LOS ESTEREOTIPOS QUE MARCARON A LAS MUJERES
Desde la antigüedad, el discurso público se imagina separado del universo femenino. Breve historia de la descalificación y el silencio.
Quiero empezar por el principio mismo de la tradición literaria occidental, con el primer ejemplo documentado de un hombre diciéndole a una mujer “que se calle”, que su voz no había de ser escuchada en público. Me refiero a un momento inmortalizado al comienzo de la “Odisea” de Homero, hace casi tres mil años, una historia que tendemos a considerar como el relato épico de Ulises y las aventuras y peripecias a las que tuvo que enfrentarse para regresar a casa tras finalizar la guerra de Troya, mientras su leal esposa Penélope lo aguardaba y trataba de ahuyentar a sus pretendientes que la apremiaban para casarse con ella. No obstante, la “Odisea” es asimismo la historia de Telémaco, hijo de Ulises y de Penélope, la historia de su desarrollo personal, de cómo va madurando a lo largo del poema hasta convertirse en un hombre. Este proceso empieza en el primer canto del poema, cuando Penélope desciende de sus aposentos privados a la gran sala del palacio y se encuentra con un aedo que canta, para la multitud de pretendientes, las vicisitudes que sufren los héroes griegos en su viaje de regreso al hogar. Como este tema no le agrada, le pide ante todos los presentes que elija otro más alegre, pero en ese mismo instante interviene el joven Telémaco: “Madre mía — replica—, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y de la rueca ... El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa”. Y ella se retira a sus habitaciones del piso superior.
Hay algo vagamente ridículo en este muchacho recién salido del cascarón que hace callar a una Penélope sagaz y madura; sin embargo, es una prueba palpable de que ya en las primeras evidencias escritas de la cultura occidental las voces de las mujeres son acalladas en la esfera pública. Es más, tal y como lo plantea Homero, una parte integrante del desarrollo de un hombre hasta su plenitud consiste en aprender a controlar el discurso público y a silenciar a las hembras de su especie. Las palabras literales pronunciadas por Telémaco son harto significativas, porque cuando dice que el “relato” está “al cuidado de los hombres”, el término que utiliza es mythos, aunque no en el sentido de “mito”, que es como ha llegado hasta nosotros, sino con el significado que tenía en el griego homérico, que aludía al discurso público acreditado, no a la clase de charla ociosa, parloteo o chismorreo de cualquier persona, incluidas las mujeres, o especialmente las mujeres.
Lo que me interesa es la relación entre este momento homérico clásico en el que se silencia a una mujer y algunas de las formas en que no se escuchan públicamente las voces de las mujeres en nuestra cultura contemporánea y en nuestra política, desde los escaños del Parlamento hasta las fábricas y talleres. Es una acostumbrada sordera bien parodiada en la viñeta de un viejo ejemplar de Punch: “Es una excelente propuesta, señorita Triggs. Quizás alguno de los hombres aquí presentes quiera hacerla”. Examinemos ahora cómo podría relacionarse esta situación con el abuso al que, incluso hoy en día, están sometidas muchas mujeres que sí hablan, y una de las cuestiones que me ronda por la cabeza es la conexión entre pronunciarse públicamente a favor de una figura femenina en un billete, las amenazas de violación y decapitación en Twitter, y el menosprecio de Telémaco hacia Penélope.
Mi objetivo aquí es adoptar un punto de vista amplio y distante, muy distante, sobre la relación culturalmente complicada entre la voz de las mujeres y la esfera pública de los discursos, debates y comentarios: la política en su sentido más amplio, desde los comités de empresa hasta el Parlamento. Espero que este enfoque desde la lejanía nos ayude a superar el simple diagnóstico de “misoginia” al que recurrimos con cierta indolencia, pese a ser, sin duda alguna, una forma de describir lo que ocurre. (Si uno acude a un programa de debate en televisión y después recibe una avalancha de tuits en los que se comparan tus genitales con una variedad de vegetales podridos, es difícil encontrar una palabra más adecuada para definir la situación.) No obstante, si lo que queremos es comprender — y hacer algo al respecto— el porqué las mujeres, incluso cuando no son silenciadas, tienen que pagar un alto precio para hacerse oír, hemos de reconocer que el tema es un poco más complicado y que hay un trasfondo al que hay que remitirse.
El arrebato de Telémaco no fue más que el primer caso de una larga lista, que se extiende a lo largo de toda la Antigüedad griega y romana, de fructuosos intentos no solo por excluir a las mujeres del discurso público sino también por hacer ostentación esta exclusión. A principios del siglo IV a. C., por ejemplo, Aristófanes dedicó una comedia entera a la “hilarante” fantasía de que las mujeres pudieran hacerse cargo del gobierno del Estado. Parte de la broma consistía en que las mujeres no podían hablar en público con propiedad, o más bien que no podían adaptar su charla privada (que en este caso estaba centrada básicamente en el sexo) al elevado lenguaje de la política masculina. En el mundo romano, las
“A PRINCIPIOS DEL SIGLO IV A.C. ARISTÓFANES DEDICÓ UNA COMEDIA ENTERA A LA ‘HILARANTE’ FANTASÍA DE QUE LAS MUJERES PUDIERAN HACERSE CARGO DEL GOBIERNO DEL ESTADO”.
“Metamorfosis” de Ovidio —esa extraordinaria épica mitológica sobre los cambios físicos de los personajes (y probablemente la obra más influyente de la literatura occidental después de la Biblia)— vuelve reiteradamente a la idea de silenciar a las mujeres en su proceso de transformación. Júpiter convirtió en vaca a la pobre Ío para que tan solo pudiera mugir, no hablar; mientras que la parlanchina Eco es castigada a que su voz no sea nunca la suya, a ser un simple instrumento que repita las palabras de los demás. En el famoso cuadro de Waterhouse, Eco contempla a su anhelado Narciso sin poder entablar conversación con él, mientras este se enamora de su propia imagen reflejada en un estanque.
Un antólogo romano serio del siglo I d. C. solo pudo recopilar tres ejemplos de “mujeres cuya condición natural no consiguió acallarlas en el foro”. Sus descripciones son reveladoras. La primera, una mujer llamada Mesia, se defendió a sí misma con éxito en los tribunales y “dado que tenía una auténtica naturaleza masculina tras su apariencia de mujer fue apodada la 'andrógina'”. La segunda, Afrania, solía iniciar ella misma las demandas judiciales y era tan “descarada” que las defendía personalmente, por lo que todo el mundo estaba harto de sus “ladridos” o “gruñidos” (no se le concede la gracia del “habla” humana). Sabemos que murió en el año 48 a. C., porque “con semejantes bichos es más importante documentar su muerte que su nacimiento”.
En el mundo clásico hay solo dos importantes excepciones de esta abominación respecto a las mujeres que hablan en público. En primer lugar, se les concede permiso para expresarse a las mujeres en calidad de víctimas y de mártires, normalmente como preámbulo a su muerte. A las primeras mujeres cristianas se las representaba proclamando su fe a gritos mientras eran conducidas a los leones, y en un conocido relato de la historia arcaica de Roma, a la virtuosa Lucrecia, violada por un desalmado príncipe de la monarquía gobernante, se le concede un papel con diálogo solo para denunciar al violador y anunciar su propio suicidio (o así lo presentaron los autores romanos: no tenemos la menor idea de lo que sucedió realmente). No obstante, incluso esta ínfi- ma y amarga oportunidad de expresión podía ser denegada. En un relato de las “Metamorfosis” se nos cuenta la violación de la joven princesa Filomela, a la que el violador, para evitar cualquier denuncia al estilo de Lucrecia, sencillamente le corta la lengua. Esta idea la recoge Shakespeare en su “Tito Andrónico”, donde también se le arranca la lengua a Lavinia tras ser violada.
La otra excepción es más corriente, pues en ocasiones las mujeres podían levantarse y hablar legítimamente para defender sus hogares, a sus hijos, a sus maridos o los intereses de otras mujeres. Por consiguiente, en el tercero de los tres ejemplos de oratoria femenina planteados por el antólogo romano, la mujer, de nombre Hortensia, se sale con la suya porque actúa explícitamente como portavoz de las mujeres de Roma (y solo de las mujeres), tras haber sido sometidas a un impuesto especial sobre el patrimonio para financiar un dudoso esfuerzo de guerra. Dicho de otro modo, en circunstancias extremas las mujeres pueden defender públicamente sus propios intereses sectoriales, pero nunca hablar en nombre de los hombres o de la comunidad en su conjunto. En general, tal y como lo expresó un gurú del siglo II d. C., “una mujer debería guardarse modestamente de exponer su voz ante extraños del mismo modo que se guardaría de quitarse la ropa”.
No obstante, en todo esto hay mucho más de lo que se percibe a simple vista. Esta “mudez” no es solo un reflejo de la privación general de poder de las mujeres en el mundo
clásico, donde, entre otras cosas, no tenían derecho al voto y su independencia legal y económica era limitada. En la Antigüedad, las mujeres no solían elevar su voz en la esfera política, donde no tenían participación alguna, pero aquí estamos ante una exclusión de las mujeres del discurso público mucho más activa y malintencionada, con un impacto mucho mayor del que reconocemos en nuestras propias tradiciones, convenciones y supuestos acerca de la voz de las mujeres. Lo que quiero decir es que el discurso público y la oratoria no eran simplemente actividades en que las mujeres no tenían participación, sino que eran prácticas y habilidades exclusivas que definían la masculinidad como género. Como ya hemos visto con Telémaco, convertirse en un hombre (o por lo menos en un hombre de la élite) suponía reivindicar el derecho a hablar, porque el discurso público era un (o mejor el) atributo definitorio de la virilidad. Es más, citando un conocido eslogan romano, el ciudadano de la élite podía definirse como vir bonus dicendi peritus, “un hombre bueno diestro en el discurso”. Por consiguiente, una mujer que hablase en público no era, en la mayoría de los casos y por definición, una mujer.
Si recorremos la literatura antigua, encontraremos un reiterado énfasis sobre la autoridad de la voz grave masculina en contraste con la femenina. Un antiguo tratado científico enuncia de forma explícita: una voz grave indica coraje viril, mientras que una voz aguda es indicativo de cobardía femenina. Otros autores clásicos insistían en que el tono y timbre del habla de las mujeres amenazaba con subvertir no solo la voz del orador masculino sino también la estabilidad social y política, la salud, del Estado. En una ocasión, un orador e intelectual del siglo II d. C. con el nombre revelador de Dión Crisóstomo, que significa literalmente Dión “Boca de Oro”, pidió a su audiencia que imaginase una situación en la que “una comunidad entera se viera afectada por una extraña dolencia: que, repentinamente, todos los hombres tuvieran voces femeninas, y ningún varón — niño o adulto— pudiera hablar de manera viril. ¿No sería esta una situación terrible y más difícil de soportar que cualquier otra plaga? No me cabe duda de que enviarían una delegación a un santuario para consultar a los dioses y tratar de propiciar el favor divino con numerosas dádivas”. No era ninguna broma.
No estamos hablando de la peculiar ideología de una cultura distante, puede que distante en el tiempo, sí, pero quiero destacar que se trata de una tradición de discurso de género —y de la teorización del discurso de género— de la que todavía, en mayor o menor medida, somos herederos. Pero no sobredimensionemos el caso. La cultura occidental no se lo debe todo a los griegos y a los romanos, ni en lo relativo al discurso ni en ningún otro aspecto (afortunadamente, porque a ninguno de nosotros le gustaría vivir en un mundo grecorromano). Confluyen en nosotros toda clase de influencias diferentes y encontradas, y por suerte nuestro sistema político ha derribado muchas de las convicciones de género de la Antigüedad, pero aun así, nuestras propias tradiciones de debate y discurso público, sus convenciones y normas, siguen todavía, en gran medida, la estela del mundo clásico. Las técnicas de retórica y persuasión modernas formuladas en el Renacimiento se inspiraron indiscutiblemente en los
“CONVERTIRSE EN UN HOMBRE (DE ELITE) SUPONÍA REIVINDICAR EL DERECHO A HABLAR, PORQUE EL DISCURSO PÚBLICO ERA UN (O MEJOR ‘EL’) ATRIBUTO DEFINITORIO DE LA VIRILIDAD”.
discursos y manuales antiguos. Nuestra propia terminología de análisis retórico se remonta directamente a Aristóteles y a Cicerón (antes de la era de Donald Trump era habitual señalar que Barack Obama, o los autores de sus discursos, habían aprendido de Cicerón a jugar sus mejores bazas). Y aquellos caballeros decimonónicos que concibieron, o consagraron, las reglas y procedimientos parlamentarios de la Cámara de los Comunes fueron educados en esas teorías clásicas, eslóganes y prejuicios que acabo de mencionar. Una vez más, no somos simplemente víctimas o incautos de nuestra herencia clásica, sino que las tradiciones clásicas nos han proporcionado un poderoso patrón de pensamiento en cuanto al discurso público, que nos permite decidir lo que es buena o mala oratoria, convincente o no, y el discurso de quién merece espacio para ser escuchado. Y el género es, obviamente, una parte importante de esta amalgama.
No hay más que echar un vistazo fortuito a las modernas tradiciones occidentales de pronunciar discursos —por lo menos hasta el siglo xx— para ver que muchos de los temas clásicos que he destacado hasta ahora emergen una y otra vez. Las mujeres que reclaman una voz pública son tratadas como especímenes andróginos —como Mesia, que se defendía en el foro— o parece que se tratan a sí mismas como tales. Un caso evidente es la beligerante arenga de Isabel I a las tropas en Tilbury en 1588 ante la llegada de la Armada es- pañola. En las palabras que muchos de nosotros aprendimos en la escuela, parece confesar su propia androginia:
“Sé que tengo el cuerpo de una mujer débil y frágil, pero tengo el corazón y el estómago de un rey, el de un rey de Inglaterra”.
Extraño lema para que lo aprendan las niñas, pero la verdad es que probablemente nunca dijera nada parecido. No hay ningún guion escrito de su puño y letra ni de quien le redactara los discursos, ningún relato testimonial, y la versión canónica procede de una carta de un comentarista poco fiable, que tenía sus propios intereses, escrita casi cuarenta años después. No obstante, para el propósito que nos ocupa, la probable irrealidad del discurso incluso lo favorece: el giro interesante es que el autor de la carta pone en boca de la propia Isabel I la declaración (o confesión) de androginia.
Cuando nos detenemos en las tradiciones modernas de oratoria en general, vemos que las mujeres tienen licencia para hablar en público en los mismos ámbitos: ya sea en apoyo de sus propios intereses sectoriales o para manifestar su condición de víctimas. Si buscamos las contribuciones de las mujeres incluidas en esos curiosos compendios llamados “los cien mejores discursos de la historia” o algo parecido, encontraremos que la mayoría de las aportaciones femeninas, desde Emmeline Pankhurst hasta el discurso de Hillary Clinton en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre las mujeres de Pekín, tratan del sino de las mujeres. Lo mismo ocurre con el ejemplo de oratoria femenina más popular de las antologías, el discurso “¿Acaso no soy una mujer?”, de Sojourner Truth, ex esclava, abolicionista y defensora norteamericana de los derechos de las mujeres, pronunciado en 1851. Se le atribuyen estas palabras: “¿Acaso no soy una mujer?”.
“He tenido trece hijos, y los vi vender a casi todos como esclavos, y cuando lloraba junto a las penas de mi madre, ¡nadie, sino Jesús me escuchaba! ¿Y acaso no soy una mujer? ... ”
Debo decir que estas palabras, aun siendo influyentes, son ligeramente menos míticas que las de Isabel I en Tilbury. La versión autorizada se escribió en torno a una década después de que Sojourner Truth hiciese su declaración, momento en el que se insertó el famoso estribillo, que a todas luces no pronunció, y en que sus palabras fueron traducidas a un dejo sureño para encajarlas con el mensaje abolicionista, pese a que Truth procediera del norte y hubiera sido criada en lengua
holandesa. Con ello no quiero decir que las voces de las mujeres a favor de las causas femeninas no fueran, o no sean, importantes (alguien tiene que hablar en nombre de las mujeres), pero el caso es que el discurso público de las mujeres ha estado “encasillado” en este ámbito durante siglos.
Ni siquiera esta licencia ha estado siempre, o de forma sistemática, al alcance de las mujeres; tenemos numerosos ejemplos de intentos de eliminar por completo del discurso público a las mujeres, al estilo de Telémaco. Un caso reciente y tristemente célebre fue el silenciamiento de Elizabeth Warren en el Senado de los Estados Unidos — y su exclusión del debate— cuando trató de leer una carta de Coretta Scott King. Sospecho que pocos conocemos las normas que rigen el debate senatorial como para saber hasta qué punto estaba formalmente justificada esa decisión, pero aquellas mismas normas no impidieron que Bernie Sanders y otros senadores (en su apoyo) leyeran exactamente la misma carta sin ser excluidos. Existen también ejemplos literarios harto inquietantes.
Uno de los temas principales de “Las bostonianas” de Henry James, publicado en la década de 1880, es precisamente el silenciamiento de Verena Tarrant, una joven oradora defensora del feminismo. A medida que va intimando con su pre- tendiente Basil Ransom (un hombre dotado de una voz grave y profunda, como bien destaca el propio James), cada vez le cuesta más hablar en público, como hacía antes. En efecto, Ransom privatiza su voz e insiste en que hable solo para él: “Guarda para mí tus reconfortantes palabras”, le dice. En la novela resulta difícil determinar la opinión de James —no cabe duda de que Ransom no entusiasma a los lectores—, pero en sus ensayos el escritor deja claro su punto de vista, puesto que escribió sobre el efecto contaminante, contagioso y socialmente destructivo de las voces de las mujeres, palabras que fácilmente podrían haber salido de la pluma de un romano del siglo II d. C. (y casi con toda seguridad derivadas en parte de fuentes clásicas). Bajo la influencia de las mujeres norteamericanas, insistía, el lenguaje corre el riesgo de convertirse en un “balbuceo o batiburrillo generalizado, un babeo, un gruñido o un gimoteo sin lengua”; sonará como el “mugido de una vaca, el rebuzno de un asno y el ladrido de un perro”. (Obsérvese el eco de la mutilada lengua de Filomela, el mugido de Ío y el ladrido de la oradora en el foro romano.) James no fue más que uno entre una legión. En lo que en aquellos tiempos equivalía a una cruzada respecto a las normas adecuadas del discurso norteamericano, otros eminentes contemporáneos elogiaron el dulce cantar doméstico de la voz femenina, mientras rechazaban frontalmente su uso en el mundo exterior. Hubo un enorme revuelo sobre los “agudos tonos nasales” presentes en el discurso público de las mujeres, sobre sus “gangueos, soplidos, resoplidos, gimoteos y relinchos”. “En nombre de nuestros hogares, de nuestros hijos, de nuestro futuro, de nuestro honor nacional — exclamó
James—, ¡no permitamos que haya mujeres así!”.
Es evidente que hoy en día no hablamos en estos términos tan descarnados, o no del todo. Para muchos, ciertos aspectos de este tradicional bagaje de criterios acerca de la ineptitud de las mujeres para hablar en público —un bagaje que, en lo esencial, se remonta a dos milenios atrás— todavía subyacen en algunos de nuestros supuestos sobre la voz femenina en público y la incomodidad que esta genera. Examinemos por ejemplo el lenguaje que todavía utilizamos para describir el sonido del habla de las mujeres, que no está tan alejado de James o de los romanos. Cuando las mujeres defienden una cuestión en público, cuando sostienen su posición, cuando se expresan, ¿qué decimos que son? Las calificamos de “estridentes”; “lloriquean” y “gimotean”. Tras un ataque particularmente infame de comentarios por internet acerca de mis genitales, tuiteé (creo que con bastante coraje) que todas aquellas injurias eran “un puñetazo en plena boca”, palabras que fueron trasladadas por el comentarista de una popular revista británica en estos términos: “La misoginia es verdaderamente 'un puñetazo en plena boca', gimoteó”. (Por lo que he podido comprobar tras un rápido rastreo en Google, el otro único grupo de este país al que se lo acusa de “gimotear” es a los entrenadores de fútbol de primera división tras una mala racha.).
¿Realmente importan estas palabras? Por supuesto que sí, porque apuntalan una expresión que sirve para despojar de autoridad, fuerza e incluso humor, aquello que dicen las mujeres. Se trata de un término que restituye con eficacia a la mujer a la esfera doméstica (la gente “lloriquea” por cosas como lavar los platos); trivializa sus palabras o las sitúa en el ámbito de lo privado, contrariamente a lo que ocurre con el hombre de “voz grave”, con todas las connotaciones de profundidad que aporta la simple palabra “grave”. Se da el caso de que cuando los oyentes escuchan una voz femenina, no perciben connotación alguna de autoridad o más bien no han aprendido a oír autoridad en ella; no oyen mythos. Y no se trata solo de la voz: pueden añadirse los rostros ajados y arrugados que indican madurez y sabiduría en el caso de un hombre, mientras que en el caso de una mujer son señal de que se le ha “pasado la fecha de caducidad”.
Por otro lado, tampoco se suele escuchar la voz de alguien experto, por lo menos no fuera de los ámbitos tradicionales de los intereses sectoriales de las mujeres. Para una parlamentaria, ser ministra de Igualdad (o de Educación o Sanidad) es algo muy distinto que ser ministra de Hacienda, cargo que hasta el momento no ha sido ocupado por ninguna mujer en el Reino Unido. En todas las esferas observamos una tremenda resistencia a la intrusión femenina en el territorio discursivo tradicionalmente masculino, ya sea a través de los insultos proferidos a Jacqui Oatley por tener la osadía de abandonar el campo de juego para convertirse en la primera comentarista femenina del programa de fútbol “Match of the Day”, o a través de los que se infligen a las mujeres que aparecen en “Question Time”, donde los temas a debate son normalmente de “política masculina”. Por otro lado, no debería sorprendernos que el mismo comentarista que me acusó de “gimotear” pretenda organizar un “pequeño concurso desenfadado” para elegir a la “mujer más tonta de las que han pasado por 'Question Time'”. Un aspecto todavía más interesante es la conexión cultural que se pone de manifiesto cuando una mujer defiende opiniones impopulares, polémicas o simplemente diferentes: en este caso se consideran indicativas de su estulticia. No es que uno esté en desacuerdo con ella, es que es tonta: “Lo siento, cariño, pero es que no lo entiendes”. He perdido la cuenta de las veces que me han llamado “cretina ignorante”.
“CUANDO LAS MUJERES DEFIENDEN UNA CUESTIÓN EN PÚBLICO, SOSTIENEN SU POSICIÓN, SE EXPRESAN, ¿QUÉ DECIMOS QUE SON? LAS CALIFICAMOS DE ‘ESTRIDENTES’, ‘LLORIQUEAN’ Y ‘GIMOTEAN’”.