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ELCLÁSICO DE LOS CLÁSICOS

A punto de cumplir medio siglo de vida, el tradiciona­l mercado de Antigüedad­es se consolida como una de las mayores atraccione­s culturales de la Ciudad.

- EMILIANO GULLO

Sucede en algún momento de 1890, en Buenos Aires. Un salón de baile cualquiera. Mujeres por un lado. Hombres por el otro. Uno se acerca. Pide bailar con una señorita. Ella dice que sí. Que después. Suma el nombre del caballero y la pieza musical correspond­iente a una lista que lleva en una libreta pequeñita. Es un carné de baile. Está hecho de carey -es decir, caparazón de tortuga- y tiene adosado un lápiz aún más pequeño. Esa libretita está en el puesto 106 de la Feria de Antiguedad­es de San Telmo. Eduardo tiene libretas de ese tipo, más viejas aún, y decenas de objetos diminutos y estrambóti­cos que son un paseo por la génesis de la vida social de esta ciudad. Los 240 puestos que conforman la feria son un viaje al pasado a través de distintas reliquias: teléfonos con base de mármol, cámaras de fueye, mapas de los primeros diseños de Buenos Aires, sifones de principio de siglo, botones de cristal, ponchos de 1890 o armas de principios del siglo XX.

ATENCIÓN AL LECTOR. Esto no es un museo comercial. Es una cita con la historia, pero donde las cosas aún viven. “Todo lo que vendo funciona”. Lo va a decir Ángela, que desde hace más de 20 años vende teléfonos viejos. Desde aparatos con tubo de corte vertical con base de mármol hasta los setentosos negros o los típicos verdes anchos y aplastados de los ochentas. En otro puesto, a unos 20 metros de ahí, Gabriel, especialis­ta en cámaras de fotos, va a explicar lo mismo. Sobre su mesa conviven pequeñas cámaras de fueye de 1905, otras de formato medio, de las primeras del estilo instantáne­o Polaroid y también analógicas de los 70. Como si pertenenci­eran aun coro atomizado, con los barítonos desperdiga­dos entre la gente de la Plaza Dorrego, Gabriel repite como Ángela. “Todo lo que vendo, funciona”.

Hoy es domingo, único día de apertura de la feria además de los feriados. Mientras el fotoexpert­o detalla a NOTICIAS las caracterís­ticas de su trabajo, dos chicas brasileras conversan pegadas al puesto. Señalan una cámara. Es una Yashica formato medio, versión japonesa de la mítica Rollei Flex. La muestra. Está impecable. Apenas escuchan el precio se retiran con decisión. “Hoy no vendí, pero se vende, se vende”, tranquiliz­a.

En la otra punta, Pablo atiende un puesto de sifones viejos. Espera con paciencia de cocodrilo que Federico se decida por el regalo de Navidad que llevará a Italia, a donde va a pasar Navidad para después volver a su trabajo en Buenos Aires.

“Es que en Europa no se consiguen así. Ya me compré uno pero volví a buscar un regalo para la familia”, cuenta el italiano a

NOTICIAS. Los sifones son casi todos de vidrio, datados a principios de siglo y con un importante trabajo de vitrograba­do, que puede ser azul, verde, o transparen­te. Pablo dice que para que cumplan su función hace falta una máquina que les meta el gas por el pico. Que es difícil de conseguir. Por eso lo llevan como adorno. Federico agarra uno verde. Lo deja. Agarra uno azul. Lo vuelve a dejar. Uno transparen­te, piensa. Tampoco.

La feria de San Telmo acaba de cumplir 48 años de vida. Es la primera de su especie en el país y la segunda en América Latina. Empezó con un puñado de comerciant­es que ponían sus mantas en el piso. Entre ellos estaba Juan Carlos, el papá de Pablo el sifonero. Juan Carlos tenía unos 20 años. Había llegado con su padre para vender ta- chos lecheros de cobre. Es uno de los pocos fundadores que quedan. Hoy es parte de la c comisión. Cuenta: “Ese hotel de ahí era una papería. No había ni un local y el barrio no era turístico. Pero todo funcionó muy rápido, levantamos los puestos gracias al arquitect to Peña, jefe del museo de la ciudad de ese entonces, y se hizo todo más comercial y turístico”. Actualment­e son 240 puestos, están agrupados en una comisión reguladora, que organiza las necesidade­s de los permisiona­rios -los puesteros-, además de mantener el o orden y la limpieza de la plaza.

Lalo no muestra su puesto pero ejerce como guía espontánea. “Él es el arquitecto”. Lo presenta así. Se llama Guillermo. Ya no le quedan armas de fuego, sólo cuchillos que, técnicamen­te, son facones y dagas. Tiene a además ponchos bolivianos de fines del siglo XIX, estribos de bronce de estilo colonial y bastones clásicos. A muchas de las joyas gauchescas que encontró en algunos pueblos del interior las terminó vendiendo a menor precio de lo que las pagó. Guillermo, enamorado de sus reliquias, personific­a el espíritu de los puesteros. “Yo trabajo como arquitecto, este es mi vicio”. Lalo apura el paso. No quiere dejar de mostrar una de las singularid­ades de la feria. Juan Manuel está por irse pero alcanza a desplegar láminas que muestran la recova de Buenos Aires, un mapamundi de la época colonial y otros mapas que van dibujando el desarrollo histórico del urbanismo porteño y otras ciudades del mundo. Algunos datan del 1600.

Faltan minutos para las 17.30. La feria está en pleno desarme. El sifonero es uno de los pocos que todavía no pudo empezar a embalar. Federico, el italiano, se acaba de ir. NOTICIAS: - ¿Y, se llevó un sifón al final? Pablo, el sifonero: -¡Si! Parecía que estaba comprando una casa. Miró todos los de vidrio y se terminó llevando uno de metal.

““En Europa no se consiguen sifones así. Ya me compré uno pero volví a buscar un regalo para mi familia”, cuenta un turista italiano.

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Es la primera de su especie en el país y la segunda en América latina. Comenzó con algunos manteros, pero hoy es administra­da por una comisión reguladora de todos los puesteros.

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