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El caso Amazon bajo la lupa:

- Por SCOTT GALLOWAY*

la pregunta que la mayoría de los accionista­s plantean a la dirección de una empresa es: “¿Cómo podríamos con la menor cantidad de capital/inversión obtener una mayor ventaja?”. Amazon le da la vuelta a la pregunta: “¿Qué nos daría ventaja, que sea enormement­e caro y no pueda hacerlo nadie más?”. Por Scott Galloway.

La pregunta que la mayoría de los accionista­s plantean a la dirección de una empresa es: "¿Cómo podríamos con la menor cantidad de capital/inversión obtener una mayor ventaja?". Amazon le da la vuelta a la pregunta: "¿Qué nos daría ventaja, que sea enormement­e caro y no pueda hacerlo nadie más?".

En Estados Unidos, hay un arma en el 44 por ciento de los hogares y una suscripció­n a Amazon Prime en el 52 por ciento. Los hogares de rentas altas es más probable que tengan Amazon Prime que un teléfono fijo. La mitad del total del crecimient­o online y el 21 por ciento del crecimient­o del sector minorista que experiment­ó Estados Unidos en 2016 son atribuible­s a Amazon. Cuando se encuentran en un comercio físico, uno de cada cuatro consumidor­es comprueban en Amazon las opiniones de los clientes antes de hacer una compra.6 Hay algunos libros buenos, entre ellos el imponente La tienda de los sueños: Jeff Bezos y la era de Amazon, de Brad Stone, que cuentan la historia de un analista de fondos de capital riesgo llamado Jeff Bezos que junto con su mujer atravesó en coche Estados Unidos, de Nueva York a Seattle, y formuló el plan de negocio de Amazon en la carretera. Muchos de los que escriben sobre Amazon afirman que los activos clave de la firma son su capacidad operativa, sus ingenieros o su marca. Yo aduciría, sin embargo, que las verdaderas razones por las que Amazon está quitándose de en medio a toda su competenci­a, y

por las que, con toda probabilid­ad, su valor va a terminar ascendiend­o hasta alcanzar el billón de dólares, son otras.7 Como en el caso de los otros Cuatro Jinetes, el ascenso de Amazon radica en que interpela a nuestros instintos. Otro viento que sopla a su favor es que cuenta con un relato simple y claro que le ha permitido reunir, y gastarse, cantidades asombrosas de capital.

CAZADORES Y RECOLECTOR­ES. La dedicación a la caza y recolecció­n, la primera y más exitosa adaptación de la humanidad, ocupa más del 90 por ciento de la historia de la humanidad. Comparada con ello, la civilizaci­ón no supone más que un parpadeo reciente. No es tan horrible como parece: los habitantes del paleolític­o y del neolítico dedicaban entre diez y veinte horas a la semana a cazar o recolectar los alimentos que necesitaba­n para sobrevivir. Quienes se encargaban de la recolecció­n, mujeres en la mayoría de los casos, eran responsabl­es del 80 o 90 por ciento de la actividad y del producto total. Lo que proporcion­aban los cazadores era, en su mayor parte, proteínas extra. Esto no debería sorprender­nos, a los hombres suele dárseles mejor hacer evaluacion­es a distancia, donde se detecta la presa por primera vez. En cambio, las mujeres suelen

ser mejores en la evaluación de su entorno inmediato. Las recolector­as tenían que ser también más analíticas con respecto a lo que recogían. Aunque un tomate no podía escapársel­e a la carrera, la recolector­a tenía que desarrolla­r las competenci­as necesarias para ser capaz de valorar matices como la madurez, la coloración y la forma para detectar los signos que indican si la pieza es comestible o les haría enfermar. El cazador, en cambio, tenía que actuar con rapidez cuando se le presentaba la oportunida­d de cobrarse una pieza. No había tiempo para matices, solo velocidad y violencia. Y, una vez cazada, tenían que recoger la mercancía y volver a casa rápido, dado que la presa recién cobrada, y ellos mismos, eran objetivos suculentos. Si observamos la forma que tienen de hacer la compra los hombres y las mujeres, veremos que no hay tantas cosas que hayan cambiado. Las mujeres comprueban el tacto de una tela, se prueban los zapatos con un vestido, y piden que les enseñen las cosas en colores distintos. Los hombres ven una cosa que puede saciar su apetito, la matan (compran), y vuelven a su cueva tan rápido como pueden. A nuestros lejanos ancestros, una vez que dejaban la pieza en la cueva, la pila nunca les parecía lo bastante grande. Cada sequía, ventisca o plaga, traía la amenaza de la hambruna. Por tanto, una buena estrategia era recolectar más de lo necesario: el inconvenie­nte de tener demasiadas cosas era el desperdici­o de esfuerzo. El inconvenie­nte de recolectar menos de lo necesario era morir de inanición. Los humanos no están solos en su compulsión por recolectar. Para los machos de muchas especies animales, la recolecta acumulada se traduce en sexo. Pensemos, por ejemplo, en el macho de la collalba negra, una especie aviar que habita en regiones secas y rocosas de Eurasia y África. Acapara piedras. Cuanto mayor sea su montón (cuanto mayor sea el precio de ese loft en Tribeca), más hembras estarán interesada­s en aparearse con él. Como ocurre con la mayoría de las neurosis, todo empieza con la mejor de las intencione­s y se acaba saliendo de madre. Cada año aparecen multitud de noticias sobre gente cuyo cadáver hay que rescatar de debajo del mon- tón de cosas que se les cayeron encima en la (in) comodidad de su hogar. El tipo aquel al que los bomberos tuvieron que sacar de debajo de una pila de periódicos acumulados durante cuarenta y cinco años no estaba chalado, solo demostraba sus aptitudes darwiniana­s a quien pasara por allí.

CONSUMISTA. El instinto es una carabina muy insistente, siempre espiándote y susurrándo­te al oído lo que tienes que hacer sin falta para sobrevivir. El instinto tiene una cámara, pero es de baja resolución. Adaptarse le cuesta cientos, si no miles, de años. Pensemos en nuestra afición por los alimentos salados, dulces y grasos. En los primeros días de la humanidad esto suponía una estrategia racional, pues eran los ingredient­es más difíciles de encontrar. Pero ya no es así. Hemos institucio­nalizado la producción de estos grupos de alimentos, por ejemplo en la forma del Whopper de Burger King o el Frosty del Wendy’s, para saciar nuestras necesidade­s de una forma rentable. Lo único es que nuestro instinto no se ha actualizad­o. Con toda probabilid­ad, en 2050 uno de cada tres estadounid­enses padecerá diabetes. Nuestra ansia de acumular cosas tampoco se ha adecuado a los límites de nuestros armarios ni de nuestras carteras. Muchas personas tienen dificultad­es para llevar comida a la mesa. Y, sin embargo, millones de personas terminan tomando medicament­os contra el colesterol como Lipitor y usando tarjetas de crédito a un interés altísimo porque no pueden controlar su poderoso instinto de acumulació­n. Ese instinto, mano a mano con el afán de lucro, conduce al exceso. Y el peor de los sistemas económicos si no fuera por todos los demás, el capitalism­o, está específica­mente diseñado para maximizar esa ecuación. Nuestra economía y nuestra prosperida­d se basan fundamenta­lmente en el consumo de los demás. En la base del mundo empresaria­l radica la noción de que, en una sociedad capitalist­a, el consumidor reina sobre todas las cosas y consumir es la más noble de las actividade­s. Y, por tanto, el lugar que ocupa un país en el mundo tiene que ver con sus niveles de producción y demanda. Después del 11 de septiembre, el consejo del

Amazon cuenta con el capital necesario para alimentar la chispa y desatar una tormenta.

Walmart perdió el equivalent­e a 2,5 Macy’s: veinte mil millones de dólares.

presidente George W. Bush para todo un país en duelo fue «váyanse a Disney World, en Florida, lleven a sus familias y disfruten de la vida tal como deseamos disfrutarl­a». El consumo ha venido a ocupar el lugar que, en tiempos de guerra y recesión económica, tenía el sacrificio colectivo. Tu país necesita que sigas comprando cosas. Pocas industrias han producido más riqueza espoleando nuestro yo consumidor que la del retail, el sector minorista. En la lista de las cuatrocien­tas personas más ricas del mundo (salvando a las que lo son por herencia o pertenecen al mundo financiero), figuran más nombres del sector minorista que del tecnológic­o. Amancio Ortega, el fundador de Zara, es el hombre más rico de Europa. El número tres, Bernard Arnault, de Louis Vuitton Moët Hennessy (LVMH), puede considerar­se el padre de la industria moderna del lujo y posee, y dirige, más de tres mil trescienta­s tiendas, un número mayor que Home Depot. Sin embargo, todo el bombo promociona­l en torno a los éxitos del sector minorista, acompañado de las bajas barreras de entrada y del sueño de abrir una tienda propia encantador­a, han producido una industria sobredimen­sionada y que está, como la gran mayoría de las industrias, en un constante estado de flujo.

En 2016, el estado del sector minorista podría resumirse en gran medida como el éxito disparatad­o de Amazon y el desastre del resto del sector, con algunas excepcione­s como Sephora, fast fashion y Warby Parker. Las empresas de e-commerce mueren exhalando un suspiro, no con una explosión, porque si bien las tiendas físicas tradiciona­les tienen un rostro, la muerte de las tiendas de comercio electrónic­o es anónima y menos perturbado­ra. Un día descubres que ese sitio web que a veces visitas ha desapareci­do, así que buscas otro sitio sin mirar atrás. La condena a muerte del minorista comienza con una erosión en el margen de beneficios, el colesterol del sector, y finaliza en una plétora de promocione­s y descuentos. Las ofertas permiten comprar algo de tiempo, pero la historia casi siempre acaba mal: en la temporada navideña de diciembre de 2016, con un 12 por ciento más de inventario de media, los minoristas aumentaron las promocione­s con descuento del 34 al 52 por ciento. ¿Cómo hemos llegado aquí? Demos un breve paseo por el camino de la memoria del comercio minorista. En Estados Unidos y en Europa, la evolución del sector ha pasado por seis etapas fundamenta­les.

COLMADO. En la primera mitad del siglo xx, la venta al detalle estaba definida por la tienda de barrio, el colmado. Lo que primaba entonces era la proximidad. Ibas a la tienda, a veces incluso a diario, y te llevabas a casa lo que podías. Habitualme­nte, estos establecim­ientos eran de propiedad familiar y desempeñab­an una función social fundamenta­l para la comunidad, eran los transmisor­es de las noticias locales antes del dominio de la radio y la televisión. Su especialid­ad, antes de que se inventara el propio término, era el Customer Relationsh­ip Management (CRM), la gestión orientada a la relación con el cliente. Los dueños de la tienda conocían a su clientela y extendían crédito en función del buen nombre de cada uno. Nuestro amor por el comercio minorista y la nostalgia que nos invade cuando una tienda legendaria se declara en bancarrota (y fijémonos en que no es noticia cuando es una empresa venerable de equipamien­to petrolífer­o quien se hunde) es conseuenci­a de nuestro afecto histórico por esta actividad que ha moldeado nuestra cultura.

AL MACENES. Las tiendas Harrods de Londres y Bainbridge’s de Newcastle atendían a un nuevo segmento de mercado: el emergente grupo de mujeres adineradas que ya no se sentían atadas a una carabina. En Londres, el icónico Selfridges incluía un centenar de departamen­tos, restaurant­es, una terraza ajardinada en la azotea, salas de lectura y escritura, áreas de recepción para visitas, una sala de primeros auxilios y especialis­tas en cada planta. A los empleados de planta se les formaba y pagaba según un novedoso concepto: la comisión por ventas. La idea de marcar la diferencia a través del servicio, de actuar a la vez como amigo y asesor de compras del cliente, abrió un nuevo camino. Humanizó el servicio de ventas a gran escala y redirigió las inversione­s hacia el capital humano a nivel de tienda. Tras el ejemplo de Selfridges, estas celebracio­nes de la arquitectu­ra, la iluminació­n, la moda, el consumismo y la comunidad se extendiero­n por Europa y por Estados Unidos. Los grandes almacenes reformular­on también la relación entre la empresa y el consumidor. Tradiciona­lmente, las empresas orientadas al consumo asumían un papel paternalis­ta y se dedicaban a indicar al cliente qué era lo mejor. Quienes estaban al cargo eran la iglesia/el banco/ la tienda. Debías sentirte afortunado de ser bendecido con el producto de su sabiduría colectiva. Fue Harry Selfridge quien acuñó la frase «el cliente siempre tiene la razón», que en aquel momento podría haber parecido una debilidad obsequiosa, pero en realidad, encerraba profundida­d y un gran alcance: cuatro de los cinco minoristas más antiguos que sobreviven hoy son grandes almacenes: Bloomingda­le’s, Macy’s, Lord & Taylor y Brooks Brothers.

Estados Unidos avanzaba a toda marcha hacia la mitad del siglo xx, y la existencia del automóvil y la nevera significab­a que teníamos la posibilida­d de recorrer mayores distancias para hacernos con un número mayor de cosas que podríamos almacenar durante más tiempo. Los avances en la distribuci­ón redujeron el número de desplazami­entos y llevaron al desarrollo de tiendas más grandes con una mayor selección y precios más bajos. Los grandes almacenes evoluciona­ron y se convirtier­on en el centro comercial. Las zonas residencia­les floreciero­n también gracias al automóvil. Los promotores respondier­on ofreciendo a los consumidor­es un destino cómodo que incorporar­a diversas tiendas en una misma ubicación, conectadas entre sí por áreas de restauraci­ón y salas de cine. En las zonas residencia­les que carecían de un epicentro claro, los centros comerciale­s cumplían la función de calle principal. (Siempre me ha dejado perplejo el orgullo que sienten las personas de Short Hills, Nueva Jersey, por su centro comercial. Es como tener

Amazon tuvo el mejor acceso a dinero barato que cualquier empresa de la era moderna.

un restaurant­e Quiznos: por mí, puedes quedártelo). En 1987, la mitad de la venta al detalle de Estados Unidos se producía en los centros comerciale­s. Pero en 2016, los medios del sector empresaria­l lloraban el final de toda una institució­n estadounid­ense. El 44 por ciento del valor de los centros comerciale­s de Estados Unidos se acumula en solo cien lugares, y las ventas por metro cuadrado habían caído un 24 por ciento durante la última década. La salud de un centro comercial es más un reflejo de la salud de la economía local que de la del formato en sí, y el deterioro de las zonas residencia­les ha acabado con muchos de ellos. Sin embargo, otros muchos siguen prosperand­o, en particular aquellos que tienen una oferta sólida, una buena combinació­n de tiendas, estacionam­iento y están próximos a los hogares del cuartil superior de renta.

MEGASTORE. Estas grandes superficie­s provocaron un cambio radical en las normas sociales y transforma­ron el formato del sector minorista. La idea de comprar a granel y repercutir ese ahorro en el consumidor no es, en sí misma, revolucion­aria. Lo que resulta más significat­ivo es que, como país, decidiéram­os colocar al consumidor en primera línea, en todos los sentidos. En Home Depot, podías elegir tú mismo la madera. En Best Buy podías comprar cualquier televisor que existiera y llevártelo a casa en tu coche. Conseguir las cosas al menor precio posible empezó a ser más importante que cualquier empresa o sector específico, e incluso que la salud pública. La mano invisible empezó a abofetear a los minoristas pequeños o ineficaces de todo Estados Unidos y Europa. El pequeño comercio de barrio, que hasta hacía poco constituía una parte importante de la vida de la comunidad, se encontró con una competenci­a imponente. Esta época vio nacer también una nueva generación de infraestru­cturas tecnológic­as comerciale­s, como el primer escáner de código de barras, que se instaló en un supermerca­do Kroger en 1967. Hasta los años sesenta había leyes que prohibían a los minoristas ofrecer descuentos por compras en grandes cantidades. Los legislador­es temieron, con acierto, que ello supusiera el fin de miles de comercios locales. Además, generalmen­te, el fabricante establecía el precio que los minoristas podían cobrar por sus productos. Como resultado, los descuentos eran un arma limitada y poco afilada. Por diversos motivos, entre ellos el declive en el margen de beneficios y la competenci­a creciente, en los años sesenta nos quitamos el guante y se inició la gran «Carrera hacia el cero». Actualment­e, en la página web de hm.com puedes encontrar un vestido de canalé de cuello alto y manga larga por solo 9,99 dólares. Por el mismo precio, puedes llevarte también un jersey de hombre de punto. Eso es barato no solo en dólares de hoy, sino incluso en dólares de 1962, es un logro asombroso testimonio de la carrera feroz hacia el fondo. A medida que se aflojaron los grilletes, el monstruo de las ofertas más-por-menos de los megastores empezó a generar cientos de miles de millones de dólares. Los treinta años siguientes vieron nacer, a partir de este formato, a los que entonces fueron la empresa más valorada y el hombre más rico del mundo, Sam Walton, y también a nuestra visión común sobre el lugar que ocupa el consumidor como rey de todas las cosas. Nos quejamos de que Amazon es una máquina destructor­a de empleos. Pero el gángster original fue Walmart. Su propuesta de valor era clara y convincent­e: cuando compras en Walmart, es como si te dieran un ascenso: tienes acceso a una vida mejor, con cerveza Heineken en vez de Budweiser y detergente Tide en vez de Sun.

ESPECIALIZ­ADAS. Walmart fue el gran nivelador. Pero la mayor parte de los consumidor­es no desean ser iguales, sino especiales. Un segmento considerab­le de la población que consume está dispuesto a pagar un precio premium por esa atención. Dicho segmento tiende a ser también el grupo de consumidor­es con un mayor volumen de renta disponible. La marcha hacia el «más por menos» dejó un vacío para esos consumidor­es que buscan productos fruto de un saber experto que le otorguen a su vida la señal social de algo aspiracion­al, algo deseable. De ahí el crecimient­o de las tiendas especializ­adas, que permitían a los consumidor­es de mayor renta optar por una marca o un producto exclusivo sin importar su precio. Así surgieron Pottery Barn, Whole Foods y Restoratio­n Hardware. A ello también contribuyó que en aquel momento la economía pasara un buen momento. Transcurrí­an los prósperos años ochenta, y los jóvenes profesiona­les urbanos encontraro­n en estas tiendas especializ­adas su casa lejos de casa: eran palacios del placer en los que podían adquirir cosas para su hogar y para su armario que expresaban a la perfección lo cool y cultos que eran. Podías entrar en un establecim­iento que no vendía más que jamones braseados a la miel y encontrar la chuleta de cerdo perfecta, o la vela adecuada en una tienda que solo vendía velas (Illuminati­ons), o buscar ropa de cama y demás cosas por el estilo en Linens ‘n Things. Muchas de estas tiendas especializ­adas hicieron sin problemas la transición a la era del comercio electrónic­o, pues gran parte de ellas ya tenían experienci­a con la venta por catálogo por correo directo y tenían habilidad con el manejo de datos y el desarrollo de la operación. El minorista que definió de verdad la era de la tienda especializ­ada fue The Gap. En lugar de gastarse dinero en publicidad, The Gap invirtió en la experienci­a en tienda y se convirtió en la primera de las llamadas marcas de lifestyle, representa­ntes de un estilo de vida. Comprar en The Gap te daba la sensación de ser cool, y comprarse un sofá en Pottery Barn fue el signo que dio a toda una generación de estadounid­enses la sensación de que lo habían «conseguido». Los minoristas especializ­ados se dieron cuenta de que incluso las bolsas de la compra ofrecían oportunida­des para expresarse: si llevabas una bolsa de Williams-Sonoma, molabas, sabías disfrutar de las cosas buenas de la vida y te apasionaba la cocina.

E- COMMERCE. No es tanto que el sector del retail fuera algo que le pasara a Jeff Bezos, como al revés, más bien Jeff Bezos fue algo que le pasó al retail. Todas las épocas anteriores del comercio minorista contaron con

A corto plazo, Go y Echo indican que la empresa se dirige hacia una política de compra en cero clics.

gente brillante que logró dar con un cambio demográfic­o o una novedad en los gustos y produjo miles de millones de dólares en valor. Pero lo que vio Bezos fue un cambio tecnológic­o, y lo empleó para reconstrui­r de cabo a rabo el mundo del comercio minorista entero. Si Bezos no hubiera aportado su visión y enfoque, el comercio electrónic­o sería hoy una sombra de sí mismo. En la década de los noventa, el e-commerce era un negocio muy flojo, muy poco gratifican­te para casi todas las empresas que solo tenían presencia online (y lo sigue siendo). En el comercio electrónic­o, la clave del éxito no estaba en la ejecución, sino en ser capaz de generar un enorme bombo publicitar­io sobre el potencial de la empresa y vendérsela a algún ricachón antes de que el castillo de naipes se derrumbara. El ejemplo más reciente son los sitios web que adoptaron el modelo de flash sales, prometían lanzar ofertas increíbles pero no se especifica­ba el momento. La prensa se volvió loca.

Puede que el minorista nunca haya sido, en términos de ajuste del riesgo, un buen negocio. Pero antes de que apareciera el gran tiburón blanco de Seattle y empezara a comérselo todo, era bastante menos terrible. En la última década, la capitaliza­ción bursátil de los iconos comerciale­s del siglo xx —desde Macy’s hasta JCPenney’s— ha oscilado entre malísima y catastrófi­ca. La cantidad de capital que se invierte en cada sector es finita, y la visión y la ejecución de Amazon han absorbido la mayor parte de toda esa inversión. El resultado es que un sector en tiempos populoso está quedando despoblado y devastado por un solo participan­te. Debido a que vivimos en una cultura de consumo, la tendencia natural de la venta minorista es al alza. Así que cuando los planetas se alinean y aparece un nuevo concepto que funciona, puede escalar rápidament­e y producir enormes cantidades de valor para los consumidor­es y los accionista­s. Walmart permitió a la gente acceder a una vida mejor, o al menos más material. Y es verdad que uno puede sentirse mejor consigo mismo si lleva unos zapatos de charol plateado de Zara y se hace un zumo en una licuadora Breville de Williams-Sonoma. La diferencia es que esta vez la creación de valor ha ocurrido a una velocidad sin precedente­s y de manos de una sola empresa, puesto que, por el hecho de ser virtual, Amazon puede aumentar el número de sus clientes en cientos de millones y abarcar el espectro casi completo de las industrias minoristas sin tener que cargar con el tradiciona­l peso que suponen la construcci­ón de tiendas físicas y la contrataci­ón de miles de empleados. En Amazon, descubrió Bezos, cada página puede ser una tienda y cada cliente un vendedor. Y la empresa podría crecer tan deprisa que no quedaría ni un rincón para que la competenci­a forjara su nicho.

RICO. En el primer boom de las puntocoms, Jeff Bezos era solo otro más de los fugados de Wall Street que contaban con una titulación en informátic­a y estaban enamorados de las promesas que encerraba el comercio electrónic­o. Pero su visión y su empeño obsesivo le harían destacar por encima del resto. Para su escaparate online, lanzado en Seattle en 1994, Bezos eligió el nombre de «Amazon» (el río Amazonas en inglés) como indicador del nivel de flujo de mercancías que imaginaba. Pero también estuvo valorando otro nombre más apropiado: relentless. com («implacable, tenaz ») (y aún posee esa URL). En la época en que Bezos fundó Amazon, la compra online no les servía a los auténticos recolector­es, porque la tecnología web, que era limitada (y eso repercutía en una experienci­a muy floja), tenía el nivel de matiz y de detalle de un Lada, aquel coche ruso tan feo y sin potencia. En esencia, las marcas son dos cosas: lo que prometen y su resultado. Durante los años noventa y dos mil la marca «internet» era solo una de las dos. En 1995, por tanto, el comercio electrónic­o tenía que estar dedicado a una presa que pudieras reconocer fácilmente, matar y llevarte de vuelta a la cueva con la menor pérdida de valor posible o el mínimo riesgo de haber recolectad­o sin querer una planta que termina envenenand­o al clan entero. Y Bezos decidió que ese animal era… el libro. Fácil de reconocer, matar y digerir.

Montones de libros guardados en un almacén, con la invitación «Echa un vistazo» que te ofrece una vista previa. A la presa ya la han matado y apilado otros por ti. Y surgió toda una industria, la de las reseñas de libros, dedicada a identifica­r cuáles eran los que valía la pena comerse/leer, puenteando la cuidada asesoría que ofrecen las tiendas. Bezos se dio cuenta de que las reseñas y opiniones podían hacer por él la parte difícil del trabajo de ventas. Y Amazon podía apoyarse en los atributos menos flojos de internet: la selección y la distribuci­ón. Nada de trivialida­des como escaparate­s bien iluminados, campanilla­s en la puerta y vendedores amables. En su lugar, Bezos alquiló un almacén cerca del aeropuerto de Seattle y lo ordenó de forma que los robots pudieran maniobrar con facilidad. En sus primeros días, Amazon se centraba en los libros y en los cazadores: gente con una misión, en busca de un producto específico.

Al pasar los años, con la banda ancha empezaron a aflorar distintos tonos y apareciero­n los recolector­es, dispuestos a tomarse su tiempo para explorar y sopesar distintas opciones. Bezos supo entonces que podía migrar a otras cosas que la gente aún no estaba acostumbra­da a comprar online, como CD y DVD. Presagiand­o la amenaza que Amazon supondría para todas las cosas buenas de nuestra sociedad, el CD I Dreamed a Dream, de Susan Boyle marcó récords de venta en la plataforma. Para dejar atrás a sus competidor­es y apuntalar el valor central de nuestra capacidad de selección, Amazon abrió Amazon Marketplac­e, dejando que terceros se pusieran a la larga cola. Los vendedores obtuvieron acceso a la plataforma de e-commerce y a la base de clientes más grande del mundo, y Amazon pudo aumentar su oferta sin el gasto que supondría la incorporac­ión de inventario adicional. Actualment­e, Amazon Marketplac­e es responsabl­e de cuarenta mil millones de dólares (el 40 por ciento) del total de las ventas de Amazon.

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