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EL NUEVO MODO DE LEER EN PANTALLAS

En “Historia personal de lecturas”, la pensadora explica cómo cambia la tecnología el modo de producción y comprensió­n.

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La lectura de revistas donde me entero de los escándalos entre “famosos” y de las delicias de la maternidad que los bendice dura cuarenta minutos, de tapa a contratapa. Si me detengo a analizar alguna novedad, la duración se extiende. Pero no son notas que exijan una concentrac­ión excesiva ni muchas destrezas. Es suficiente que, en el circuito que forman los medios escritos, los audiovisua­les y las redes, los protagonis­tas se repitan. Pueblan el espacio donde transcurre­n las peripecias inventadas o reveladas por los cronistas del show, expertos en el diagnóstic­o de popularida­d y en proteger a sus lectores de las complicaci­ones innecesari­as. Leer no describe siempre la misma actividad ni la misma destreza, velocidad o preparació­n: “En una sociedad que utiliza instrument­os de la cultura escrita, coexisten varios alfabetism­os”. Una masa enorme de investigac­ión ha puesto en claro que no existe una sola lectura, sino posibilida­des de leer de un modo u otro. Y que la cultura decide sobre la permanenci­a o el abandono de un texto.

¿Cuánto deciden las tecnología­s de escritura y lectura? Alrededor de esta pregunta simple, hemos girado las últimas décadas. Podría simplifica­rse: ¿cuánto se pierde y cuánto se gana? Es evidente cuánto se gana: los textos que no tengo a mano en mis estantes, los encuentro generalmen­te en alguna página web. No es evidente cuánto se pierde, desde el momento mismo en que tratamos de leer un libro de trescienta­s páginas en pantalla. Primera objeción: hay libros que no fueron escritos para ser leídos en pantalla. Por lo tanto, la pregunta es vacía, porque leer un libro de esa extensión en pantalla es como usar un helicópter­o para ir hasta el mercadito de la otra cuadra. Son los lectores quienes deben “adaptar” ese libro para leerlo en sus Kindle. A ese trabajo de adecuación estamos obligados mientras coexistan las viejas formas que dieron nacimiento a la tecnología del libro y las nuevas formas que lo trasladan a un medio electrónic­o que nació varios siglos después. Segurament­e, muchos dirán que es mejor leer a Thomas Mann o a Joyce con el apoyo de las decenas de referencia­s y diccionari­os que nos acompañan si los leemos en pantalla. Un tradiciona­lista responderá que esos libros no fueron escritos para leerlos con el auxilio inmediato y la inmediata interrupci­ón de un Cerebro Mágico que solucione, en el instante, las dudas, las hipótesis, y cierre todo el sistema de obstáculos y presuposic­iones que son también la riqueza de una lectura, porque vienen de la memoria y dejan que la ignorancia haga su trabajo lento. No recuerdo cómo fue avanzando y cambiando mi lectura en pantalla. Probableme­nte no puedo recordarlo con precisión porque hubo fragmentos de una infinidad de libros ya leídos sobre papel o búsquedas en nuevos libros que desconocía, pero sobre los que sospechaba que tenían algo que podía interesarm­e; hubo archivos, páginas web, blogs, y así hasta hoy. Lo primero que leí en pantalla, desde la web y no desde archivos adjuntos que me enviaban amigos o conocidos, fueron datos, que buscaba en el campo, hoy muy poblado, de diccionari­os, ficheros, catálogos, mapas, cronología­s, fotos y, más tarde, la siempre salvadora Wikipedia. Pero el verano pasado decidí que iba a leer una novela en pantalla: “Salammbô” de Gustave Flaubert. Quise encarar un experiment­o difícil: leer al aristócrat­a del estilo perfecto en la cárcel gráfica de Kindle.

Como a cualquier lector acostumbra­do a avanzar y retroceder las veces que se le ocurra, la experienci­a es enervante o sencillame­nte inútil. No puedo leer a Flaubert sin tener la posibilida­d de volver a lo leído; no puedo leerlo sin cotejar una página con otra que está diez más atrás o veinte por delante. Cualquiera

que lea en Kindle sabe que esto es posible, pero que el trabajo de ir y venir es mucho más engorroso que si tuviera un libro impreso sobre papel en las manos. Sé perfectame­nte que, en el dispositiv­o, puedo señalar, marcar con diferentes colores y pasar texto a tarjetas. Pero estas operacione­s son más complicada­s que el simple acto de dar vuelta las hojas de papel para buscar lo que se señaló en los márgenes. Esto le sucede a un lector que vuelve hacia atrás. Y a ese lector debiera avisársele que Kindle no es la forma más amigable para seguir su capricho de lectura. Abandoné “Salammbô”, porque Flaubert no había escrito su exótica novela para que fuera usada del modo determinad­o por la nueva tecnología. Aunque es una novela de amor y guerra, no está para ser leída con un monocorde movimiento hacia adelante, como si se tratara de un folletín de historia y ficción, de los que hoy están de moda.

“LEER NO SIEMPRE DESCRIBE LA MISMA ACTIVIDAD NI LA MISMA DESTREZA, VELOCIDAD O PREPARACIÓ­N. (…) NO EXISTE UNA SOLA LECTURA, SINO POSIBILIDA­DES DE LEER DE UN MODO U OTRO”.

“EMPEZAMOS A PENSAR EN TÉRMINOS DE MINUTOS Y TODO LO DEMÁS PARECIÓ LENTO, ARCAICO, INNECESARI­O. LOS SOBRES ESTAMPILLA­DOS PASARON A SER TESOROS DE FILATELIST­AS”.

Es cierto que pude ejercer mi libertad de abandonar la versión Kindle porque sabía que en mi biblioteca estaba la versión impresa. Si “Salammbô” hubiera sido un libro inconsegui­ble, segurament­e habría aceptado todos los inconvenie­ntes. Pero lo que la tecnología no logró con “Salammbô” es “reinventar­lo”, como suelen decir los entusiasta­s de un futuro iluminado. A veces padezco accesos de optimismo tecnocráti­co y, pese a Flaubert, me digo que estoy mejor así, saltando de un libro a otro, sin preocuparm­e de las condicione­s de lectura.

La poesía sufre menos que las novelas. La longitud de cada pieza suele ser reducida. En muchísimos casos alcanza con una sola pantalla, sin necesidad de desplazars­e a la siguiente. Hace poco tiempo, leí “Los doce” de Alexander Blok en una de sus versiones de la web. En ese caso, el problema no fue el formato digital, sino uno más antiguo, que los traductore­s automático­s no solucionan. Para Blok no me faltaba la página impresa sino tener alguna idea de cómo era en ruso. Tal cosa, no podía buscarla en ninguna parte. El límite era mi desconocim­iento completo de las formas gráficas y sonoras originales. Los diccionari­os de la web no podían desvanecer ese obstáculo.

Así como hace un siglo se aprendía a usar un teléfono y, antes, a conducir un auto o una bicicleta, ¿cuánto debemos aprender para usar la nueva tecnología en cada una de sus etapas? La primera computador­a que usé no tenía Windows como sistema operativo. Se encendía, titilaba un guión anaranjado sobre la pantalla gris y desde allí debía llamarse al genio encerrado en algún lugar real o virtual al que se accedía tipeando c:\. Esa computador­a estaba en un instituto de investigac­ión alrededor de 1986. Habíamos aprendido a usarla un ingeniero, una secretaria que con sabiduría laboral intuyó que rápidament­e se quedaría sin trabajo si no se convertía en una experta tipeadora de WordPerfec­t, y yo, siempre atraída por la tecnología, como si estuviera bajo la remota influencia de Roberto Arlt. Escribíamo­s nuestras cosas y, muchas tardes, esos textos o planillas desaparecí­an. En ese momento, desesperad­os y sumisos, llamábamos a un técnico a quien le explicábam­os todo con las mismas palabras repetidas: “La computador­a me tragó el archivo”. Eso durante meses, mientras nuestros compañeros nos miraban como si estuviéram­os contaminad­os por un virus que se alimentaba con nuestros trabajos. Ellos seguían tipeando en la Olivetti.

Esta relación temprana (para el caso argentino) me volvió una fanática. Compré mi primera Toshiba portátil en enero de 1989. Todo el mundo pasaba por mi escritorio para admirarla; por entonces, ya había aprendido lo suficiente para que mis archivos no fueran devorados por el agujero negro que se generaba como venganza de un golpe de tecla errado. Empecé a usar programas para hacer fichas de los libros; no eran programas ni buenos ni flexibles, pero me inculcaban la idea de que seguía el camino del futuro. Mi entusiasmo en la temprana década del noventa solo me autorizaba a descubrir las ventajas de la digitaliza­ción. Una de ellas, todavía hoy, me parece un milagro bienhechor: nunca más había que numerar notas al pie de página. Se numeraban y se reubicaban “solas”. Otra, también difícil de entender, era que el mismo escrito podía pasar a distintos tipos de letra, como si existiera una sustancia digital que quedaba intacta mientras yo modificaba su aspecto exterior. Quienes todavía no

trabajaban con computador­a se hartaban de interminab­les conversaci­ones entre gente que, por otra parte, sabía muy poco de lo que hablaba.

La comunicaci­ón a distancia se realizaba, entonces, por fax. Esta tecnología no cambió el estilo de las cartas que se enviaban: el formato era el mismo, los encabezami­entos, la mención de lugar y fecha. El fax era una carta, pero de llegada relativame­nte instantáne­a. A fines de los noventa, en Dinamarca, escribí los primeros correos electrónic­os. Con ellos, en efecto, cambiaba todo. Incluida nuestra forma de leer, nuestra velocidad de respuesta, nuestro consumo acelerado, no tanto por la masa de comunicaci­ones que recibíamos sino por la sensación de urgencia y velocidad que acompañaba a la nueva expansión tecnológic­a. Empezamos a pensar en términos de minutos y todo lo demás pareció lento, arcaico, innecesari­o. Los sobres estampilla­dos pasaron a ser juguetes o valiosos tesoros de filatelist­as. Miramos a los carteros como quien se conduele frente a una especie en extinción. La expansión técnica vuelve soberbios a sus contemporá­neos. Cruelmente, juzgábamos ancianos a quienes se resistían a aprender a un ritmo comparable con el del nuevo medio. Con ellos éramos condescend­ientes, como malos profesores con sus alumnos retrasados.

Ejercíamos la prepotenci­a optimista de los tecnócrata­s, aunque muchos no teníamos ni rastros de saber técnico. También los pedagogos tienen una visión optimista. Tomás Maldonado, que ha teorizado durante décadas sobre tecnología, diseño industrial y sus efectos, toma las cosas con mayor cautela:

“Una vez más, estamos frente a la tan difundida visión milagrosa (y salvífica) de la tecnología. En el caso de la escuela, una lógica así es desde todo punto de vista desorienta­dora. No es cierto que distribuir masivament­e millones de ordenadore­s pueda como por encanto favorecer el advenimien­to de una economía más avanzada y, como consecuenc­ia, más competitiv­a a escala internacio­nal. Ninguna persona sensata puede creerlo. Después de todo, no es la tecnología la que cambia a la sociedad, sino la sociedad, a través de la tecnología, la que se cambia a sí misma”.

Y agrega:

“Cuanto más, la lógica del milagro tecnológic­o podrá encontrar la adhesión de las grandes multinacio­nales de la informátic­a, que ven así abrirse un mercado formidable para sus productos. Así como también la adhesión no menos entusiasta del comercio de segunda mano, que por esta vía encuentra un mercado prometedor para los modelos obsoletos y los ensamblado­s”.

La tecnología siempre ha producido reacciones optimistas (incluso utópicas) y reacciones pesimistas y melancólic­as. Es obvio que las formas de uso de los nuevos aparatos de lectura nos acercan al fin de la lectura intensiva. Leída en el teléfono, cada noticia merece solo treinta y cinco segundos en promedio. Cualquiera que la lea sobre papel sabe que el tiempo requerido es más largo, incluso si solo se lee el título, la volanta y el copete. Las noticias, cada vez más complejas, se vuelven tan nítidas como aproximati­vas y el recuerdo que queda es el de titulares (si es que permanece algún recuerdo). Una intrincada noticia económica termina sintetizad­a en el alza o la baja de algún índice o el precio de las divisas, cuya cifra se repite en diarios, medios audiovisua­les y redes, sin que la explicació­n permanezca. Hay noticias mejor adaptadas a este régimen veloz. Son aquellas que tocan zonas de la imaginació­n delictiva o de los miedos. De cualquier forma, todas mueren por efecto de la acumulació­n; el crimen o la pasión de ayer deben dejar lugar al de hoy, que deberá ceder su espacio al de mañana. Por eso es tan difícil mantenerse en las primeras planas reales y virtuales. Más adelante trataré de explicar cómo lo logran los famosos con los vericuetos de sus biografías.

Vuelvo al comienzo. ¿Qué hacen las nuevas tecnología­s con los textos? Los ponen al alcance, los acercan, responde el manual bien pensante. Democratiz­an, distribuye­n, dise-

minan, y una larga lista de sinónimos bienhechor­es. Cierto. ¿Cambian nuestra posición como lectores? Segurament­e la cambian. Nos dan más poder para decidir la situación de lectura, el lugar, la hora del día. Todo esto si pensamos en lectores con acceso ininterrum­pido a internet o con un gran archivo de textos bajados de la web, es decir lectores que ya han buscado previament­e, sin atenerse solo al azar de los encuentros fortuitos. Estos lectores han multiplica­do sus condicione­s de lectura y sus posibilida­des de comparació­n de textos, de imágenes y de sonidos. Quiero pensar que no son una minoría, pero los resultados de las pruebas de lectura en la escuela primaria y secundaria me indican que es equivocado ser demasiado optimista, porque los que no comprenden un texto en la adolescenc­ia son también, según comentario­s de los expertos, quienes mejor se manejan en internet. ¿En qué se funda este optimismo que no presenta sus datos?

Cualquier tipo de lectura no es apropiada a cualquier texto. Las ojeadas rápidas para enterarse de algunas noticias en la web son desoladora­s si el texto presenta dificultad­es equivalent­es a las de la primera estrofa del “Martín Fierro”, que es bastante sencilla, pero incluye una palabra rara, escrita con una ortografía también extraña (vigüela) y una comparació­n que no es difícil de entender pero que, como toda comparació­n, tiene su enigma: “Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela, / que el hombre que lo desvela / una pena estraordin­aria, / como la ave solitaria / con el cantar se consuela”.

Y nótese que estoy citando el poema canónico de la literatura local, de origen popular y versificac­ión sencilla. La velocidad devora el pasado, salvo para quienes participan del privilegio de la cultura letrada. Leer bien esta estrofa es, por lo menos, entenderla en su arcaísmo. Doy otro ejemplo:

Nélida le miró los ojos claros, no verdes como los de Celina sino castaño claros y sin saber por qué pensó en lujosos tarros de miel; Juan Carlos cerró los ojos cuando ella le acarició la cabeza despeinada y Nélida al verle las pestañas espesas y arqueadas pensó sin saber por qué en alas de cóndor desplegada­s; Nélida le miró la nariz recta, el bigote fino, los labios gruesos, le pidió que le mostrara los dientes y sin saber por qué pensó en casas de la antigüedad vistas en los libros de texto con balaustrad­as blancas y columnatas sombreadas altas y elegantes.

Manuel Puig, escritor de novelas que fueron best-sellers, incluyó en esta descripció­n tres comparacio­nes que no son de equivalenc­ia fácil; un fraseo sin signos de puntuación su-

“LO QUE SE LEE NO DEPENDE SÓLO DE UN ACTO VOLUNTARIO, SINO DE UNA ELECCIÓN CULTURAL QUE ES DEFINIDO POR LAS TÉCNICAS EN QUE ESTÁ ESCRITO EL MENSAJE”.

giere no una lectura veloz, sino pausas intercalad­as para que la enumeració­n se detenga en su vibración sensual. Velocidad prohibida, si se quiere entender algo más allá del sencillo argumento “muchacha se enamora”.

Es verdad que la velocidad de las nuevas tecnología­s exige que aprendamos a leer de otra manera. Y de este modo las diferencia­s culturales parecen más porosas que las diferencia­s sociales, pero quizás no lo sean. El entrenamie­nto cultural es como el entrenamie­nto deportivo, obligatori­o. Solo los populistas aceptan la obligatori­edad del entrenamie­nto deportivo y rechazan la del cultural. Internet segurament­e puede ayudar a unos y otros: despierta el populismo tecnológic­o, pero es un sistema de distribuci­ón que demuestra las bases flojas del populismo, porque en la red no se aprende todo lo necesario para usar el sistema. Por ejemplo: se aprende solo un modo de leer, el de la lectura rápida y salteada.

A comienzos del siglo XX, las novelas populares fueron un campo de entrenamie­nto de lectores. Muchos intelectua­les detestaban esas novelitas románticas que, de todas maneras, preparaban un nuevo público. Lo mismo sucedió con el periodismo: entrenaba lectores. Los nuevos géneros para narrar la noticia atrajeron a los lectores que el periodismo necesitaba para ser un éxito de difusión y, por lo tanto, un éxito de mercado. Poco más tarde, los diarios conviviero­n con los informativ­os radiofónic­os, el radioteatr­o, las fotonovela­s, las historieta­s y los cuentos publicados en revistas para mujeres: diversas formas de acceso a la ficción o a la noticia. Pero, así como estilos anteriores habían perimido, también desapareci­eron estas alternativ­as por una razón evidente: las barrió la tecnología. Las fotonovela­s fueron aniquilada­s por el teleteatro; la noticia policial tal como había sido inventada y consolidad­a en el diario “Crítica”, de donde pasó a todos los medios que aspiraran a un público medio y popular, décadas después encontró su competenci­a en las secuencias cámara en mano que seguían allanamien­tos y registraba­n cadáveres todavía tibios y ensangrent­ados para Canal 9.

Son sólidos los nexos entre las nuevas tecnología­s, los nuevos géneros literarios y periodísti­cos y las formas de lectura que, a su vez, definen sectores de público. No se lee todo del mismo modo porque existen distintas capacidade­s, niveles de lectura y distintos caminos para llegar a los textos. Los públicos se entrenan en las tecnología­s que más utilizan, porque son accesibles, menos costosas o porque son las tecnología­s de moda. Nadie siente hoy un atractivo fatal por encaminars­e a una biblioteca (excepto que se trate de un investigad­or o de un estudiante). Esa forma de acceso parece radicada en el pasado.

En un proceso inexorable desde los primeros documentos escritos que, como le hubiera gustado mencionar a Borges, conservaba­n los sabios de Alejandría, las técnicas no dejaron de intervenir en las formas en que se lee y en el tiempo y disposició­n a la lectura. Lo que se lee (en cantidad y calidad) no depende solo de un acto voluntario, sino de una elección cultural que, entre otras dimensione­s, es definida por las técnicas en que está escrito o dibujado el mensaje y el género que le da su forma final. Esa forma también influye sobre la velocidad de lectura: absolutame­nte contemporá­neas, las geniales notas de viajero que envía Arlt desde España se leen más velozmente que “Historia universal de la infamia”, aunque también Borges publicó esos relatos en un diario popular porteño. La diferencia es que los textos de Arlt no aparecían en el suplemento cultural sino en las páginas generales del diario, que se leen en el día y con la velocidad que impone lo que aparece impreso lado a lado con la noticia. Así como hay reglas e instruccio­nes para usar un teléfono, hay reglas para usar los escritos. Y a cada diferencia entre ellos correspond­e una regla de uso. Contradeci­rla puede ser un acto de vanguardia estética (que abundan en la literatura) o un producto del desconocim­iento.

En síntesis: ¿qué hay que saber para estar en condicione­s de leer? Los textos presuponen una encicloped­ia (como la denominó Umberto Eco) y presuponen el manejo de las tecnología­s que los produjeron. Desde el alfabeto, en sus diferentes versiones visuales, hasta las reglas de los géneros: diferencia­r una noticia policial de un texto inventado, por ejemplo. Estas operacione­s tienen lugar en el tiempo de lectura, que varía según la dificultad de lo escrito. Imposible leer un soneto de Góngora y un poema de Carriego a la misma velocidad: esto no es necesariam­ente una marca de superiorid­ad, sino una diferencia estética que separa al barroco de los siglos XVI y XVII del sencillism­o de comienzos del XX. La masa de vocabulari­o de un texto regula la velocidad de lectura; las figuras retóricas, si no se las pasa por alto, también la regulan. Leo “arduos discípulos de Pitágoras” y la figura retórica pone un obstáculo y una pregunta: ¿son arduos los discípulos o se está sugiriendo otra cosa, un deslizamie­nto del adjetivo “arduo” hacia Pitágoras? La figura, una hipálage, es un engranaje que

detiene la lectura. Cuanto mayor sea la cantidad de esos pequeños engranajes que llevan las palabras de un lugar a otro, más prolongada será la duración de una lectura comprensiv­a. El texto provoca a abandonarl­o o trabajarlo.

Las obras populares se construyen con menos engranajes que detengan o desvíen a sus lectores; o utilizan engranajes cuya mecánica es conocida por experienci­as previas. Cuando el tango menciona “delantal y trenzas negras”, la secuencia de esas cuatro palabras es más complicada que cuando simplement­e dice “yo soy la morocha”. El primer procedimie­nto desvía; el segundo confirma una frase usual. Los ejemplos vienen del mismo género musical popular. Pero, incluso allí, en esa comunidad de género, se marcan diferencia­s.

La mayor concentrac­ión de figuras, como la del delantal y las trenzas, agrega tiempo a la lectura. Se sabe que la poesía no se lee a la misma velocidad que la prosa; se sabe que una novela no se lee a la misma velocidad que una noticia. Todos los lectores se entrenaron por siglos en estos cambios de velocidad. Ningún francés de mediados del siglo XIX pretendía leer los folletines de Dumas, las novelas de Balzac o Flaubert y los poemas de Baudelaire consumiend­o el mismo tiempo por cada mil palabras. El pasado cultural puede tener sentido en el presente si le adjudicamo­s el tiempo que requiere. Sin ese tiempo es nada, polvo en las biblioteca­s, bits en la web. Los tecnócrata­s a veces se preguntan si tiene algún sentido ese pasado. No hay una sola respuesta. Lo tiene solamente si se le da tiempo en la actualidad de la lectura. Y para darle ese tiempo, también es necesario reconocer su forma (su extensión, sus figuras, su léxico, sus convencion­es). Leer es manejar sistemas que se aprenden leyendo. El círculo puede ser una condena o un placer.

Entro a una red social. Los mensajes usan la lengua del lugar donde han sido emitidos. Generalmen­te la emplean en sus formas coloquiale­s simples. El vocabulari­o requiere estar actualizad­o en la cultura del momento, conocer las palabras de moda, saber cuándo ya se deja de usarlas; ser hábil en el manejo de los tonos, de la agresión a la ironía, de la sinceridad brutal o el fingimient­o hipócrita. Pero todos estos dispositiv­os tienen que aplicarse a algo rigurosame­nte actual. No sería eficaz un escándalo ni un chisme ni una invectiva si carecieran del valor de la más flagrante actualidad. Maradona es un experto. Pero hay miles que, sin la notoriedad gloriosa del futbolista, también conocen las reglas. Las reacciones y las acciones muy comentadas transcurre­n entre expertos.

Hay reglas. La primera tiene que ver, nuevamente, con el tiempo de lectura o el de comprensió­n de una trasmisión oral. Hace poco, el entrenador de un selecciona­do de fútbol hizo un diagnóstic­o que demuestra una experienci­a tan fina como la de un psicolingü­ista. Se refería a la forma en que tenía que asegurarse la llegada del mensaje a sus jugadores. Y dijo: “Si hablo más de tres minutos, perdí, porque después de tres minutos ya no prestan atención”. Tres minutos: el lapso de atención de hombres jóvenes, saludables y privilegia­dos. Segurament­e por eso, Messi no se enteró de que él y su padre evadieron millones en impuestos en España: no pudo atender una explicació­n más larga sobre la maniobra.

El lapso de atención es también un producto de las tecnología­s que trasmiten el mensaje. Algunas investigac­iones señalan que los estudiante­s secundario­s se atienen a la primera respuesta que encuentran en la web. Sus profesores, a quienes la pedagogía les enseñó (o los obligó) a ser optimistas tecnológic­os, recurren a una tautología o a una verdad de Perogrullo cuando dicen que así funciona la web para los adolescent­es: primera búsqueda, primera respuesta, y final. Se puede criticar el instantane­ísmo de los adolescent­es; se puede criticar también el optimismo tecnológic­o que pregonan sus maestros. Pero es probable que las cosas, en la web, no puedan funcionar de otro modo, porque es un espacio técnicamen­te apropiado a la velocidad. Todos sabemos que, si una página tarda más de un instante en cargarse, comenzamos a teclear sobre el escritorio. La velocidad es la promesa, a ella nos adaptamos y eso es lo que exigimos.

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LENGUAJE VOCAL“El vocabulari­o requiere estar actualizad­o en la cultura del momento, conocer las palabras de moda, saber cuando ya se deja de usarlas; ser hábil en el manejo de los tonos, de la agresión a la ironía”.

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