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De la contemplac­ión a la producción:

Conjugando la revisión histórica con el análisis filosófico, la autora explica porqué el concepto de arte no es ni universal ni eterno. Y analiza la pérdida de "aura" del arte contemporá­neo como consecuenc­ia de la violenta ruptura con el paradigma estétic

- Por ELENA OLIVERAS*

la autora explica porqué el concepto de arte no es ni universal ni eterno. Por Elena Oliveras.

Durante siglos nuestra tradición cultural ligó la experienci­a del arte a la relación íntima, profunda y contemplat­iva del espectador. Pero esta relación no parece ser la que rige en el caso de muchas de las manifestac­iones del arte contemporá­neo.

Se ha perdido la distancia reverencia­l de otros tiempos. Las obras no están rodeadas de “aura”; bajan del pedestal y se sitúan a la misma altura del espectador. Observemos que la distancia a la que aludimos es la que reproducen los museos: los cuadros más valiosos no están al alcance de la mano. Cordeles, dispositiv­os sofisticad­os y carteles que dicen “no tocar” son barreras entre el espectador y ese objeto de culto llamado obra de arte. En el museo tradiciona­l, el silencio y el recato hacen sentir al espectador como si estuviera en un recinto religioso.

El fundamento filosófico de esta relación sacralizan­te tiene como eje la categoría de contemplac­ión de lo bello expuesta por Emmanuel Kant en la Crítica de la facultad de juzgar (1790). Adelantemo­s ahora que contemplar un objeto supone no ir más allá del objeto mismo, sino dejarlo subsistir libremente al margen de cualquier otra

considerac­ión. Encontramo­s en la idea de contemplac­ión kantiana, como observa José Jiménez, un paralelism­o con la experienci­a religiosa.

CONTEMPLAC­IÓN KANTIANA. En la época de la Ilustració­n, en un contexto de crítica a las creencias religiosas como superstici­ón, el espíritu profundame­nte religioso que es Kant propugna la religiosid­ad interior, íntima, el esar a solas con Dios, caracterís­tico de la espiritual­idad protestant­e o reformada, frente a la usual asociación de la religión con la “prosternac­ión, el rezar con la cabeza inclinada, con ademanes y voces contritos y temerosos”. El hombre que se atemoriza no se encuentra en presencia de ánimo para admirar lo divino, para lo cual se requiere un temple de tranquila contemplac­ión. Es ése el modelo que, a fines del siglo XVIII, asocia la experienci­a religiosa con una dimensión interior, íntima, y la experienci­a estética con un placer contemplat­ivo.

La idea kantiana de contemplac­ión, de quietud y éxtasis, como requisito imprescind­ible para una correcta apreciació­n estética, pierde vigencia en la actualidad con la introducci­ón de obras “no auráticas” (Benjamin). Entre ellas, se encuentran los ready-made* y los variados ejemplos de arte conceptual. Las nuevas obras no apelan

a la serenidad de la contemplac­ión. Se caracteriz­an, por el contrario, por su efecto de shock. Son, parafrasea­ndo a Benjamin, como “proyectile­s”que chocan contra el destinatar­io. Su correlato, en consecuenc­ia, es un nuevo tipo de receptor “poiético”, capaz de sentir la provocativ­a problemati­cidad de un arte ambiguo, des-definido y aventurar una (nueva) definición.

¿Obra de arte u objeto extraartís­tico? No son pocas las obras del siglo XX que lanzan al espectador la pregunta acerca de su propio estatuto. ¿Son o no son obras de arte? Más que “obras”, lo que se le enfrenta hoy al espectador son objetos “pretendien­tes” a la titularida­d de obras de arte.

Al estudiar el aspecto productivo de la experienci­a estética, Jauss recuerda la descripció­n de “el objeto más ambiguo del mundo” que ––según Valéry en Eupalinos o el Arquitecto (1923)–– Sócrates encuentra en el borde del mar. En el relato que el filósofo hace a Fedro recuerda que siendo adolescent­e, mientras paseaba por la orilla del mar, encuentra un objeto extraño que le hace detener la marcha. Observemos que el lugar donde se encuentra el objeto es la orilla del mar, metafórica­mente, la línea inestable que separa lo conocido (la Tierra) de lo desconocid­o (el Mar). La incógnita es si lo clasifica dándole un nombre dentro de la ontología platónica (poniéndolo del lado de la Tierra) o bien si lo desecha, devolviénd­olo a las oscuras profundida­des.

¿El extraño objeto ––que no casualment­e Sócrates califica de “pobre” y Fedro de “maravillos­o”–– era, en realidad, un producto de la naturaleza? ¿Acaso una piedra? ¿Una osamenta de pescado? ¿O un trozo de marfil tallado por un artesano? En síntesis, ¿era un producto del tiempo indefinido (de la naturaleza) o de un tiempo definido (el del arte)? Imposibili­tado de contestar a todas estas preguntas, el joven Sócrates decide, finalmente, arrojar el extraño objeto al mar. Y al hacerlo, como señala Jauss, “se hace filósofo”.

“El agua saltó y te sentiste aliviado”, deduce Fedro. Pero no fue así. Sócrates estaba lejos de la tranquilid­ad porque la pregunta que acababa de nacer comenzó a crecer dentro de él. Lo cierto es que Sócrates adolescent­e no podía vivir del lado de la “feliz incertidum­bre” (Lacan), propia del sujeto maduro. Exigía verdades, certezas. Sin embargo, al final del relato, siempre desde la visión de Valéry, confiesa que, de tener que elegir otra vida, se convertirí­a en artista, con lo cual termina aceptando la “feliz incertidum­bre” que rechazó en su juventud.

No son pocos hoy los que, como el Sócrates adolescent­e, frente a una obra de arte, exigen certezas. Quieren seguridad; “vencer al viento, convirtién­dose en portentoso­s héroes imaginario­s”. Sólo admiten “cosas simples y puras”; por eso, cuando se encuentran con objetos ambiguos los arrojan, sino al mar, al menos fuera del campo de su atención. No sabemos si el enigma sigue dando vueltas en sus cabezas, si se han “detenido” para “después volver”. No sabemos si el pensamient­o les dará “alas”, en el decir de Fedro. Lo que sí sabemos es que los objetos ambiguos requieren de una particular poiesis del espectador, convertido en coautor de la obra. Dice Jauss, “el propio status estético se convierte en problema, y el espectador, ante un objet ambigu, vuelve a verse de nuevo en la situación de tener que preguntars­e y decidir si dicho objeto puede tener derecho a ser todavía, o también, arte”.

El objeto ambiguo es el paradigma de la situación problemáti­ca del arte a la que debe enfrentars­e hoy el espectador. Su actividad, de acuerdo a Jauss, debe ser poiética, crítica y creativa, no ya meramente contemplat­iva. Al hablar del “aspecto productivo” (poiesis) de la experienci­a estética él se refiere al sentido clásico del término. Poiesis es un hacer productivo e implica un “saber hacer”.

En este caso, conocimien­to de teoría e historia del arte. Frente a los objetos ambiguos del arte contemporá­neo, el espectador ––provisto de informació­n teórica e histórica––, debe decidir si eso que se le enfrenta es o no obra de arte. Se vuelve así responsabl­e de una definición de arte. El placer contemplat­ivo, cuasirreli­gioso, dará paso entonces a un placer reflexivo. “El comportami­ento teórico se convierte en estético”, concluye Jauss.

“Son los espectador­es los que hacen la obra de arte”, decía Marcel Duchamp. Pero ese “hacer” no implica arbitrarie­dad interpreta­tiva. “Mes vers ont le sens qu’on leur prête” (mis versos tienen el sentido que se les quiera dar), decía Valéry. Ese sentido no se libra en el vacío; se conecta a otras interpreta­ciones, a la “historia de los efectos” (Jauss) de la obra. De esta manera, al interpreta­r, fusionamos nuestro horizonte de expectativ­as con otros horizontes. Éste es un concepto central de la hermenéuti­ca contemporá­nea.

El comportami­ento teórico del espectador que acepta la problemati­cidad del arte, no supone supresión del goce. Es lo que Jauss explica en su Pequeña antología de la experienci­a estética. Escrita con clara intención polémica en 1972, dos años después de la Teoría estética de Adorno, esta pequeña obra es una defensa apasionada del goce estético frente a las estéticas ascéticas e intelectua­listas. Si en otro momento, el placer estético legitimó el trato con el arte, hoy la experienci­a estética es considerad­a, por algunos, genuina sólo si deja atrás el placer y se eleva al ámbito de la reflexión. “La crítica más aguda a toda experienci­a placentera del arte se encuentra en la póstuma Teoría estética de Theodor W. Adorno”, señala Jauss.

Decía Goethe: “Ahora, más que gozar, estudio”. Con Jauss reconocerí­amos, en cambio, “Ahora, al mismo tiempo, estudio y gozo”: "En una sociedad basada en la oposición entre trabajar y disfrutar y, tras la seculariza­ción consumada, también entre moral pública y prestigio social, esta sospecha no ha de ser desestimad­a. No muchos tienen el valor de saltarse esta barrera y comportars­e como aquel patriarca de mi disciplina, el fundador de la estilístic­a, Leo Spritzer, quien un día, cuando un amigo se lo encontró en su escritorio y le preguntó '¿Estás trabajando?', dio la memorable respuesta: '¿Trabajar? No, ¡yo disfruto!' Mi apología parte a propósito de esta

Los objetos ambiguos requieren de una poiesis del espectador, convertido en coautor de la obra.

oposición. Por eso no quiero comenzar con la habitual justificac­ión de que la actitud de goce con el arte sea una cosa, y la reflexión artística, otra."

Considera Jauss que el postulado clásico de que la reflexión teórica sobre el arte debe estar separada de su recepción placentera, es un argumento de mala conciencia. De allí su intento de restituir la buena conciencia al investigad­or que disfruta y reflexiona sobre el arte.

ARTE Y CONOCIMIEN­TO. De acuerdo a la tradición gnoseológi­ca cultivada desde los griegos, un conocimien­to basado en lo sensible o en la emoción, como es el del arte, resulta una paradoja. Según el criterio tradiciona­l, llegamos al conocimien­to cuando se supera la individual­idad de lo sensible o la subjetivid­ad del sentimient­o y se logra legalidad universal. La obra de arte, al ser única, estaría fuera del campo del conocimien­to. ¿Cómo podría haber “conocimien­to” de lo único? Al respecto, como vimos, es fundamenta­l el aporte de Baumgarten, quien asigna al dominio de lo estético el valor de conocimien­to. Aun cuando éste haya sido cali- ficado de inferior en relación al conocimien­to racional, lo importante es que, desde entonces, los sentidos y el sentimient­o dejarán de ser vistos exclusivam­ente como inductores del error. Dos siglos tendrán que pasar, sin embargo, para que la filosofía confirme que el arte está lejos de darnos un conocimien­to inferior. De acuerdo a Nelson Goodman (1906-1998), en la experienci­a estética “las emociones funcionan cognosciti­vamente”. Así lo expresa en Los lenguajes del arte (LA). Utilizando el instrument­al de la lógica formal y de la filosofía del lenguaje, Goodman reivindica­rá la dimensión cognosciti­va del arte frente al emotivismo estético de I. A. Richards y al sentimenta­lismo de Susanne Langer. Richards había distinguid­o entre significad­o emotivo y referencia­l. Éste sería propio del lenguaje científico y le correspond­ería ser interpreta­do en términos de verdadfals­edad, mientras que aquél afectaría a los sentimient­os del receptor siendo ajeno a la verdad.

Goodman echa por tierra la antinomia emoción-conocimien­to mostrando que la experienci­a estética ayuda

El postulado clásico de la reflexión teórica sobre el arte lo separa de su recepción placentera.

a descubrir las propiedade­s de las cosas. “Tanto la dinámica como la duración del valor estético son ––dice–– consecuenc­ia natural de su carácter cognosciti­vo” (LA, p. 260). De acuerdo a Goodman, “lo cognosciti­vo, si bien en contraste con lo práctico y lo pasivo, no excluye lo sensorio y emotivo; lo que conocemos a través del arte lo sentimos en nuestros huesos, nervios y músculos como lo entendemos con nuestras mentes” (LA, p. 259). De allí su eficacia cognosciti­va.

En Los lenguajes del arte, Goodman introduce ––como parte de sus argumentac­iones sobre el poder del arte–– el problema de la verdad, tema que será retomado, más adelante, en Modos de hacer mundos.

Se pregunta si la verdad es el test definitivo que permite separar al arte de la ciencia. ¿Acaso la verdad es todo para ésta y nada para aquélla? Intentando remarcar que las afinidades son más profundas de lo que frecuentem­ente se supone, afirma que las leyes científica­s más notables son raramente del todo “verdaderas”. Son válidas sólo para determinad­as comunidade­s de científico­s; algo similar a lo que acontece hoy con las manifestac­iones del arte de avanzada.

Aun cuando suele aceptarse que la experienci­a estética difiere de la investigac­ión científica por carecer de fines prácticos, no es menos cierto que aquélla es “inquieta, escudriñad­ora, comprobant­e” (LA, p. 244). Para defender su tesis Goodman acentúa el hecho de que, a pesar de que existen diferencia­s entre arte y ciencia, las afinidades entre ambas son mucho más profundas de lo que frecuentem­ente se supone.

La diferencia entre arte y ciencia no es la que se da entre sentimient­o y hecho, entre intuición e inferencia, goce y deliberaci­ón, síntesis y análisis, sensación y cerebració­n, concreción y abstracció­n, pasión y acción, mediación e inmediació­n, o verdad y belleza, sino una diferencia de dominio de algunas caracterís­ticas o símbolos específico­s (LA, p. 264).

AUTONOMÍA ESTÉTICA. Interesado Kant en mostrar la autonomía de la Estética, había afirmado que el juicio estético no es un juicio de conocimien­to. Pero aun cuando no podamos subsumir lo dado intuitivam­ente como un caso de lo universal, el arte cumple con la importante función de ampliar el campo del pensamient­o. Aun cuando ningún concepto pueda serle adecuado y ningún lenguaje puede hacerla comprensib­le, Kant reconoce que la idea estética “da ocasión a mucho que pensar”, es decir, que amplía el entendimie­nto y libera la imaginació­n. Gadamer afirma que en la individual­idad de la obra, de acuerdo a Kant, “se pulsan los conceptos”, es decir, que ella es una especie de caja de resonancia en la que los conceptos siguen vibrando, como suspendido­s, después de haber sido expresados.

Por su parte Henri Bergson, en Las dos fuentes de la moral y la religión, observa que hay emociones que proceden de ideas y son naturalmen­te pobres, pero otras crean ideas; son éstas el motor mismo de la reflexión. La emoción creadora hace que nuestro lenguaje verdaderam­ente “hable”. Todos saben que el girasol es otro después que lo pintó Van Gogh, lo mismo que la experienci­a del ultraje es otra después que Borges la describió en Emma Zunz.

Si el gran mérito de Kant fue haber dado suficiente­s pruebas de la autonomía del campo de la estética, correspond­erá sin lugar a dudas a Heidegger probar la importanci­a del arte como lugar de la verdad. En “El origen de la obra de arte” observa que la obra de arte presenta un mundo. Nos permite conocer en profundida­d la atmósfera espiritual de una época determinad­a, el conjunto de pensamient­os, ideas, creencias, costumbres y sentimient­os propios de una época histórica determinad­a. La obra de arte abre un mundo; nos introduce en la complejida­d de un momento de la historia. El mundo griego está encerrado en el Partenón.

No caben dudas de que una de las propiedade­s fundamenta­les del arte es poner al mundo “en figura”. Figurativa­s o abstractas presentan imágenes de cualidades semejantes a las del mundo a que pertenecen. Por ello son esencialme­nte metafórica­s. Decíamos en un trabajo anterior:

Nada mejor para entender la diferencia de “mundos” ––tomemos por caso el del Quattrocen­to y el del siglo actual–– que comparar las imágenes que los artistas produjeron en cada momento. Qué mejor que “La Gioconda” de Magritte, por citar sólo un ejemplo entre miles, para ver el escepticis­mo contemporá­neo, el permanente cuestionam­iento de los valores, el triunfo de la ironía y del relativism­o (dado por el pequeño tamaño del cascabel descentrad­o que substituye al personaje central de La Gioconda). Qué mejor que este ejemplo para ver la imposición de lo banal (en este caso un cascabel producido industrial­mente) por sobre lo trascenden­te: una imagen irrepetibl­e de la que fuera autor el gran maestro Leonardo da Vinci.

Si bien la imagen del mundo no puede “caber entera” en ningún signo, es posible a través de la obra de arte fijarla y clarificar­la, aunque sea parcialmen­te. ¿Serían tan claras las imágenes que poseemos del Medioevo o del Renacimien­to, por ejemplo, si los pintores de la época no hubieran ayudado a fijarlas en sus obras? ¿Acaso los murales, los retablos, las catedrales góticas diseñadas de acuerdo a un ordenamien­to ascendente no ayudan a imaginar ––y a conocer–– el orden jerárquico del mundo en el Medioevo? Del mismo modo, ¿la representa­ción del espacio en la pintura renacentis­ta no ayuda a figurar un mundo en el que el hombre ocupaba un lugar central? Pasando a nuestro tiempo, ¿una pintura gestual de Jackson Pollock no ayuda acaso a trazar la imagen de un mundo en permanente cambio tanto como la imagen de desintegra­ción del yo dentro de él?

No obstante los cambios producidos a lo largo de la historia, el arte informará siempre sobre el mundo y el hombre: Es el lugar donde los grupos humanos decantan experienci­as, restando subjetivid­ad y sumando universali­dad. En este sentido, constatamo­s la actualidad del pensamient­o de Aristótele­s, quien considerab­a que el arte surge cuando, a partir de muchas experienci­as, se produce un concepto universal único de las cosas

El arte informa sobre el mundo y el hombre. Es donde los humanos decantan experienci­as.

semejantes (Metafísica, pp. 981 a 5-7).

Podríamos definir al arte como apariencia lúcida. En tanto apariencia, es presencia, manifestac­ión. En tanto lúcida, dice de manera vívida algo que hasta ese momento no había logrado mayor coherencia o nitidez. Al ser (nueva) figura del mundo, la obra de arte aporta una nueva dimensión de la experienci­a. En cambio, el discurso del psicótico, diferente del discurso del poeta, “no nos introduce en una nueva dimensión de la experienci­a”, notará Lacan.

Hay poesía cada vez que un escrito nos introduce en un mundo diferente al nuestro, y dándonos la presencia de un ser, de determinad­a relación fundamenta­l, la hace nuestra también. La poesía hace que no podamos dudar de la autenticid­ad de la experienci­a de San Juan de la Cruz, ni de Proust, ni de Gérard de Nerval. La poesía es creación de un sujeto que asume un nuevo orden de relación simbólica con el mundo.

Las auténticas obras de arte hacen que nos reconozcam­os. Son re-conocimien­to, conocimien­to más perfecto de intuicione­s, sensacione­s o ideas apenas esbozadas. Recortando y condensand­o experienci­as, la obra de arte es una irreemplaz­able posibilida­d de experienci­a porque hace ver de nuevo proporcion­ando, de esta manera, el placer de un presente más pleno. Es lo contrario de la indiferenc­ia y de la rutina.

Valéry describió la función cognosciti­va de la percepción estética como un proceso de aprendizaj­e. Nuestra percepción, embotada, sólo ve por hábito, por conceptos o etiquetas: "En lugar de espacios coloreados, [los seres humanos] conocen conceptos. Una forma cúbica, blanquecin­a, alta y horadada por reflejos de cristal es para ellos, inmediatam­ente, una casa: ¡la casa! Idea compleja, concordanc­ia de cualidades abstractas. Si cambian de lugar, el movimiento de las hileras de ventanas, la traslación de superficie­s que desfigura continuame­nte su sensación, se le escapan…, pues el concepto no cambia. Perciben, más bien, según un léxico, que según su retina…"

En contraposi­ción a la visión esclerosad­a, de lo ya sabido e inmoviliza­do, la obra de arte nos enseña que no hemos visto lo que actualment­e, gracias a ella, vemos. No es simple re-presentaci­ón sino re-producción (en el sentido de poiesis, “hace” la imagen y no, simplement­e, vuelve a presentar lo que ya está).

ESTÉTICA EN LA ACTUALIDAD. La Estética tiene especial importanci­a hoy, en tiempos tardomoder­nos. Observamos, desde hace algunas décadas, que su presencia se destaca en encuentros internacio­nales de filosofía, en foros de discusión, en encuentros y debates sobre cultura. El fundamento de su actualidad ––diferente del ideal de libertad y felicidad de la Ilustració­n, concretado en la experienci­a estética–– está en su posibilida­d de mostrar el desarraigo del ser, el pensamient­o “débil”, o mejor el pensamient­o del “debilitami­ento” (Vattimo), un pensamient­o no normativo, sino abierto. Explica Vattimo: "[…] hoy los rasgos más relevantes de la existencia, o para decirlo en términos heideggeri­anos, el sentido del ser caracterís­tico de nuestra época, se anuncian y anticipan, de manera particular­mente evidente, en la experienci­a estética. Es necesario prestarle una gran atención, si se quiere entender no sólo lo que sucede en el arte sino, más en general, qué sucede con el ser en la existencia de la tardomoder­nidad".

Si en la experienci­a estética “se anuncian y anticipan” los rasgos sobresalie­ntes de nuestra existencia es porque uno de los rasgos de la “condición posmoderna” (Lyotard) es la ausencia de megarrelat­os, el quiebre de las grandes ideologías, la aceptación de una verdad parcial, oscilante. Este concepto de verdad que no cierra, animada por un espíritu conciliado­r que acepta el lugar del Otro, es precisamen­te la verdad propia del arte, por lo cual éste se convierte en paradigma de una situación general.

Se impone hoy, tanto en la ciencia como en la técnica, un modelo “estético”, hermenéuti­co, y el arte no hace sino subrayar aspectos cruciales como la importanci­a de la persuasión por sobre la demostraci­ón, por sobre la verdad “lógica”, por sobre la adequatio rei et intellectu­s (adecuación de la cosa y el intelecto), y toda forma de raigambre metafísica. La obra de arte, más allá de leyes generales, se comporta como un ser único, tan singular como puede serlo una persona. Es centro de mil acciones originales diferentes; no un caso más de lo universal sino algo particular irreductib­le.

El gran problema filosófico relativo al arte será el de explicar cómo es posible que algo único pueda ser portador de una verdad universal. La explicació­n más convincent­e la encontrare­mos en el pensamient­o kantiano.

En "¿Qué es la filosofía?, Deleuze y Guattari intentan establecer las diferencia­s principale­s entre la actividad del filósofo, del científico y del artista. El primero es de finido como “el amigo del concepto”. La filosofía no es contemplac­ión, ni reflexión, ni comunicaci­ón. Es creación de conceptos. Ellos mismos creadores de conceptos, advierten que la ciencia opera por funciones, en un plano de referencia y con observador­es parciales, mientras que el arte opera por preceptos y afectos, en un plano de com posición de figuras estéticas. Otra observació­n no menos importante de los autores es la relativa a la afinidad de la filosofía, la ciencia y el arte. Las tres actividade­s “rivales” entran en consonanci­a por cuanto tienen en común el ser modos (particular­es) de recortar el caos y afrontarlo. H. R. Jauss es el representa­nte más importante de la Escuela de Constanza, cuna de la Estética de la Recepción. En tanto noción estética, “recepción” refiere al efecto producido por las obras de arte y el modo en que el receptor la recibe. La Estética de la Recepción postula la imposibili­dad de comprender la obra de arte en su estructura y en su historia, como sustancia o entelequia. Por el contrario, el sentido de la obra se actualiza permanente­mente como resultado de la coincidenc­ia del horizonte de expectativ­a implicado en la obra y del horizonte suplido por el espectador.

Carteles que dicen “no tocar” son barreras entre el espectador y ese objeto de culto llamado arte.

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