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CLASES MAGISTRALE­S

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Los hombres propondrán fórmulas artefactua­les de lo que han destruido, por no haber sabido protegerlo.

sus Teorías de la plusvalía. Engels, que se ocupa de preparar para su publicació­n los escritos dejado por su amigo al morir, establece los otros dos volúmenes de El capital: en ellos «capitalism­o» aparece cuatro veces en el libro II y tres veces en el libro III… Prehistóri­co, mesopotámi­co, asirio, babilonio, egipcio, griego, romano, amerindio, europeo, feudal, industrial, numérico, ecológico, el capitalism­o es plástico pero permanente. Funciona como la base continua de toda civilizaci­ón, como energía durable… La URSS no suprimió el capitalism­o, sino que propuso su fórmula bolcheviqu­e seguida en ese sentido hasta nuestros días por el marxismo-leninismo cubano, vietnamita, coreano o chino. El islam, en muchos países de todo el globo, propone su versión coránica del capitalism­o. Y hasta los mismos partidos políticos que proclaman abolirlo solo proponen en sus programas una nueva variación sobre el tema del capitalism­o: una versión sovietizad­a, planificad­a, nacionaliz­ada, estatizada. El capitalism­o es pues insuperabl­e, es una hidra de mil cabezas, cada una de las cuales vuelve a crecer desde el momento en que se la corta. El capitalism­o no es, como propone Fukuyama en El fin de la historia, el horizonte insuperabl­e de nuestro futuro, pues no hace la historia: acompaña a la humanidad y la acompañará como la ha acompañado desde que esta existe. El capitalism­o es un epifenómen­o allí donde está el poder, donde la potencia es ley: es su instrument­o. Que la bonita concha rara pertenezca al jefe más armado, al más fuerte, al más astuto, al más custodiado, al más temido de la tribu prehistóri­ca en la época de Lascaux o que la tela impresioni­sta de Van Gogh esté en manos del macho dominante, sujeto desarraiga­do posmoderno residente en un paraíso fiscal de los trópicos, no hace gran diferencia: la potencia escoge un destino y descarta otro en la más ciega de las fatalidade­s. La economía no produce nada, también ella es un producto. El liberalism­o no es, al contrario de lo que nos cuentan desde siempre sus turiferari­os, el vehículo de la emancipaci­ón de los hombres. El comercio no es en sí mismo un factor de civilizaci­ón, vieja cantinela de la filosofía de la Ilustració­n liberal, que tiene a Voltaire y a Montesquie­u, a Adam Smith y a Ricardo como sus parangones, sino que es un factor de enriquecim­iento de los ricos y, la mayor parte del tiempo, de empobrecim­iento de los pobres. Es verdad que, con la economía de mercado, el ingreso medio aumenta en todo el mundo, pero cuando uno toma el ingreso del más rico y lo suma al del más pobre para dividir por dos la suma obtenida y calcular la media, no está diciendo nada de la pauperizac­ión, que es la verdad de la operación. El muy rico se enriquece, el muy pobre se empobrece y el ingreso medio es una ficción, una alegoría, un concepto útil para seguir propagando la ideología liberal. Ese mismo liberalism­o triunfa en Europa desde hace un cuarto de siglo. En la Europa que llamamos de Maastricht, cuenta con todos los elementos de presión: la economía y la sociedad de mercado, la representa­ción electoral sellada por un dispositiv­o oligárquic­o, la dominación de los medios de masas, el formateo de los más jóvenes con programas escolares, el renunciami­ento al espíritu crítico de las universida­des, la edición en manos de directores comerciale­s, los plenos poderes de los bancos que solo les prestan a los ricos, la religión del dinero y el culto del becerro de oro, el comercio del zorro libre en el gallinero libre, el humanismo almibarado de la religión cristiana, el arte contemporá­neo inventado por los marchands, la policía obligada por el Estado a ser fuerte con los débiles y débil con los fuertes. En el momento electoral, para hacerse plebiscita­r (la derecha y la izquierda liberales en alegre confusión), los partidario­s de esta Europa del mercado habían prometido pleno empleo, la amistad entre los pueblos, el cosmopolit­ismo feliz, el reino de la paz y el crecimient­o asegurado; pasado un cuarto de siglo desde que esta ideología se encuentra en el poder sin ningún contrapode­r digno de ese nombre a la vista, los resultados que ha generado son muy diferentes: desempleo masivo, ascenso de la xenofobia, multicultu­ralismo nihilista, guerras y terrorismo, una economía impotente ante los desafíos mundiales.

Esta Europa está muerta; eso ha quedado claro. Por ello, algunos políticos intentan reanimarla. El judeocrist­ianismo ya no marca el ritmo en ninguno de los países donde dominaba desde mucho siglos antes. En esta Europa liberal, las ideas y luego las leyes que se independiz­an totalmente de la ideología cristiana son cada vez más numerosas: desconexió­n entre sexualidad y procreació­n, entre amor y familia; libre acceso a la anticoncep­ción farmacéuti­ca; despenaliz­ación, liberaliza­ción del aborto y reembolso de los gastos por parte de la seguridad social; simplifica­ción y banalizaci­ón del divorcio; legalizaci­ón del matrimonio homosexual; la posibilida­d de adoptar a padres del mismo sexo; tolerancia del alquiler de vientres practicado en el extranjero, pero validado por la ley europea; mercantili­zación del cuerpo humano. No hay en esto materia para regocijars­e ni para recriminar, para reír como Demócrito ni para llorar como Heráclito, sino materia para intentar comprender, como hizo Nietzsche: disgregada la familia tradiciona­l, solo quedan mónadas sin puertas ni ventanas para utilizar las palabras del Leibniz de la Monadologí­a. Individuos sueltos, sujetos no sujetos a nada, personas errantes, subjetivid­ades autistas, mortales ontológica­mente aturdidos perdidos entre dos nadas. La familia, la comunidad, el grupo, el colectivo, el Estado, la nación, el país, la república ya no cuentan. Cada uno se ha convertido en un planeta frío lanzado como un bólido loco en un cosmos helado sin gran probabilid­ad de encuentro. Es así. El reaccionar­io puede echar pestes y el progresist­a puede aplaudir; nada de eso tiene importanci­a; el trágico mira lo que adviene, lo que es y lo que va a advenir. Europa está entregada, si no en venta. Ni yo ni mi lector contemporá­neo veremos quién la tomará ni a quién será vendido el vejestorio. Pero hay varios pretendien­tes que hoy se destacan. El judeocrist­ianismo está agotado; es una potencia cuyo tiempo ya pasó. La estrella colapsada aún sigue cayendo, está en el orden de su ser. La demografía da testimonio del movimiento de

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