CLASES MAGISTRALES
son gente de pluma o de pincel, con pasta de poetas o de escritores, de artistas y de filósofos; detrás de San Pablo, van los creadores de imperios, gente de espada y de fuerza, de hogueras y mazmorras. Los primeros decoran los edificios construidos por los segundos. No comparemos las civilizaciones; son incomparables. Pero, dejando de lado los detalles relativos a la potencia, detalles cuya descripción constituye tan frecuentemente lo que se ha convenido en llamar la Historia, todas las civilizaciones pueden reducirse a un mismo principio: su flujo es una etología activada en grandes espacios. La filosofía de la historia coincide con una etología mundial que pone fuerzas en lucha. El que vence nunca es el más justo, ni el más honesto, sino el más fuerte, el menos débil. No se gana con la verdad más verdadera ni con la justicia más justa, sino con la fuerza más fuerte. Ahora bien, la fuerza ignora el bien y el mal. Cuando la fuerza vence, se habla bien de quien ha vencido porque ha vencido, no porque sea el Bien. Desde el momento en que esta fuerza se muestra más débil y sucumbe, se dice del vencido que estaba en el campo del mal. En esta lógica etológica, el bien nombra lo que ha vencido; el mal, lo que ha perdido.
Pero la fuerza no podría ser eterna allí donde está, pues también ella obedece a la entropía. Que el judeocristianismo se desvanezca y que otra civilización se anuncie en lo que se enuncia lo único que prueba es la muerte anunciada de lo que nace aquí y ahora. La civilización muerta ha obedecido al esquema que la ha conducido del nacimiento a la desaparición a través de sus momentos de crecimiento, de apogeo y de decadencia; la civilización naciente va a obedecer al esquema que la conducirá del nacimiento a la desaparición, a través de sus momentos de crecimiento, de apogeo y de decadencia; luego esta civilización será reemplazada por otra y así de manera finita. Pues esos fines agregados tendrán un día un fin final. Entramos en los últimos tiempos de las civilizaciones territorializadas. Cada una de las grandes civilizaciones pasadas entraba en un mapa de geografía que delimitaba de manera visible sus territorios, su zona, su espacio, su suelo. Una civilización siempre tuvo fronteras. Los imperios estaban adosados a tierras que no pertenecían al dominio imperial. El mayor de los imperios jamás creado nunca fue más grande que las tierras que no estaban sometidas a él. Así, en el siglo xiii, el Imperio mongol que se extendía sobre 33 millones de kilómetros cuadrados era un trocito de papel picado comparado con lo que no era él. Lo mismo puede decirse del Imperio británico en el siglo xx: el más grande de todos los tiempos. Y ni hablemos de la ínfima partícula que es la tierra en nuestra galaxia y la mota de polvo que es nuestra galaxia en el universo… Cuando de las catedrales europeas ya no queden sino ruinas semejantes a las de Palmira o de Petra, la civilización islámica también tendrá un día que vérselas con otras civilizaciones de demografías potentes: entre las más estructuradas y las menos caóticas al día de hoy, la China confuciana y la India hinduista. Pero ¿quién sabe, llegado el momento, dónde la potencia habrá sido la más potente? Con esta hipótesis, entramos nuevamente en el reino de los largos períodos. Sería ridículo y vano calcular en cifras los tiempos necesarios para que desaparezcan las civilizaciones territorializadas para imaginar cronológicamente el tiempo del advenimiento de la civilización desterritorializada. Pero ese momento llegará. La tecnología borra el espacio y el tiempo terrestres en beneficio de un espacio y un tiempo virtuales, los de la presencia pura y de la inmediatez. Ya hoy, el universo de la conexión da a las mónadas errantes la ilusión de existir en una comunidad que en realidad no es más que una ilusión de lo gregario conferida por el enervamiento del movimiento browniano. Conectados al mundo entero, nos hemos vuelto incapaces de experimentar una auténtica presencia en el mundo: al estar virtualmente en todas partes, ya no estamos realmente en ninguna parte. Sentados a la mesa de un restaurante, dos amantes preocupados por mirar su teléfono móvil ya no están juntos, están con un tercero: tercero persona, tercero tiempo, tercero espacio, tercero otra parte. La conectividad virtual está dando apenas sus primeros pasos. Llegará el día en que la civilización será mundial, una, única, monolítica. No esposible describirla sin entrar en la ciencia ficción, pero lo que no podemos imaginar es que lo que venga prescinda de lo que ya está: la servidumbre del ser humano en su relación con las máquinas, presentadas como liberadoras cuando en realidad nos someten, será cada vez más marcada hasta hacerse total. Quien crea dominar una máquina ignorará que se está sometiendo a quien en verdad obedece la máquina. Pues la máquina es lo que los hombres le exigen ser y nada más. Querer la autonomía de las máquinas continúa siendo someter la máquina a la voluntad humana: lo que la máquina quiera en su locura será lo que el hombre habrá querido que ella quiera. Exigir la libertad es, en este caso, someterse. Lo que constituía la materia del mundo corre el riesgo de desaparecer en un mundo de virtualidad. Los hombres propondrán fórmulas artefactuales de lo que hayan destruido por no haber sabido protegerlo, el aire, el planeta, la naturaleza, la vida: arte químicamente producido en fábricas, sectores del planeta artificialmente mantenidos con vida en zonas de viabilidad, ecosistemas elevados por encima del suelo, una naturaleza en macetas e invernáculos, en cubetas y bajo vidrio, en bolsas y al vacío, una vida fabricada en laboratorio con cinceles de ADN y cálculos de identidad informatizados, ricos que solo morirán accidentalmente y pobres cuyos cuerpos servirán de piezas de recambio a los que tengan los medios de comprarlos, bancos de datos numéricos corporales, espíritus e inteligencia cargables con programas y transportadas en cuerpos intercambiables. El transhumanismo ya está aquí, ahora y nos muestra el esbozo del mundo que espera a nuestros descendientes, que vivirán en la civilización desterritorializada.
El transhumanismo como destino del fin del destino, culminación de la potencia en muerte real.