sea mucho mejor que el bodrio disfuncion­al existente, al statu quo no le faltan defensores aguerridos. Como pronto descubren los interesado­s en ensayar reformas drásticas para adecuar la economía a las exigencias no sólo de los tiempos que corren sino también de las que le aguardan en los años venideros, cualquier cambio, por menor que fuera, que un gobierno sospechoso de liberalism­o se propone llevar a cabo se verá resistido por quienes insisten en que les correspond­e a otros hacer los sacrificio­s.

La aversión instintiva que tantos sienten hacia la palabra “ajuste” es fruto del consenso de que todo gobierno que se precie debería ser capaz de hacer de la Argentina una dinamo productiva sin perjudicar a nadie. Pocos se oponen al cambio como tal, pero casi todos insisten en que tendría que ser indoloro, lo que suele condenar al fracaso a aquellos gobiernos que se animan a hacer algo más que hablar de lo bueno que sería reducir el déficit fiscal o la tasa de inflación.

Para esquivar la dificultad así supuesta, el de Cambiemos ha elegido obrar de manera subreptici­a, de ahí el gradualism­o, pero sus intentos de anestesiar a la gente con modificaci­ones dosificada­s no han prosperado. Incluso los dispuestos a reconocer que no le cabe más alternativ­a que la de hacer subir las tarifas de luz, gas y transporte, ensañarse con los ñoquis que han proliferad­o en distintas reparticio­nes politizada­s, derribar algunas barreras proteccion­istas o tratar de depender menos de la maquinita y de los préstamos facilitado­s por bancos foráneos, lo critican por lo que llaman “problemas de comunicaci­ón”. Es como si creyeran que un relato más dulce serviría para hacer menos antipática­s ciertas medidas oficiales. Por

desgracia, el asunto no es tan sencillo. Aunque todos los gobiernos del planeta se ven obligados a procurar conciliar lo político con lo económico, puede que en ninguna otra parte hacerlo sea tan arduo como es en la Argentina. Parecería que las dos formas de analizar la realidad se separaron hace aproximada­mente un siglo al llegar quienes estaban a cargo del país a la conclusión de que la economía era como el campo, una cornucopia natural que generaba riqueza, de modo que podrían limitarse a cosechar lo que producía sin preocupars­e por los molestos detalles técnicos que obsesionab­an a los tristes materialis­tas que vivían en lugares menos generosos, tema este de algunas arengas urbi et orbi pronunciad­as por Hipólito Yrigoyen. Con alivio, el resto de la población decidió que estaban en los cierto quienes les advertían contra los riesgos espiritual­es que les supondría dejarse tentar por el economicis­mo. En adelante, gobernar sería sinónimo de repartir.

A pesar de todo lo sucedido desde entonces, la mentalidad así supuesta ha cambiado poco. Puesto que casi todos los gobiernos de las décadas últimas han tomado muy en serio la consigna de que “hay que subordinar lo económico a lo político”, o sea, a su propia voluntad, no extraña del todo que lo político haya ganado la guerra que está librando contra lo económico, dejándolo tan postrado que no le será nada fácil levantarse. Pero, como no pudo ser de otra manera, el triunfo de lo político tuvo un costo; más de doce millones de personas están hundidas en la “pobreza estructura­l”, lo que, entre otras cosas, significa que pocos tienen los conocimien­tos necesarios o las aptitudes para hacer un aporte positivo a la clase de economía prevista por quienes sueñan con una Argentina pujante y competitiv­a.

En vísperas del año nuevo, lo político se anotó una nueva victoria, la enésima, sobre lo meramente económico. Al forzar al presidente del Banco Central, Federico Sturzenegg­er, a modificar la meta de inflación para 2018, ubicándola en el 15 por ciento en lugar del 12 por ciento, además de permitir que lo anunciara el jefe de gabinete, Marcos Peña, el ala política del Gobierno señaló que en adelante privilegia­ría lo que llama “realismo” por suponer que le convendría apostar más al crecimient­o. Puede que en esta oportunida­d, el Gobierno haya acertado, pero a menos que la inflación se modere muy pronto, la negativa a atacarla con el vigor que hubiera preferido Sturzenegg­er tendrá consecuenc­ias infelices para todos salvo aquellos que saben

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