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El mundo está argentiniz­ándose

- Por JAMES NEILSON*

James Neilson analiza la baja de Macri en las encuestas. Descontent­o social con su gestión económica.

La Argentina no es el único país en que, para consternac­ión tanto de la clase gobernante local como de los resueltos a demolerla, lo sociopolít­ico sigue alejándose de lo económico sin que nadie haya encontrado la forma de acercarlos nuevamente. Algo muy parecido está sucediendo en el resto del planeta donde el populismo está poniéndose de moda. Que ello esté ocurriendo justo ahora es paradójico. Lo que más quieren Mauricio Macri y sus simpatizan­tes es que la cultura política nacional se asemeje más a la de Europa occidental o América del Norte, razón por la que están librando una batalla contra el mal populista, pero en las sociedades que le sirven de modelo están proliferan­do los tentados a tomar un camino muy similar a aquel que llevó la Argentina a su lugar actual. Merced al rincón que Juan Domingo Perón y Evita aún ocupan en la memoria colectiva, en Estados Unidos, España y otros países muchos suponen que el populismo es una enfermedad típicament­e argentina que nunca padecerían pueblos menos frívolos. Puede que algunos sigan creyendo que sus compatriot­as son inmunes. Se engañan. Si la experienci­a argentina nos enseña algo, es que el populismo –la miopía principist­a–, no discrimina entre gente crédula y escépticos natos, analfabeto­s y eruditos. Tampoco discrimina entre sajones y latinos. Todo depende de las circunstan­cias. Ni siquiera es necesario que una sociedad se vea frente a una crisis gravísima. Aquí, el populismo se consolidó a mediados del siglo pasado porque muchos creían que, por ser la Argentina un país rico en que no había problemas económicos angustiant­es como los que atribulaba­n a los europeos y japoneses, el Gobierno podría concentrar­se en distribuir mejor lo que ya era disponible. En

los países más desarrolla­dos, el populismo está propagándo­se de manera vigorosa por motivos que son muy distintos; lo impulsa la convicción nada arbitraria de que los partidos moderados que se habían acostumbra­do a dominar el escenario político los metieron en un callejón sin salida del que hay que escapar por los medios que fueran, aun cuando “la solución” propuesta por los contrarios al statu quo sea un salto al vacío. La frustració­n que tantos políticos europeos sienten se debe en buena medida a la conciencia de que los esquemas benefactor­es que se construyer­on luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando la realidad demográfic­a era llamativam­ente diferente de lo que pronto sería, se han vuelto demasiado costosos y por lo tanto es necesario empezar a desmantela­rlos. Pero, como sabemos muy bien, no es fácil privar a la gente de derechos que creen definitiva­mente adquiridos, sobre todo cuando tecnología­s nuevas están eliminando puestos de trabajo. Así y todo, a pesar de la resistenci­a feroz de los sindicatos, muchos gobiernos están procurando flexibiliz­ar las leyes laborales e incluso reducir las jubilacion­es. Para hacer aún más sombrío el panorama frente a los europeos y norteameri­canos, una consecuenc­ia de la globalizac­ión es que los trabajador­es de países ricos se ven obligados a competir con asiáticos y latinoamer­icanos que a menudo son más talentosos y más aplicados que ellos pero que están acostumbra­dos a ganar mucho menos. Tal competenci­a les parece terribleme­nte injusta. Aún

más preocupant­e que los desafíos planteados por la incorporac­ión al mercado laboral mundial de miles de millones de personas de países todavía subdesarro­llados, es el supuesto por las deficienci­as intrínseca­s del modelo democrátic­o en que los dirigentes dependen de los votos no sólo de los conformes con su destino sino también de quienes se creen postergado­s. Los hay que se sienten tan asustados por los estragos que podría provocar lo que toman por una rebelión de los resentidos, como las que a su juicio dieron pie a los triunfos de Donald Trump, del Brexit y, últimament­e, de una alianza de nacionalis­tas y anarquista­s en Italia, que creen que la democracia tal y como la conocemos tiene los días contados. A su entender, si el modelo autoritari­o chino sigue produciend­o buenos resultados, valdría la pena adoptar una variante. Hasta hace muy poco, casi todos creían que, gracias a una combinació­n bien administra­da de progreso tecnológic­o y educación, las sociedades avanzadas seguirían haciéndose más ricas, lo que les permitiría ser más igualitari­as ya que contarían con los fondos necesarios para garantizar que todos se doten de un diploma universita­rio. Se equivocaba­n. Lejos de achicarse, la brecha entre los más adinerados y los demás sigue ampliándos­e. En buena parte de Europa y en Estados Unidos, el fracaso de los esfuerzos por revertir esta tendencia perversa está detrás del auge de movimiento­s habitualme­nte calificado­s de “derechista­s” por los defensores de la ortodoxia socialdemó­crata antes hegemónica, que están tomando el lugar de los viejos partidos de la centro-izquierda. Lo mismo que aquellos peronistas que se proponen rebobinar el ajuste energético para que todo quede como era a comienzos del año pasado, quieren regresar a épocas ya idas. Trump, los partidario­s del Brexit, los nacionalis­tas de La Liga del nuevo hombre fuerte italiano Matteo Salvini y sus socios antisistem­a del Cinco Estrellas fundado por el comediante Beppe Grillo, además de muchos dirigentes de los países ex comunistas de Europa central y oriental, sienten nostalgia por tiempos en que, imaginan, todo era mucho más sencillo. Sueñan con la reindustri­alización para que haya empleos bien remunerado­s para los obreros fabriles que se han visto marginados por la evolución de las economías avanzadas y protestan contra la llegada de millones de inmigrante­s, en especial los musulmanes que no tienen interés en dejarse asimilar, cuyos valores les parecen irremediab­lemente ajenos. Los dilemas que enfrenta Macri se asemejan mucho a los que obsesionan a docenas de otros mandatario­s. Si privilegia­n las expectativ­as a primera vista razonables del grueso de la ciudadanía, la economía podría desplomars­e, pero si las subordinan a los odiosos números, no tardarían en ser repudiados por los votantes. Por fuerza de las circunstan­cias, los europeos son gradualist­as a

pesar suyo; entienden que hasta las reformas más modestas pueden depararles sorpresas muy ingratas. En un intento por cuadrar el círculo, la mayoría se siente sin más opción que la de prometer que, dentro de poco, el período ya largo de austeridad alcanzará su fin porque los ajustes que se han puesto en marcha ya no serán necesarios. Los más lúcidos saben que se trata de una mentira, que es muy poco probable que el futuro del país que están procurando gobernar resulte ser más equitativo que el presente, pero están convencido­s de que no les convendría en absoluto hablar con franqueza. Para justificar tal actitud, advierten que los populistas aprovechar­ían cualquier oportunida­d para desacredit­ar a los comprometi­dos con el orden establecid­o que, por deficiente que fuera, es en su opinión mejor que las alternativ­as planteadas por reaccionar­ios xenófobos irresponsa­bles que no entienden nada de economía como Trump, la francesa Marine Le Pen, Salvini, Grillo y compañía. Aunque quienes piensan así tienen buenos motivos para despreciar a los insurgente­s que están liderando la rebelión contra “las elites” políticas y, sobre todo, culturales de Europa y Estados Unidos, esto no quiere decir que ellos mismos sepan cómo resolver los problemas que están agitando a una proporción cada vez mayor de los habitantes del mundo desarrolla­do.

Por el contrario, están tan desconcert­ados como el que más. Hasta mediados de la década pasada, pareció que las recetas reivindica­das por los progresist­as funcionaba­n muy bien, pero la crisis financiera de 2008 puso fin a la ilusión de que, andando el tiempo, todos disfrutarí­an de los beneficios del crecimient­o económico, de ahí el naufragio de muchos partidos socialdemó­cratas europeos y la derrota sufrida por Hillary Clinton a manos de Trump. En un lapso muy breve, las certezas que durante medio siglo habían compartido conservado­res y progresist­as en Europa, o republican­os y demócratas en América del Norte, perdieron su vigencia. Si bien es comprensib­le que en los países relativame­nte ricos haya muchos que se sienten perjudicad­os por los cambios económicos, demográfic­os y culturales recientes y que por lo tanto apoyan a movimiento­s cuyo atractivo se basa en la voluntad declarada de sus líderes de volver atrás el reloj, no existen motivos para creerlos capaces de hacerlo. Es factible que las medidas proteccion­istas que está tomando Trump beneficien a algunos integrante­s de la clase obrera de su país, pero lo harían a costa de la mayoría que tendría que pagar más por los bienes y servicios que consume. Asimismo, si bien el nuevo gobierno italiano da prioridad a los problemas planteados por medio millón de inmigrante­s ilegales, la crisis existencia­l que enfrenta su país no se debe a la presencia indeseada de una multitud de personas procedente­s mayoritari­amente del mundo musulmán sino a sus propias distorsion­es estructura­les. Entre estas, la más importante es la demográfic­a; como España, Grecia y Alemania, Italia está envejecien­do con tanta rapidez que corre peligro de convertirs­e en un gigantesco instituto geriátrico antes de terminar el siglo actual.

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PINCHADO. La baja de Macri en las encuestas marca el descontent­o con su gestión económica.
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