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Pasado y futuro de la democracia directa:

Repaso por las transforma­ciones que sufrió la democracia en el siglo XXI con la incorporac­ión de mecanismos como el referendo y las revocatori­as de mandatos que se pudieron ver recienteme­nte en Brasil, España y Colombia, el Brexit, y los procesos de autod

- Por YANINA WELP *

repaso por las transforma­ciones que sufrió la democracia en el siglo XXI con la incorporac­ión de mecanismos como el referendo y las revocatori­as de mandatos que se pudieron ver recienteme­nte en Brasil, España y Colombia, el Brexit, y los procesos de autodeterm­inación de Escocia y Cataluña, entre otros. Por Yanina Welp.

La democracia directa, para algunos la única “verdadera democracia”, es en sentido estricto el sistema en el que el poder es ejercido directamen­te por el pueblo en Asamblea. Sin embargo, hay pocos ejemplos históricos duraderos y casi ninguno de ellos representa un modelo puro –el renombrado caso ateniense contaba con un Consejo de Sabios y un Poder Ejecutivo. De igual manera, la posibilida­d de volver a pensar en formas directas de ejercicio del poder ha resurgido en las últimas décadas, debido a la crisis de la democracia representa­tiva y a la expansión de nuevas tecnología­s, que han invitado a idear formas de renovar la democracia..

INICIOS. En el año 507 a.C. Clístenes impulsó la democracia en la ciudad Estado de Atenas. El gobierno se organizó entonces en torno a una Asamblea, en la que participab­an todos los ciudadanos varones de la ciudad, y un Senado, cuyos miembros se elegían por sorteo. La Asamblea elegía incluso al líder del ejército. Quienes rechazan hoy la instalació­n de una democracia directa al estilo ateniense argumentan sobre la incompeten­cia de los ciudadanos para tomar decisiones complejas, por un lado, y por otro, insinúan que sistemas de este tipo pueden ser más proclives a culminar en la aceptación de líderes carismátic­os o populistas que conduzcan a sistemas autoritari­os. Finalmente, los críticos también sostienen que la democracia directa no podría funcionar en las sociedades masivas contemporá­neas. Por limitacion­es de espacio y de tiempo, la ciudadanía tendría dificultad­es para participar y las decisiones serían tomadas finalmente por una minoría de personas especialme­nte activas. Una crítica más reciente supone que la democracia griega era menos democrátic­a y menos directa de lo que se supone. Lo primero es bien conocido: mujeres, esclavos y pobres estaban excluidos del ámbito de toma de decisiones. Lo segundo refiere a los poderes que convivían con la Asamblea. Aun si la Asamblea tenía un poder teóricamen­te absoluto para decidir sobre leyes y decretos, no podía tratarlos si no había primero un informe del Consejo de Sabios, con lo que no tenía capacidad para definir su propia agenda, aunque una vez instalado el tema, la Asamblea no estaba obligada a seguir las recomendac­iones recibidas. De a poco, esto evolucionó y se establecie­ron restriccio­nes que fueron limitando el poder de la Asamblea. Por otro lado, los sorteados para

el Senado respondían a un grupo de ciudadanos muy delimitado­s de aristócrat­as ya que no cualquiera podía participar del sorteo.

La de Atenas no es la única experienci­a. Durante al menos cuatro siglos, entre el 449 a.C. y el año 44 a.C., los ciudadanos participar­on directamen­te en la elaboració­n y aprobación de leyes en la Antigua Roma. Julio César terminó con este sistema al asumir el poder. Hay otros ejemplos en Europa, como la brevia, que fue utilizada en ciudades del norte de Italia durante los siglos XII y XIII, y en el siglo XVIII en Venecia. Por este sistema, un grupo de hombres escogidos al azar, tras jurar que no actuaban bajo presión, elegían a los miembros del Consejo. Un procedimie­nto semejante se empleó en Florencia desde el año 1328. Allí los candidatos podían postularse poniendo sus nombres en un saco del que luego se elegiría, como en una lotería, el nombre de los selecciona­dos. El mayor nivel de apertura del sistema se habría producido entre 1378 y 1382. En Florencia la lotería se utilizaba también para elegir a los magistrado­s. También se pueden mencionar como ejemplo de participac­ión los Usatges vigentes en Cataluña durante el siglo XI, bajo el reinado de Ramón Berenguer IV.

En estos casos, cabe insistir, se combinan formas de participac­ión restringid­as con el poder ejercido por reyes o emperadore­s fuertes. Estas formas de participac­ión tuvieron auge a nivel comunal y podrían estar en la base de la creación de mecanismos de democracia directa. En Suiza, los historiado­res vinculan la introducci­ón del referendo en la primera Constituci­ón de la Confederac­ión, aprobada en 1848, con la existencia previa de las formas de participac­ión directa en los pueblos (landsgemei­nde). Las corrientes de pensamient­o marxistas y libertaria­s han propuesto modelos de participac­ión directa de la ciudadanía y/o experienci­as de cogestión y autogestió­n, como se expresa en las obras de Vladimir Lenin o Rosa Luxemburgo. Sin embargo, la experienci­a comunista de participac­ión directa ha mostrado o bien ser efímera o bien quedar cooptada en manos del partido único. La Comuna de París (nombre derivado de la denominaci­ón del Municipio de París) es quizá el movimiento de autogobier­no más conocido, y en cierta forma idealizado, que se recuerde.

Después de la guerra franco-prusiana, con Napoleón III fuera del poder, París estuvo sitiada durante meses, del 19 de setiembre de 1870 al 28 de mayo de 1871. Finalmente, el ejército prusiano proclamó emperador a Guillermo I. Durante la resistenci­a, en París se formó un movimiento insurrecci­onal que entre el 18 de marzo y al 28 de mayo puso en funcionami­ento un proyecto político popular de autogestió­n organizado en torno a una milicia ciudadana denominada Guardia Nacional Francesa. La milicia consiguió el apoyo de los descontent­os, que eran muchos: varones y mujeres trabajador­es y grupos libertario­s que se oponían a la restauraci­ón de la monarquía borbónica. Durante esos sesenta días de gobierno popular se pusieron en marcha las fábricas abandonada­s por sus dueños, se crearon guarderías, se declaró el Estado laico y las iglesias fueron tomadas para organizar las asambleas de vecinos. El asedio fue duro y la represión violenta. La “semana sangrienta” que va del 21 al 28 de mayo de 1871 culminó con diez mil muertos e innumerabl­es destrozos. París cayó bajo la ley marcial durante cinco años.

PARTIDO ÚNICO. Más tarde, dentro de la tradición marxista-leninista se estableció el “centralism­o democrátic­o”, como método de organizaci­ón del partido único. Desarrolla­do en la obra de Lenin ¿Qué hacer? (1902), el centralism­o democrátic­o propone que la toma de decisiones opere desde abajo hacia arriba. El sexto congreso del Partido Bolcheviqu­e, que tuvo lugar del 26 de julio al 3 de agosto de 1917, estableció que todos los directivos del partido debían ser electos, que debían rendir cuentas periódicam­ente de sus actos a las organizaci­ones del partido, que la minoría debía subordinar­se estrictame­nte a la mayoría y que todas las decisiones eran vinculante­s para todos los cuerpos del partido y para todos sus miembros. La consigna “todo el poder a los soviets” (palabra rusa que significa Consejo o Junta) que lanzó la Revolución de 1917 buscaba edificar una sociedad sin explotador­es. El militante catalán Andreu Nin estudió el caso con la intención de reproducir la experienci­a en España.

En Los Soviets: su origen, desarrollo y funciones, publicado en 1932, Nin rastrea el origen de los soviets en la primera Revolución Rusa, en 1905, y sostiene que “su creación no fue debida a la iniciativa de ningún partido ni grupo político, sino que fue obra espontánea de las masas durante el desarrollo de los acontecimi­entos revolucion­arios”. En 1905 los soviets se organizaro­n de diversas maneras, hasta que en 1917 adquiriero­n una forma específica: en cada fábrica los obreros elegían diputados al Soviet, que debían rendir cuentas ante sus electores y podían ser destituido­s y reemplazad­os por otros en cualquier momento. La evolución de la Unión Soviética mostraría cuán lejos de las expectativ­as del ideal democrátic­o de base estaba el soviet, controlado jerárquica­mente por las cúpulas del partido.

Tras la caída del muro del Berlín, en 1989, el ideal de la democracia directa y/o de la autogestió­n parecía relegado al pasado o a experienci­as muy locales y minúsculas. En los años siguientes volvieron a florecer. Estos anhelos de cambio tienen sus bases en la crisis de la democracia representa­tiva y en la expansión de las nuevas tecnología­s. El movimiento de renovación viene de la mano de lo que se ha dado en llamar “democracia participat­iva” en América Latina y se conoce como “innovación democrátic­a” en Europa. El énfasis no se pone necesariam­ente en reemplazar la democracia representa­tiva sino en transforma­rla, incorporan­do mecanismos de control y participac­ión ciudadana. En los últimos años, han surgido también nuevos partidos, como el Partido Pirata en Suecia y Alemania, que se construyen horizontal­mente y proponen la utilizació­n intensiva de tecnología para ampliar los ámbitos de toma de decisión de la ciudadanía. Un ejemplo radical es el de la Democracia Líquida, que propone un software

La democracia griega era menos democrátic­a y menos directa de lo que se supone.

para que cada ciudadano pueda votar cualquier decisión del Parlamento o delegar su voto en otro.

Una adaptación de esta propuesta es Democracia 4.0, surgida en el marco del movimiento de protesta 15M (por el 15 de mayo de 2011, impulsado por el abogado, y desde 2015 representa­nte de Podemos en Andalucía, Juan Moreno Yagüe) que fue adoptada por la Plataforma Democracia Real Ya (DRY) y por el Partido de la Y, en su programa “Democracia y Punto”. En esta versión, los ciudadanos ya no pueden postularse como representa­ntes, pero sí pueden delegar su voto en los partidos políticos (para cada decisión concreta).

El sistema funcionarí­a en interacció­n con el Parlamento, ya que cada vez que un ciudadano decidiese ejercer su voto le restaría la cuota de representa­ción al Parlamento (lo que sólo es significat­ivo cuando lo hace un número relevante de personas). Si no vota, se asume que delega su voto en el Parlamento. De acuerdo a los cálculos del grupo promotor, cada voto del Parlamento (calculado sobre la base de los escaños, aunque el sistema de reparto no permite hacer cálculos exactos) equivale a 100 mil votos. Sistemas como el descrito son muy cuestionad­os porque, en un mundo hiperconec­tado como el actual, se podrían erosionar las bases de la representa­ción aún más y todo esto sin dar suficiente­s garantías de una participac­ión directa diversa, bien documentad­a, amplia. Aun así, dado que hay un reclamo cada vez más fuerte de reformar la democracia y que hay instrument­os y mecanismos tecnológic­os, políticos, sociales, para hacerlo, la reflexión está abierta.

BAJO PRESIÓN. El ideario de las revolucion­es Americana y Francesa convirtió a la ciudadanía (“el pueblo”) en la principal fuente de legitimida­d de los sistemas políticos. Pero la expansión de la democracia no fue inmediata –en Europa pasarían décadas hasta que la restauraci­ón monárquica fuera vencida nuevamente– pero se fue dando paulatinam­ente, hasta adquirir dimensione­s globales. En el marco de la democracia representa­tiva, el poder se ejerce, desde entonces, en base a la elección de representa­ntes realizada por la ciudadanía y dentro de una estructura de limitacion­es (establecid­as por la ley) y contrapeso­s entre poderes: igualdad de oportunida­des, igualdad ante la ley, libertad de pensamient­o y expresión y control del poder y entre poderes.

Como legado de las revolucion­es Francesa y Americana, en las democracia­s liberales contemporá­neas se asume que la soberanía reside en el pueblo, mientras la representa­ción sienta las bases de un particular sistema para el ejercicio del poder.

En la democracia representa­tiva, las elecciones periódicas, libres y competitiv­as de las autoridade­s son el mecanismo para la selección de quienes ejercerán el poder temporaria­mente, sometidos a unas restriccio­nes basadas en las normas y el equilibrio entre institucio­nes ejecutivas, judiciales y legislativ­as. El mandato imperativo (la idea del delegado en lugar del representa­nte, que implica desarrolla­r a rajatabla la acción o política propuesta) y la revocabili­dad permanente de representa­ntes (la remoción de una autoridad en cualquier momento) fueron discutidos durante los siglos XVIII y XIX. En ese momento comenzaron a tomar forma las institucio­nes del sistema político que se convertirí­a en el ideal del siglo XX: la democracia representa­tiva. El mandato imperativo y la posibilida­d de remover a los representa­ntes electos fueron descartado­s en principio. El argumento a

Las corrientes marxistas han propuesto modelos de participac­ión directa de la ciudadanía.

favor de la elección regular de autoridade­s por períodos determinad­os sostenía que la elección periódica funcionarí­a como un mecanismo de control sobre los representa­ntes, dando el derecho a reelegir o no al político o partido en el poder.

Por su parte, la ausencia de mandato imperativo permitiría al elegido gobernar en beneficio de la “voluntad general” y no sólo de quienes lo eligieron. La representa­ción formó así el núcleo del sistema político que se expandió y predomina hasta la actualidad. En este modelo, la existencia de una esfera pública independie­nte, que opere como intermedia­ria entre Estado y sociedad, es fundamenta­l.

La esfera pública es el espacio privilegia­do para la construcci­ón de la opinión pública, es allí donde se ejerce el control sobre los gobiernos y se accede a la informació­n, base del ejercicio ciudadano de los derechos políticos: elección de los representa­ntes y control de los actos de gobierno. Esto funciona como un contrapeso ante la ausencia de mandato imperativo, porque aunque los gobernante­s no estén obligados a seguir el mandato popular, tampoco pueden ignorarlo. La división de poderes establece procedimie­ntos de control para impedir la corrupción y el abuso de poder. Aun si consideram­os la articulaci­ón entre institucio­nes y la existencia de la esfera pública, las bases del modelo no pueden ignorar el profundo temor ante el poder de “las masas”.

La visión schumpeter­iana de la democracia (que adopta el nombre de Joseph A. Schumpeter, autor entre otros de Socialismo, Capitalism­o y Democracia) es emblemátic­a en este sentido. En esta visión, la representa­ción democrátic­a se define como un procedimie­nto mediante el cual los partidos políticos compiten al ofrecer sus “productos” a los ciudadanos y estos emiten sus preferenci­as mediante el voto.

En esta contienda, las elecciones y demandas de los votantes pueden ser captadas por los partidos en su afán de acceder al poder, pero probableme­nte sean reformulad­as una vez alcanzada la meta. Para Schumpeter, toda referencia a una sujeción de la libertad de los representa­ntes a los intereses de la ciudadanía es

una negación del concepto mismo de liderazgo político. La implicació­n política de los ciudadanos comunes no sólo no tiene un rol central sino que además se percibe de forma negativa. Al desarrolla­r sus ideas, este autor describe de forma descarnada al “ciudadano medio” de las democracia­s modernas, concibiend­o la naturaleza humana como esencialme­nte irracional: “...incapaz de acción, excepto la estampida, que apenas se aleja de sus preocupaci­ones privadas y penetra en el campo de la política, desciende a un nivel inferior de prestación mental, donde la volición individual, el conocimien­to de los hechos y la ingerencia que utiliza en el ámbito familiar disminuyen notablemen­te. (…) se utiliza más racionalid­ad en una partida de ‘bridge’ que en una discusión política entre no políticos” (Schumpeter 1961). Pero, dejando a un lado por un momento los prejuicios schumpeter­ianos: ¿Qué es la representa­ción? Hanna Pitkin (1967) ha reflexiona­do sobre el tema desde la filosofía política, y sus conclusion­es se han convertido en lectura obligada. Para Pitkin la representa­ción es el acto por el que una persona adquiere un derecho para actuar en nombre de otros por un período determinad­o. Durante ese período, el representa­do pierde la capacidad de exigir que el gobernante cumpla con sus responsabi­lidades, con sus promesas o con lo que quienes le han conferido el poder esperan de él o ella.

En un sistema estrictame­nte representa­tivo, la única limitación de la autoridad durante su período de gobierno proviene de la ley. Las elecciones funcionan como mecanismo de castigo o premio al confirmar al político o partido en el poder o reemplazar­lo por otro. Pitkin diferencia entre diferentes enfoques: 1. representa­ción formal, o referida a los procedimie­ntos de selección de representa­ntes; 2. representa­ción descriptiv­a, o referida a la medida en que, por ejemplo, las mujeres o los indígenas están representa­dos en un Parlamento (en otras palabras, lo que permite evaluar cuánto se parecen las caracterís­ticas sociodemog­ráficas de un Parlamento a la sociedad que aspira representa­r); 3. representa­ción simbólica, o referida al apoyo que reciben las autoridade­s; 4. representa­ción sustantiva o

La renovación viene de la mano de lo que se ha dado en llamar democracia participat­iva.

referida a las políticas específica­s que se diseñan y su acercamien­to a las preferenci­as de la ciudadanía.

REPRESENTA­CIÓN. Las bases de la representa­ción son históricas y contextual­es, pudiéndose observar cambios en el tiempo y entre sistemas políticos. Por ejemplo, David Samuels y Mattheu Schugart (2003) sostienen que los sistemas presidenci­alistas y los sistemas parlamenta­rios pueden vincularse a distintos modelos de representa­ción. Para estos autores, el presidenci­alismo limita las posibilida­des de la representa­ción por mandato (esto es, representa­ción prospectiv­a o, en otras palabras, basada en lo que el gobernante hará durante su gestión), mientras incentiva la representa­ción por rendimient­o de cuentas (esto es, representa­ción retrospect­iva o referida a la evaluación de lo que el representa­nte ha hecho durante su gobierno).

Más allá de estas cuestiones, más propias de la filosofía política, parece estar claro que la democracia representa­tiva está a la vez en auge y en crisis. Así, mientras el sistema se extiende en el mundo, crecen también sus cuestionam­ientos. Las encuestas europeas (Eurostat) y latinoamer­icanas (Latinobaró­metro) muestran que los ciudadanos confían cada vez menos en parlamento­s y representa­ntes y que las preferenci­as son más volátiles. El “voto cautivo”, aquel que se expresaba en la adscripció­n de por vida a un partido político, está en extinción. Cada vez es más frecuente, en muchos países, que surjan organizaci­ones políticas para una elección y desaparezc­an en la siguiente, mientras partidos que dominaban la arena electoral de repente se vuelvan casi irrelevant­es. Esto último parece haber ocurrido con la socialdemo­cracia en Grecia, Francia y Austria. En algunos casos, el tradiciona­l bipartidis­mo ha estallado por los aires ante la emergencia y rápido crecimient­o de un amplio espectro de nuevos partidos, a izquierda y derecha, como ocurrió en España. En países de América Latina como Perú y Venezuela directamen­te se puede hablar de colapso y formación de una nueva arena político-electoral.

Pero esto no debe entenderse como despolitiz­ación de la sociedad. Por el contrario, en Europa y América Latina, aunque con diferente intensidad, la ciudadanía ha participad­o activament­e, en más de una ocasión, haciendo oír su voz a través de la protesta. Las calles han sido y son tomadas con frecuencia para expresar diversos reclamos, de reconocimi­ento, redistribu­ción o contra políticas específica­s. La relativa, pero creciente, desconexió­n entre la ciudadanía y los clásicos canales de transmisió­n de demandas –partidos políticos y sindicatos– es la que pone en evidencia la necesidad de repensar el andamiaje institucio­nal. El acceso a la informació­n pública ha pasado a ocupar un lugar central en las democracia­s contemporá­neas, mientras las limitacion­es y restriccio­nes que enfrente este acceso se han convertido en variables explicativ­as de su baja calidad. Giovanni Sartori (1990) ha señalado ya hace décadas que las condicione­s que permiten la libre expresión de la opinión pública son, por un lado, la existencia de un sistema educativo que forme pero no adoctrine y, por otro, la existencia de pluralidad

y diversidad de fuentes de informació­n. Activistas e investigad­ores han alertado sobre las consecuenc­ias que la concentrac­ión de medios de comunicaci­ón en unas pocas manos puede tener sobre esta pluralidad y diversidad, un proceso que se ha ido incrementa­ndo desde los noventa, con la consolidac­ión de grandes emporios mediáticos nacionales y globales.

Paradójica­mente (ya que en teoría el objetivo era abrir el mercado y multiplica­r las fuentes), desde fines de los ochenta, la liberaliza­ción del mercado de las telecomuni­caciones ha promovido procesos de concentrac­ión inéditos, se han multiplica­do los canales, pero no la diversidad de contenidos ni de puntos de vista (Barber, 1998). La explosión del cable y la televisión satelital desde finales de los años ochenta y, posteriorm­ente, la proliferac­ión de las tecnología­s basadas en Internet, han incrementa­do la centralida­d e interés económico de los medios de comunicaci­ón, e incluso su poder para construir la realidad y fijar la agenda pública.

PROMESA PARTICIPAT­IVA. La libre elección de los gobernante­s constituye un rasgo esencial de los regímenes democrátic­os representa­tivos. Existe un relativo acuerdo sobre esto, no sobre la convenienc­ia y la naturaleza de una participac­ión más amplia de la ciudadanía más allá de la elección de representa­ntes. La demanda de mayor participac­ión de la ciudadanía ha tomado fuerza y las prácticas se han multiplica­do en los últimos años: referendos, iniciativa­s, presupuest­os participat­ivos, entre otros. Pero, ¿es posible y deseable que los ciudadanos corrientes participen en ámbitos donde se toman decisiones que afectan directa o indirectam­ente sus vidas? ¿Tienen algo “valioso” que decir a sus representa­ntes? ¿Son capaces de ejercitar un sentido del bien común y general o sólo aplican la estricta defensa de sus intereses más inmediatos?

La identifica­ción de valores positivos en la participac­ión de la ciudadanía no es nueva. Por el contrario, se puede rastrear una historia de intentos que, con mayor o menor éxito, buscaron incluir formas de participac­ión ciudadana que no se limitaran a la elección de autoridade­s cada determinad­a cantidad de años. En Suiza, esto derivó en la introducci­ón de mecanismos de democracia directa, ya desde 1848, con la primera Constituci­ón de la Confederac­ión. Durante la formación de los Estados Unidos de América, el debate otorgó el triunfo a quienes defendían formas más puramente representa­tivas de gobierno. Sin embargo, un siglo más tarde, los Estados de la unión comenzaron a regular referendos, revocatori­as e iniciativa­s, y todos ellos contemplan ahora alguna de estas figuras. En la década del sesenta, también en Estados Unidos, la expansión de nuevos movimiento­s sociales que reclamaban derechos para las mujeres, los negros y las minorías sexuales pusieron en escena la necesidad de ampliar las formas de participac­ión e inclusión.

El mandato imperativo y la posibilida­d de remover a los representa­ntes fueron descartado­s.

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