Meteorología de las crisis económicas:
Análisis sobre el futuro posible de la desigualdad mundial. Los factores que la potencian y los principios de la teoría de los ciclos de Kuznets, según los cuales la desigualdad tiende primero a incrementarse y luego a reducirse. Claves para pronosticar l
análisis sobre el futuro posible de la desigualdad mundial. Los factores que la potencian. Claves para pronosticar los progresos económicos y políticos del futuro. Por Branko Milanovic.
Sabemos que los pronósticos puramente económicos tienden a ser muy errados.1 Sin embargo, pensaba que algunas discusiones menos formales sobre las fuerzas políticas y económicas que se consideraban más importantes para la conformación del futuro proporcionarían reflexiones y proyecciones más precisas. Descubrí que no era así. Leí libros que se escribieron durante tres periodos diferentes: a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970, en el periodo durante y posterior a la crisis del petróleo de 1973 y en la década de 1990. La impresión más abrumadora no es sólo que no consiguieron pronosticar o ni siquiera imaginar los más importantes acontecimientos del futuro, sino que estaban muy anclados en las creencias populares de sus tiempos. Sus predicciones por lo general consistieron en simples extensiones de las tendencias del momento, entre las que había unas que sólo llevaban cinco o 10 años de existencia y que desaparecieron rápidamente. Los libros de finales de la década de 1960 y principios de la década de 1970 veían el mundo del futuro cada vez más dominado por compañías gigantes y monopolios en expansión, y predijeron la ampliación de la brecha entre accionistas y directivos, con estos últimos tomando la delantera (algunos ejemplos son El nuevo Estado industrial de John Kenneth Galbraith [1967], The World without Borders de Lester Brown [1972] y El advenimiento de la sociedad postindustrial de Daniel Bell [1973]). Todos ellos notaron similitudes en la primacía de la tecnología tanto en los Estados Unidos como en la Unión Soviética. El gigantismo de la URSS parecía ser una respuesta a los mismos requerimientos tecnológicos que se observaban en los Estados Unidos: el control de sistemas complejos tenía que dejarse en manos de los mejores y los más brillantes, con la ayuda del Estado. Las compañías grandes prevalecerían sobre las pequeñas porque se pensaba que el progreso tecnológico implicaba un aumento de los rendimientos a escala y requería una población más educada, que sólo podía asegurarse por medio de un Estado más activo. Esta visión de los requerimientos impuestos por la tecnología (que en su esencia es bastante marxista) condujo a los autores a postular un proceso de convergencia entre el socialismo y el capitalismo. Y ciertamente la difusión en Europa del Este de formas limitadas de organización económica basadas en el mercado (por ejemplo, el socia-
lismo mercantil yugoslavo, la reforma Khozrashchet [de contabilidad de costos] soviética de 1965 y las reformas húngaras de 1968) le brindaba a esta visión su dosis de plausibilidad. Al mismo tiempo, en Occidente, el papel del Estado en la propiedad, la administración y la actuación como un intermediario honesto entre empleadores y trabajadores nunca había sido mayor. Por consiguiente, parecía como si el socialismo estuviera dirigiéndose hacia mercados más libres y el capitalismo hacia un papel más importante para el Estado. Esta visión de la convergencia entre los dos sistemas se presentó en trabajos de pensadores tan conocidos como Jan Tinbergen (1961) y Andrei Sakharov (1968). Sin embargo, ahora sabemos que el verdadero cambio que ocurrió a lo largo de los siguientes 20 años fue completamente diferente. La segunda revolución tecnológica convirtió en irrelevantes a muchos de los gigantes que pensábamos que eran indestructibles: el socialismo colapsó y el capitalismo que triunfó fue de un tipo muy diferente del que se había pensado a finales de la década de 1960. Nadie predijo el crecimiento de China; de hecho, es notable la ausencia de China en estos libros.
La década de 1970, después de la crisis petrolera y la cuadruplicación de los precios del petróleo, generó una literatura entera preocupada por el agotamiento de los recursos naturales y los límites del crecimiento (Los límites del crecimiento de Donella Meadows et al. fue uno de los libros más famosos de ese tiempo). En Occidente, un periodo de crecimiento económico más lento, casi nulo, sugería una visión mucho menos optimista del futuro. Ya no se concebía un crecimiento infinito liderado por la tecnología. A diferencia del periodo anterior, fue un momento en el que las personas afirmaban que “lo pequeño es hermoso” (por citar el título de otro libro influyente de Ernest F. Schumacher, publicado en 1973).
El futuro ya no parecía pertenecer a gigantes industriales como IBM, Boeing, Ford y Westing House. Era el momento de celebrar la fl exibilidad y la pequeña escala de los Mittelstand (fabricantes medianos) alemanes y las empresas familiares de Emilia-Romaña, Italia. El crecimiento de Japón empezó a parecer imparable. Nadie notaba todavía a China y, por supuesto, el final del comunismo no se predecía en lo más mínimo. Una última ola de literatura que quiero mencionar aquí es la de la década de 1990. Estuvo dominada por el Consenso de Washington (un conjunto de prescripciones de política que hacía hincapié en la liberalización y la privatización) y el pronóstico del “final de la historia” (el título de un influyente artículo de 1989 de Francis Fukuyama, que desembocó en su libro El fin de la historia y el último hombre [1992]). Parecía que Japón seguía en ascenso, pero China hizo una aparición breve. Muchos libros celebraban el neoliberalismo y predecían su rápida extensión al resto del mundo, incluyendo el Medio Oriente. Más tarde, la invasión de los Estados Unidos a Irak se justificaría, entre otras cosas, por un llamamiento al “final de la historia”.
Se suponía que la guerra iba a llevar la democracia a Irak e, indirectamente, al resto del mundo árabe, lo que resultaría en el fin del inextricable conflicto entre israelíes y palestinos en negociaciones que serían llevadas a cabo por los nuevos partidos democráticos. En estos libros aparecían frecuentemente elogios al poder de los Estados Unidos. (Un dato interesante es que muchos de estos libros se escribieron menos de una década después de que se suponía que los Estados Unidos estarían en camino de una larga decadencia.) Quienes estaban infelices con la globalización y con el triunfo del capitalismo individualista angloamericano y el “cortoplacismo” (el énfasis en los benefi cios empresariales a corto plazo) usaban a Japón y Alemania como modelos alternativos (Todd, 1998). No se predijeron crisis fi nancieras ni el crecimiento de las economías emergentes conocido ahora como BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Generalizando, todos estos trabajos comparten tres tipos de errores: la creencia en que las tendencias que parecen ser más relevantes en un momento particular continuarán en el futuro, la incapacidad de pronosticar acontecimientos radicales aislados y una concentración exagerada en los principales jugadores mundiales, en especial, en los Estados Unidos. Todos estos problemas, aunque se diagnostiquen con precisión, parecen ser muy difíciles de evitar. El primer error es común a todos los pronósticos, ya sean formales y cuantitativos o impresionistas. El epígrafe del libro Principios de economía de Alfred Marshall es Natura non facit saltum. Los economistas y los científicos sociales ven el futuro como algo compuesto fundamentalmente de la misma sustancia que conforma el presente y el pasado muy reciente. Simplemente extendemos hacia el futuro las tendencias más sobresalientes de la actualidad. Sin embargo, lo que para nosotros hoy parece destacado podría, más tarde, resultar intrascendente. Pero incluso si se identificaran correctamente las tendencias importantes esto no resolvería el problema de la predicción debido al segundo asunto: nuestra incapacidad de prever los cambios que alterarán las condiciones del juego, los grandes acontecimientos que producirán cambios importantes. Este segundo error es de alguna manera una extensión del primero. Cuando nos concentramos en cambios paulatinos, perdemos de vista acontecimientos singulares que pueden influir significativamente en eventos futuros pero que no son fáciles de predecir. Por lo tanto, la revolución de Reagan y Thatcher fue imposible de predecir; lo mismo ocurrió con el ascenso de Deng Xiaoping y las reformas chinas, la ruptura de la Unión Soviética y la caída del comunismo, y la crisis financiera mundial. A posteriori, podemos ver que en todos estos casos los individuos (o los fenómenos, en el caso de la crisis financiera) detrás de estos cambios tan trascendentes respondían a fuerzas socioeconómicas más profundas. Sin embargo, aunque podemos verlos en retrospectiva, no podemos verlos por adelantado. Además, la predicción de acontecimientos importantes concretos podría ser una forma de charlatanería. Quizá en 99 de 100 casos sea más probable que nos equivoquemos. E incluso en el único caso de 100
La década del 70 generó una literatura preocupada por el agotamiento de los recursos naturales.
en el que estemos en lo correcto, el valor de ese acierto se considerará más como resultado de la suerte que de cualquier habilidad genuina para analizar el pasado y predecir el futuro. Estos acontecimientos singulares permanecerán totalmente fuera de nuestra capacidad predictiva, justo como la aparición de los cisnes negros, como popularizó Nassim Taleb en su reciente libro El cisne negro (2007). Además, como no podemos esperar que vayan a dejar de ocurrir en el futuro, esto simplemente significa que todas nuestras predicciones muy probablemente serán incorrectas.
Una concentración exagerada en los actores principales, quizá sea el único que podemos evitar, pero sigue siendo difícil hacerlo. Tendemos a simplificar el mundo concentrándonos en lo que ocurre en los países claves que parecen configurar la evolución de las cosas por venir. No es sorprendente que los Estados Unidos figuren de manera prominente en la literatura que revisé para este capítulo, como probablemente lo sea en la literatura similar de los últimos 70 años. Los Estados Unidos siempre se contrastan con otro país que, en un momento determinado, representa su antípoda o parece ser su principal competidor. La literatura de la década de 1960 retrataba el mundo en términos de la rivalidad o la convergencia entre comunistas y capitalistas. Después, conforme se redujo la importancia de la URSS y aumentó la de Japón, se enfrentaron dos capitalismos diferentes: el estadunidense y el japonés (con el capitalismo alemán desempeñando un papel de alguna manera secundario). Ahora China ha eclipsado totalmente a los otros competidores, tanto que los libros actuales, y éste no es una excepción, tienden a estructurarse en torno a esta antinomia. El planteamiento de enfocarse en varios países claves es justificable en la medida en que los países poderosos, a través de su ejemplo y poder suave (y a veces de su poder duro), y también a través de su posición como vanguardia del progreso tecnológico, tienen un efecto preponderante sobre cómo evoluciona el resto del mundo. Los países grandes también son importantes en términos puramente aritméticos, debido a que sus poblaciones y
La revolución de Reagan y Thatcher fue imposible de predecir; lo mismo con el ascenso de Xiaoping.
Tendemos a simplificar el mundo concentrándonos en lo que ocurre en los países claves.
economías son muy grandes. Sin embargo, este enfoque esencialmente considera que medio mundo o dos terceras partes de él son sobre todo pasivas. Lo cual probablemente no sea cierto.
A veces, los acontecimientos en los países pequeños tienen repercusiones políticas y económicas desproporcionadas, como en el magnicidio de Sarajevo en 1914, el golpe militar de Afganistán en 1973 o la crisis de 2014 en Ucrania. Además, desde una perspectiva mundial o cosmopolita, las experiencias de las personas de todas partes del mundo son igual de importantes que las experiencias de las personas que viven en los principales Estados-nación. El lector debe tener en mente los problemas fundamentales de nuestros intentos por ver hacia el futuro. Aunque podemos estar conscientes de estos problemas, y posiblemente de algunos más, la conciencia por sí misma no nos permite concebir un enfoque alternativo para evitar los errores que otros cometieron. En el resto del capítulo, trataré de evitar algunos de estos inconvenientes, pero soy consciente de que para quien lea este libro en 20 años (es decir, a mediados de la década de 2030) muchas de las predicciones podrán ser tan deficientes como las que encontré en la literatura anterior.
CICLOS DE KUZNETS. Nuestro pensamiento sobre la evolución de la desigualdad mundial en las siguientes décadas está conformado por dos poderosas teorías económicas. La primera es que con la globalización debe haber una mayor convergencia de ingresos, es decir, que los ingresos en los países pobres deberán nivelarse con los de los países ricos debido a que se espera que las economías pobres o emergentes tengan tasas de crecimiento más altas en términos per cápita que los países ricos. Esta predicción no se invalida por la disminución en la tasa de crecimiento de algunas economías emergentes (como la china); el proceso de convergencia continuará siempre y cuando los países pobres y emergentes tengan tasas de crecimiento más altas que los países ricos. Sin embargo, hay que tener en cuenta dos salvedades. La primera es que hablamos de un patrón amplio, lo cual no quiere decir que todos los países pobres participarán en la nivelación. En realidad, una de las sorpresas del proceso de globalización actual ha sido precisamente cuántos países se han rezagado aún más, ya no digamos que hayan fracasado en reducir sus brechas. No puede descartarse que esto siga ocurriendo en el futuro. La segunda salvedad es que cuando tratamos del bienestar de los individuos, como aquí, la convergencia de ingresos en los países más poblados es la que más importa.
Esta perspectiva hace especial hincapié en la importancia de que países como China, India, Indonesia, Bangladés y Vietnam continúen con el proceso de nivelación. La segunda teoría tiene que ver con el movimiento de la desigualdad dentro de las naciones, que, como se sostuvo en el capítulo II, se caracteriza por el movimiento a lo largo de diferentes fases del primer o segundo ciclos de Kuznets (dependiendo de dónde se encuentra una economía). Los países individuales pueden estar en diferentes ciclos de Kuznets y en diferentes fases de cada ciclo, dependiendo de su nivel de ingresos y de sus rasgos estructurales. Por lo tanto, la desigualdad en China podría empezar a disminuir, deslizándose por la fase descendente del primer ciclo de Kuznets, mientras que algunos países muy pobres podrían atestiguar aumentos en su desigualdad conforme empiezan a ascender por su primer ciclo de Kuznets.
Las economías más ricas, que están muy avanzadas en el proceso de la segunda revolución tecnológica, podrían subir aún más en la fase ascendente del segundo ciclo de Kuznets (como me parece que ocurrirá con los Estados Unidos; véase más adelante) o podrían empezar pronto su ruta descendente. De manera que es probable que encontremos varias experiencias; sin embargo, los patrones más importantes estarán determinados por lo que ocurra en los Estados Unidos y China debido al tamaño de los países y a su carácter emblemático. Hay dos cosas adicionales por las que tenemos que preocuparnos mientras pensamos en la evolución de la desigualdad mundial. La primera es el balance entre los factores benignos y malignos por medio de los cuales puede reducirse la desigualdad económica. Es posible
que estemos acostumbrados a hacer hincapié en el primer grupo (aumento de la educación, disminución del rendimiento salarial del trabajo especializado y una mayor demanda de seguridad social), pero el segundo grupo, como en el periodo previo a la primera Guerra Mundial, también es compatible con la globalización. Podrían combinarse poderosos intereses políticos nacionales, como ocurrió hace un siglo, para producir varias guerras dispersas que después, siguiendo su propia lógica, podrían conducir al mundo al borde de una tercera Guerra Mundial, o a la realización de ésta.
La guerra de Irak proporciona una buena ilustración de cómo los intereses económicos nunca están muy por debajo de la superficie de guerras que supuestamente se libran por otras razones, ya sea el antiterrorismo o la expansión de la democracia (véase Bilmes y Stiglitz, 2008). James Galbraith, en Desigualdad y desequilibrio (2012), muestra que las ganancias obtenidas por los beneficiarios económicos de los desembolsos gubernamentales para la guerra de Irak (cabilderos, empresas de seguridad priva- da, compañías militares) fueron tan significativas que se hicieron evidentes en las estadísticas de distribución del ingreso de la zona de Washington, D. C. Uno sólo tiene que abrir una copia de Político, un periódico gratuito de Washington, D. C., destinado a Capitol Hill, para ver que la mayor parte de los anuncios son de instrumentos militares, desde helicópteros a jets. Los intereses financieros de las personas que se benefician de la destrucción (el famoso complejo militar-industrial) es un área enorme e inexplorada, y uno desearía que el tipo de análisis empírico que emprendieron recientemente Page, Bartels y Seawright (2013) para arrojar luz sobre la influencia del dinero en la política de los Estados Unidos se hiciera sobre aquellos que han manifestado interés económico en las guerras. A riesgo de simplificar, podría decirse que actualmente en los Estados Unidos las guerras las libran los pobres (incluyendo muchos que ni siquiera son ciudadanos estadunidenses), las financian las clases medias y benefician a los ricos. Es poco probable que esta situación sea diferente en países como Rusia y China.6 La segunda
Las economías más ricas están muy avanzadas en el proceso de la segunda revolución.
cosa por la que tenemos que preocuparnos es un conjunto de factores que casi por definición es imposible que considere un economista, aun cuando tiene enormes efectos económicos. Se trata de los desarrollos políticos, sociales o ideológicos que conducen a acontecimientos radicales como las guerras civiles o la ruptura de países.
Hay que notar la diferencia entre, por un lado, los efectos malignos de la desigualdad que pueden llevar a las guerras y, por otro, los acontecimientos políticos autónomos. Los primeros son desarrollos políticos inducidos por factores económicos; los últimos son desarrollos políticos completamente “puros” (en la medida en que pueda decirse que algún acontecimiento es puramente político) con posibles consecuencias económicas de gran magnitud. Un acontecimiento así de importante podría ser la transición política a la democracia en China o, para ser menos teleológico, su evolución política. Nada garantiza que esa transición sea pacífica. Un giro violento en los acontecimientos tendría un enorme impacto en la tasa de crecimiento china, en la convergencia económica mundial, en el ascenso de las clases medias mundiales y en prácticamente cualquier otro fenómeno relacionado con la globalización; así de influyente es China. Sin embargo, una transición como ésta se encuentra propiamente fuera de la economía.
Un ejemplo similar es el aumento de la violencia del islam fundamentalista, una fuerza que sólo puede explicarse parcialmente por causas económicas, pero que tiene consecuencias económicas enormes. Una de ellas es la destrucción de las clases medias y de las sociedades seculares modernas y razonablemente bien educadas en Irak y Siria. Europa no está exenta de estos desarrollos políticos: la antiinmigración y las políticas nacionalistas de derecha podrían reducir el compromiso de Europa con la globalización. Es posible que haya un costo económico, pero la política o la ideología podrían ser más importantes para las personas que el crecimiento de los ingresos.
Un giro violento en los acontecimientos tendría un enorme impacto en la tasa de crecimiento china.