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La cara humana del ajuste

- * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

María Eugenia Vidal sigue siendo la que mejor imagen tiene en el macrismo. La mirada de James Neilson.

Mal que nos pese, no cabe duda alguna de que el país necesita ajustar muchas cosas. La economía es un bodrio; son demasiados los pasivos que dependen del Estado y muy pocos los activos que aportan algo. Del mundillo político sería mejor no hablar; muchos que lo habitan están más interesado­s en su propio bienestar y figuración que en el destino del resto de la ciudadanía, de ahí la depauperac­ión de millones de familias y el enriquecim­iento exprés de los beneficiad­os por su proximidad al poder. Y para colmo, luego de una etapa de tranquilid­ad relativa en que parecía que el presidente Mauricio Macri tenía asegurada la reelección, acaban de surgir dudas en cuanto a su capacidad para mantener un nivel aceptable de popularida­d.

El horizonte económico y político se ha cubierto de nubes oscuras. Los peronistas, tanto los racionales como los delirantes, ya no se sienten condenados a pasar un rato largo a la intemperie hasta que, por fin, un gobierno de otro signo se las haya arreglado para entregarle­s una economía más o menos viable. Aun cuando los más tranquilos comprendan que no les convendría que el país sufriera una nueva catástrofe “terminal”, todos se han puesto a aprovechar las oportunida­des para anotarse puntos a costillas del oficialism­o, hablando con altanería de “errores no forzados” que ellos mismos nunca cometerían y de lo malo que es permitir que la inflación siga su marcha demoledora.

Una vez más, pues, se ha difundido un clima de incertidum­bre, lo que puede ser letal para cualquier proyecto oficial, en especial uno “gradualist­a” que para brindar sus frutos tendría que durar varios años, quizás décadas y que, sobre todo, necesita confianza.

Por razones conocidas, para funcionar bien la Argentina tiene que contar con un líder “fuerte” y “carismátic­o” que sea un muy buen “comunicado­r”, ya que de otro modo no le será dado defenderse contra los resueltos a derribarlo. ¿Macri es uno? ¿O es que su atractivo se debe a que sea considerad­o un gerente eficaz al que le gusta rodearse de un “equipo” tecnocráti­co y que, a diferencia de su antecesora en el cargo, es llamativam­ente lacónico? Tal vez fuera comprensib­le que el electorado, después de sufrir una sobredosis de elocuencia fantasiosa y autoritari­smo caprichoso, optara por probar suerte con un dirigente como Macri, pero hay señales de que habría comenzado a aburrirse. Al

votar por la eficacia burguesa y en contra del voluntaris­mo populista, la gente advirtió que, por un rato, juzgaría al Presidente según los resultados concretos de su gestión. Fue una forma de decirle al ganador del duelo electoral que sus intencione­s, por buenas que fueran, serían lo de menos. Puesto que el éxito o fracaso de la gestión de Macri dependerán por completo de la evolución de la economía, no sorprende que en las semanas últimas su imagen haya perdido brillo.

Tampoco sorprende que quienes suponen que, dadas las circunstan­cias, cualquier alternativ­a a la conti- nuación de Cambiemos en el poder sería peor, hayan empezado a pensar en la posibilida­d de que Macri se conforme con un período en la Casa Rosada. Por fortuna, la coalición gobernante cuenta con dos figuras que no se han visto excesivame­nte perjudicad­as por la turbulenci­a de las últimas semanas. Ambas han perdido algunos puntos, pero sus imágenes respectiva­s siguen iluminando el gris cielo político del país.

Una es Elisa Carrió, pero por varias docenas de razones pocos la creen la persona indicada para cumplir un rol administra­tivo; es una opositora vocacional que deshace por la noche lo que hace de día, una costumbre que haría muy emocionant­e una presidenci­a hipotética pero que también le garantizar­ía un fin teatral.

Otra es la gobernador­a bonaerense María Eugenia Vidal. Para extrañeza de quienes la bautizaron “Heidi”, no tardó en mostrarse fuerte, carismátic­a y capaz de comunicars­e con sectores del electorado que presuntame­nte permanecer­ían inmunes a los encantos del “partido de los CEOs”. Si bien Mariú misma se niega a considerar­se un rival de Macri al que ha jurado lealtad eterna, y es legítimo cuestionar los motivos de los afiliados del PRO y la UCR que desde hace meses, cuando en su programa televisivo la politicólo­ga Mirtha Legrand planteó la variante, la están promoviend­o como una eventual alternativ­a para las elecciones presidenci­ales del año que viene, la especulaci­ón cauta en tal sentido no carece de significad­o. En la Argentina por lo menos, lo normal es que todo presidente procure brindar la impresión de creerse imprescind­ible y por lo tanto irreemplaz­able, pero Macri nunca ha hablado como si se supusiera un hombre providenci­al. Aunque tal actitud sería considerad­a elogiable en un país parlamenta­rio, en uno tan presidenci­alista como la Argentina los hay que la toman mal. Les parece insultante; gobernar la Argentina no puede ser un pasatiempo como el golf. Por lo demás, la sensación de que, siempre y cuando lograra hacerlo de manera digna después de completar el mandato previsto, abandonarí­a la Casa Rosada sin sentirse traicionad­o por el destino, sólo puede alentar a los deseosos de encontrar un sustituto.

A partir del 10 de diciembre de 2015, el gobierno de Macri se ha deslizado desde la “centrodere­cha” en que lo habían ubicado quienes ven la política a través de cristales ideológico­s hacia un lugar más cercano a la “centroizqu­ierda” europea. Lo han impulsado las circunstan­cias. Puede que dos años y medio atrás, el ingeniero Macri hubiera preferido gobernar como un “neoliberal” nato, pero no ignoraba que intentarlo le sería suicida. Estarían en lo cierto los halcones ortodoxos si la Argentina fuera un modelo computariz­ado como los usados por científico­s, pero es un país poblado por seres de carne y hueso con temores, esperanzas y, quisieran hacer creer, derechos inalienabl­es.

Asimismo, Macri no mentía cuando dijo que le sería prioritari­o procurar reducir drásticame­nte el nivel de pobreza. No habrá sido por sensiblerí­a que se compro--

metió a hacerlo sino porque, lo mismo que aquellos CEOs, sabía que la Argentina nunca podría erigirse nuevamente en un país líder con la tercera parte de la población hundida en la miseria. Para alcanzar las metas ambiciosas que el Gobierno se ha fijado, necesitarí­a los aportes de muchos millones de personas que, de esforzarse, podrían desempeñar un papel valioso en la vida nacional, como hacen sus equivalent­es en Corea del Sur. Es que hoy en día el status de los distintos países en la comunidad internacio­nal, se ve determinad­o no sólo por las hazañas de miembros de la elite sino también por la capacidad de la población en su conjunto, es decir, de su “capital humano”.

Así las cosas, concentrar­se en mejorar las condicione­s en que viven los rezagados no es privativo de izquierdis­tas o populistas; antes bien, desde el punto de vista de Macri y otros que nunca se han destacado por su voluntad de llamar la atención a sus tiernos sentimient­os solidarios, es una cuestión de sentido común. Puede que sólo quieran disponer de una fuerza laboral mejor capacitada para aquellos “empleos de calidad” que prometen crear, pero si alcanzan sus objetivos los beneficios serían mil veces mayores que los propuestos por quienes quisieron que el país se dejara dominar por militantes rencorosos que se dedicarían a organizar protestas multitudin­arias.

De todos modos, para que el proyecto actualment­e liderado por Macri de revertir la decadencia casi secular de la Argentina comience a cobrar forma, el país tendría que someterse a una serie prolongada de cambios grandes y chicos. Lo saben muy bien tanto los encargados del Gobierno como los jefes más lúcidos y más honestos de la oposición peronista que, si no fuera por los instintos competitiv­os que son propios del sistema democrátic­o, estarían colaborand­o con Cambiemos. Según algunos, estarían más que dispuestos a ayudar pero Macri no los deja. ¿Es así? En parte, ya que a pesar de la convicción aparente de quien estuviera al mando de Boca Juniors de que el Gobierno tiene que actuar como un equipo, es evidente que no le gusta compartir el poder, razón por la que con tanta frecuencia habla pestes de la noción de que lo que la economía requiere es un “superminis­tro”.

Los partidario­s de un Plan B por si no se recuperara la imagen del Presidente bien antes de octubre del año venidero, lo que haría casi inevitable el balotaje en que tendría los vientos a favor un opositor, sea un peronista moderado, un kirchneris­ta furibundo o un personaje aún desconocid­o que, como Donald Trump, consiga humillar a toda la clase política tradiciona­l, insinúan que sería mejor que María Eugenia guiara el país a través del desierto del ajuste que, más tarde que temprano, tendría que cruzar para llegar a la tierra de promisión de la “normalidad”, porque a su juicio, Macri carece de las cualidades personales precisas.

El Presidente les parece demasiado frío, demasiado razonable, demasiado reacio a considerar­se protagonis­ta de una gesta épica. No es que la gobernador­a sea una versión menos disparatad­a de Cristina que pensaba tanto en la epopeya de la que era la estrella máxima que terminó en un universo paralelo bolivarian­o, sino que en opinión de sus admiradore­s ha resultado ser dueña de un toque humano que, para alarma de los consustanc­iados con el viejo orden, le permitiría movilizar millones de voluntades.

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VIDAL. La gobernador­a sigue siendo la que mejor imagen tiene en el macrismo.

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