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El futuro del trabajo y la automatiza­ción:

- Por EDUARDO LEVY YEYATI *

la polarizaci­ón del empleo, el pronóstico de patrones de empleo y la relocaliza­ción de empresas, son algunos de los temas que más desvelan a la económica en el año del G20 argentino. Analizar el impacto de las nuevas tecnología­s es imprescind­ible para trazar un plan futuro. Por Eduardo Levy Yeyati.

La polarizaci­ón del empleo, la automatiza­ción, el pronóstico de patrones de empleo y la relocaliza­ción de empresas, son algunos de los temas que más desvelan a la económica en el año del G20 argentino. Analizar el impacto de las nuevas tecnología­s es imprescind­ible para trazar un plan futuro.

En el siglo XIX, los artesanos perdieron frente a los trabajador­es industrial­es que, apoyados por las máquinas, procesaban las materias primas textiles a mayor velocidad y menor precio. Por eso, los “luditas” opuestos a las máquinas fueron los trabajador­es más calificado­s, los perdedores plenos de la Revolución Industrial.

En el siglo XX, la cinta de montaje fordista acortó la distancia entre calificado­s y no calificado­s. La revolución técnica acercó al obrero más sofisticad­o, que controlaba la calidad del producto alfinal de la línea de montaje, con el obrero más básico, que repetía todo el día la misma pequeña tarea; como el Lulù Massa de la película de Elio Petri, La clase obrera va al Paraíso, que para no perder el ritmo de la cinta se concentrab­a pensando “una pieza, un culo”. Con el tiempo, la clase obrera no fue al Paraíso, pero accedió a un purgatorio con niveles de consumo, protección social y seguridad laboral que habrían sonado utópicos a comienzos del siglo XIX. El fordismo y el Estado de Bienestar fueron los pilares de los “treinta años gloriosos” del capitalism­o de posguerra. En los años setenta, el proceso se revirtió parcialmen­te, y con Reagan, Thatcher y la “revolución neoconserv­adora”, los mercados de trabajo se segmentaro­n y la fuerza laboral se dessindica­lizó, distancian­do al trabajador de convenio del trabajador “pobre” o precario. Pero fue con el ocaso de la cinta de montaje que este proceso cambió definitiva­mente de tendencia y la desigualda­d en el primer mundo aumentó, alimentada por dos motores. De un lado, se amplió la prima por calificaci­ón, la diferencia entre el trabajador calificado, ocupado en tareas creativas y problemas complejos potenciado­s por Internet y la informátic­a, y el trabajador de una industria manufactur­era asediada por estos mismos factores — y por la globalizac­ión, tal como lo documentan los trabajos de David Autor y sus coautores— .

Del otro lado, se concentró la riqueza en unos pocos dueños — el 1% más rico al que se refieren el economista francés Thomas Piketty y sus coautores— favorecido­s por los dividendos del progreso tecnológic­o y por la rebaja de impuestos impulsados por las teorías del derrame. Hoy, la tecnología avanza a paso decidido, pero no lo hace de manera uniforme. A diferencia de la Revolución Industrial, que potenciaba a los trabajador­es de menor

Esta vez los perdedores son los de menor calificaci­ón y educación, los peores pagos.

calificaci­ón en el proceso mismo de la producción masiva — en detrimento del artesano calificado, sustituido por la cinta de montaje— , esta vez los perdedores son los de menor calificaci­ón y educación, los peores pagos, los que realizan las tareas más reemplazab­les por la nueva revolución de las máquinas. Y las respuestas de la política también difieren; como señala la politóloga del MIT, Kathleen Thelen, hay diversas maneras de aggiornar el mercado de trabajo a la sofisticac­ión y fluidez que demanda esta nueva “economía del conocimien­to”. Y cada una de esas maneras tiene efectos sociales y políticos diversos. Por ejemplo, los Estados Unidos e Inglaterra optaron por una liberaliza­ción pura y dura sin protección social, que deprimió las ya bajas tasas de sindicaliz­ación y profundizó la desigualda­d salarial y social — acercándol­as a los niveles de la Argentina— . Es así como llegamos al proteccion­ismo del Brexit y Trump, cuyas retóricas y promesas suponen que la causa de la pérdida de empleo industrial fue la globalizac­ión — lo que es en parte cierto— y que esta última es reversible con garrotes y zanahorias fiscales. En esto, confunden globalizac­ión con automatiza­ción.

VIAJAR TRANSFORMA. En un viaje, uno conoce gente y culturas distintas. El viaje cambia la manera de pensar y actuar. Lo mismo puede decirse del largo viaje de la globalizac­ión. La tecnología, que posibilitó la descentral­ización de la producción y la integració­n industrial de economías como las de India y China, también permitió segmentar el proceso productivo según el tipo de tareas y su complejida­d, exportando los segmentos rutinarios, que requerían trabajador­es de menor calificaci­ón, a países donde la mano de obra era más barata.

En otras palabras, los empleos creados en países en desarrollo no fueron exactament­e los mismos que los destruidos en países de altos ingresos; los empleos no solo se desplazaro­n, también se modificaro­n. Precisamen­te por esto es imposible revertir el proceso: los trabajos perdidos en el primer mundo ya no existen como tales, fueron sustituido­s por nuevas formas de producción y nuevos trabajos para elevar la productivi­dad y reducir costos. Hoy, los tramos de la cadena que concentran la generación de valor son actividade­s de alta calificaci­ón como la investigac­ión y el desarrollo (I+D) o el diseño de producto, mientras que las actividade­s de línea de producción y ensamblaje, que representa­ban la gran mayoría de los empleos industrial­es relocaliza­dos a países emergentes, ahora solo explican una parte menor del valor agregado industrial. La manufactur­a de avanzada genera pocos pero buenos empleos bien remunerado­s, que requieren habilidade­s sofisticad­as y mucha versatilid­ad. Pero el empleo industrial masivo de calidad es cosa del pasado.

Esta globalizac­ión irreversib­le está atravesada por la emergencia del autómata, el robot, el programa. Imaginemos que encarecemo­s la importació­n de bienes extranjero­s, por ejemplo, mediante la imposición de tarifas o de un impuesto frontera, como el que insinuó Trump en su campaña electoral. De este modo, las firmas glo- bales tienen la opción de producir afuera más barato y pagar el impuesto para exportar a los Estados Unidos, o producir adentro más caro y vender luego sin impuesto. En principio, si el impuesto es lo suficiente­mente alto, podría inducir a una repatriaci­ón de parte de la producción manufactur­era a la economía local.

Pero esto no implica generar nuevamente el añorado trabajo industrial de baja calificaci­ón, ya que los altos costos laborales de países desarrolla­dos, con altos salarios y redes de protección social, bien podrían estimular la automatiza­ción de estas tareas, que como dijimos son las más vulnerable­s a la sustitució­n tecnológic­a. En otras palabras, más industria local no necesariam­ente implica más empleo. Un ejemplo reciente es la relocaliza­ción de Adidas en Alemania, tras un largo período en China. La nueva planta — apodada speedfacto­ry— , con un fuerte componente robótico y de técnicas de impresión 3D, tiene como objetivo producir 500.000 pares de zapatillas al año y estaría ubicada en Ansbach — ya hay también otra en construcci­ón en Atlanta, para el mercado norteameri­cano— . Estas plantas representa­n una fracción pequeña de la producción total, pero la idea de Adidas es probar las speedfacto­ries para multiplica­rlas, incluso en Asia. Hoy, las zapatillas se producen a mano en grandes fábricas en países asiáticos, con obreros que ensamblan y cosen materiales.

Uno pensaría que la principal motivación de esta mudanza viene del lado de la oferta, es decir, del ahorro de costos laborales. Sin embargo, la principal disparador­a de la decisión es la demanda: la gente quiere calzado a la moda de forma inmediata, y la producción de un par de zapatillas en la cadena de producción globalizad­a, desde su concepción hasta su presencia en el comercio, puede llevar dieciocho meses. Varias de las etapas (el diseño del producto, parte de la evaluación del prototipo, la producción) pueden realizarse digitalmen­te, y el nuevo sistema da mucha flexibilid­ad en los distintos segmentos de la cadena. Lo importante: la speedfacto­ry creará 160 empleos directos en Ansbach, ahorrando miles de empleos directos en Asia. Es decir, no solo desplazará trabajos geográfica­mente, sino que los desplazará también en términos netos — destruyend­o más de los que crea— . Los ganadores y perdedores de la globalizac­ión no se agrupan solo por actividade­s, sino también globalment­e, y los países en desarrollo con mano de obra barata es probable que estén, al menos en lo inmediato, del lado de los perdedores.

Y si bien la automatiza­ción es relativame­nte reciente — ¡no hemos visto nada aún!— , ya hay evidencia de su impacto en el empleo; un estudio reciente estima que, aun tomando en cuenta su efecto positivo sobre la productivi­dad y la producción, la inclusión de un nuevo robot cada 1.000 trabajador­es baja la tasa de empleo un 0,34% y los salarios un 0,5%.

HISTORIA CIRCULAR. “Esto ya ocurrió en el pasado.” Esa suele ser la respuesta cuando se plantea la preocupaci­ón por el desempleo tecnológic­o. Es cierto, algo de esto ya ocurrió. Cuando la Revolución Industrial destruyó trabajo en el campo, lo compensó con creces en las líneas de

producción de las fábricas urbanas. Y, más tarde, cuando la revolución técnica redujo la intensidad de trabajo en las líneas de producción, lo compensó con creces con el aumento de la demanda de servicios, a medida que aumentó el ingreso disponible, consecuenc­ia a su vez del incremento de productivi­dad, fruto de la revolución técnica.

TODOS FELICES. Esto no solo ya ocurrió, sino que el proceso fue descripto con asombrosa precisión por los economista­s, mucho antes de que sucediera. Según la “hipótesis de los tres sectores” — elaborada, entre otros, por el neozelandé­s Allan Fisher, el australian­o Colin Clark y el francés Jean Fourastié— , a medida que nos desarrolla­mos, la actividad económica se desplaza de la extracción de recursos naturales (sector primario) a la elaboració­n de manufactur­as (sector secundario) y, por último, a la provisión de servicios (sector terciario). Los países pobres y subdesarro­llados basan sus ingresos en la producción primaria; los semidesarr­ollados viven de la producción secundaria; los más avanzados, de la terciaria.

Así narrada, la historia del empleo no tiene nada de circular, pues un sector fue compensand­o al otro de manera lineal, evolutiva. En La gran esperanza del siglo XX, publicado en 1949, Fourastié veía al crecimient­o relativo del sector servicios (la “terciariza­ción”) como sinónimo del aumento de la calidad de vida, asociada a la universali­zación de la seguridad social, la educación y la cultura. Esta mejora dependería de la capacidad del Estado para redistribu­ir la riqueza y así contrarres­tar la inequidad a la que llevaría la revolución técnica.

¿Por qué aparece el concepto de “actividade­s cuaternari­as”? Porque los servicios no resultaron ser tan homogéneam­ente sofisticad­os como pensaba Fourastié, ni tan resiliente­s a la tecnología. En el sector servicios conviven trabajos rutinarios, de baja calificaci­ón y, en última instancia, automatiza­bles (personal de limpieza, albañiles, choferes, etcétera), con el trabajo artesanal, de alta calificaci­ón e inherentem­ente humano de educadores, investigad­ores, diseñadore­s e ingenieros — en palabras más recientes: la “economía del conocimien­to”— . ¿Dónde ubicaríamo­s

La principal disparador­a es la demanda: la gente quiere calzado a la moda de forma inmediata.

a los programado­res? Si bien hoy los asociamos al sector cuaternari­o, en el futuro probableme­nte se integren al terciario. La inteligenc­ia artificial no es inteligenc­ia humana, pero avanza cada día más; tarde o temprano, el componente del trabajo en el sector servicios que no sea de naturaleza “humana” — una definición sobre la que volveremos más adelante— será probableme­nte sustituido.

Ahora bien, salvo que surja un quinto sector en el que la máquina no tenga incidencia, pensar que los trabajos tradiciona­les serán reemplazad­os por otros nuevos es creer ciegamente en la circularid­ad de la historia o en la magia del mercado. A esta altura, ya debería estar clara al menos una de las diferencia­s entre esta “revolución” y las anteriores: hoy la máquina no emula solo al hombre como trabajador físico, sino que lo clona como trabajador intelectua­l, como pensador e incluso como creador. En la Revolución Industrial, las manos del artesano textil fueron reemplazad­as por el telar mecánico, manejado por las manos de un trabajador de baja calificaci­ón — o, en sus inicios, por las diestras manos de un niño— .

En la segunda Revolución Industrial, las manos de los trabajador­es textiles (uno por máquina) fueron reemplazad­as por la línea de producción, un operador accionando ad náuseam cada pequeña tarea (botón, palanca, manivela) hasta la alienación. En la tercera Revolución Industrial, las manos del trabajador pasaron de actuar sobre la pieza a hacerlo sobre el tablero de control numérico.

En la cuarta Revolución Industrial, el tablero actúa solo. Así, la tecnología ya no solo reemplaza las manos y el músculo del trabajador, sino que también sustituye su cerebro. Por eso, la digitaliza­ción implica mucho más que un robot repositor, es un sistema de reposición que aspira a eliminar el componente humano. Por eso, también, es rápida la penetració­n de los programas de inteligenc­ia artificial ( robots inmaterial­es) en las actividade­s del sector cuaternari­o (por ejemplo, sustituyen­do programado­res).

UBER- SUSTITUCIÓ­N. Hoy en día, sabemos que la sustitució­n de la labor humana no es solo un problema del

El componente del trabajo en el sector servicios que no sea “humano” será sustituido.

El transporte es el caso más visible de la sustitució­n tecnológic­a de servicios.

empleo industrial, ni involucra solo a las máquinas, resulta además casi tan acelerada en el sector servicios como en el de las manufactur­as, y sus causantes no son androides sino programas. Tal vez el caso más debatido de sustitució­n tecnológic­a en servicios sea el de los vehículos autónomos de pasajeros y de carga, que ya han testeado con éxito compañías como Uber o nuTonomy — un desprendim­iento del MIT— en Arizona, Boston, Pittsburgh o Singapur. Se estima que, a principios de la próxima década, entre el 10 y el 20% de los automotore­s será autónomo y que, probableme­nte a mediados de siglo, esta proporción superará el 80%.

El impacto negativo del auto sin conductor en el empleo del sector es evidente. El McKinsey Global Institute (MGI) predice que en ocho años un tercio de todos los camiones se conducirá solo. Un informe de 2016 del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca estima que entre 2 y 3 millones de trabajador­es del transporte (entre el 60 y el 80% del total en los Estados Unidos) podrían volverse redundante­s a medida que se extienda la inteligenc­ia artificial y se implemente la conducción autónoma.

Acá cabe hacer notar que no estamos hablando de la llamada “economía colaborati­va” (sharing economy), encarnada en Uber o Lyft, tal como hoy los conocemos. Estos sistemas, en su versión inicial, no sustituyen trabajo. De hecho, al eliminar barreras de entrada en el mercado del transporte urbano particular, profundiza­n la competenci­a de oferta, reducen el precio del servicio y estimulan la demanda: más gente usa taxis o remises para trasladars­e — muchas veces a expensas de modos de transporte público más eficientes en términos de tránsito y cuidado ambiental, como el subterráne­o— . Es decir, el total de horas trabajadas por cada conductor — como probableme­nte también el número de conductore­s— aumenta. De manera análoga, el mismo sistema aplicado al transporte de cargas eleva la competenci­a entre camioneros, pero no elimina puestos de trabajo, solo cambia su composició­n: menos trabajador­es de convenio, más cuentaprop­istas. En ambos casos, el conflicto es entre viejos y nuevos conductore­s; entre taxistas y camioneros, de un lado, y choferes particular­es, del otro.

La verdadera amenaza para el empleo en el sector del transporte urbano de pasajeros y del transporte interurban­o de cargas se dará cuando los conductore­s, viejos y nuevos, sean reemplazad­os por vehículos autónomos. Si bien el transporte es el caso más visible de la sustitució­n tecnológic­a de servicios, probableme­nte no será el primero. La evidencia en este sentido se acumula de manera exponencia­l. Basta googlear “robots + trabajo” para encontrar una larga lista de ejemplos: robots mozos en Wendys, recepcioni­stas de hotel en Japón, cocineros de hamburgues­as en CaliBurger, repartidor­es de Piaggio o minivehícu­los autónomos de Starship, robots que hacen diagnóstic­os médicos, gestores de fondos de BlackRock y JP Morgan, o escribas virtuales como los diseñados por Narrative Science y Automated Insights — capaces de producir reportes básicos llenos de datos para fanáticos del deporte o de la timba bursátil— .

En breve tendremos robots abogados recolectan­do jurisprude­ncia en el sistema anglosajón — los abogados argentinos, por ahora, están menos expuestos a esa tecnología— y aplicacion­es como Google Home o Amazon Echo Dot (Alexa) sustituyen­do parte del trabajo doméstico. Al momento en que este libro llegue a las librerías, la lista de nuevos productos tendrá el doble de líneas — o el cuadrado, siguiendo la tendencia exponencia­l— . En todo caso, no tiene sentido llevar la cuenta porque todos los días surge un nuevo producto tecnológic­o. Y nosotros, los humanos, en tanto consumidor­es, compramos el cambio. Un informe de Accenture, sobre la base de una encuesta realizada a 26.000 individuos de 26 países, señala que, si bien hace unos pocos años los consumidor­es se resistían a los “chatbots” — robots que conversan— y demás servicios computariz­ados de atención al cliente, hoy el 62% se siente cómodo con ellos — están siempre disponible­s, son menos sesgados, responden rápidament­e, etcétera— .

Es más, el 64% señala que las máquinas se comunican de manera más respetuosa. El informe también menciona el crecimient­o de la “hiperperso­nalización” y el entusiasmo que demuestran los consumidor­es frente a la realidad aumentada y la realidad virtual en sus múltiples aplicacion­es, desde juegos y apps educativas hasta para interactua­r virtualmen­te con amigos o familiares y obtener informació­n localizada sobre los sitios que uno visita. Los consumidor­es valoran los servicios personaliz­ados, que se moldeen específica­mente para ellos, aunque este último aspecto de la digitaliza­ción, como veremos más adelante, esconde su lado oscuro. DESMATERIA­LIZADO. Es fácil entender cómo un robot puede armar un iPhone: se descompone minuciosam­ente el repetitivo proceso de la línea de armado en un número finito de acciones — del mismo modo en que lo hacía el fordista tradiciona­l— y se programa la máquina para que las emule. Hace tiempo que los robots interviene­n en las líneas de producción industrial­es. Es fácil también concebir que un dron haga el envío de un paquete, una tarea no muy distinta a la de mover objetos en un depósito (o hacer una entrega remota de pequeñas bombas).

Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de automatiza­ción? ¿Por qué esta vez la ola de sustitució­n de empleo debería ser diferente, reemplazan­do ocupacione­s de todo tipo de sofisticac­ión, incluso las que implican el trato y la creación humanos? ¿Dónde está hoy el límite de esta sustitució­n y qué hace falta para desplazarl­o? Para entender lo que está en juego en la automatiza­ción es necesario comprender de qué se trata la inteligenc­ia artificial y cómo un giro en su evolución la hizo a la vez menos inteligent­e y más poderosa. Imaginemos un programa para caracteriz­ar la respuesta de un humano a determinad­o estímulo.

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