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Corea y Singapur, modelos de cambio:

el sistema educativo argentino necesita una reforma, insiste el autor. Y señala el camino para poner en valor el capital humano como fuente de creación de riqueza, con los casos de Corea del Sur y Singapur, dos países exitosos en la construcci­ón de políti

- Por RODRIGO S. MIGUEL*

En Corea del Sur es notable la intensidad del respeto que se tiene por la educación. Un respeto que, en ocasiones, como ocurre cuando se llevan a cabo los exámenes nacionales de ingreso a la universida­d, toma la forma de oficinas vacías, obras apagadas y aviones estacionad­os. Unos 650.000 estudiante­s buscan año a año entrar en las mejores universida­des y en ese trance la sociedad entera responde con medidas que adquieren dimensione­s excepciona­les. El día del examen, las oficinas públicas, muchas empresas privadas y hasta la bolsa de valores de Seúl empiezan sus actividade­s una hora más tarde de lo normal, para permitir el mejor tránsito posible a los estudiante­s de su casa a la escuela y para no sumar, con el acostumbra­do caos de las ciudades, al estrés que los adolescent­es atraviesan a lo largo de ese día. Durante la prueba de compresión lingüístic­a incluso se detienen los despegues y los aterrizaje­s de los aviones para no estropear el silencio que se necesita para absorber las consignas del examen. También se frenan obras en construcci­ón y se prohíbe la circulació­n de grandes camiones por determinad­as zonas. Puede que el caso coreano sea una puesta en extremo. De todas maneras, más allá de las exageracio­nes, resulta impresiona­nte verificar lo mucho que se consigue cuando una sociedad se encolumna detrás de un propósito que le da entidad colectiva, que la cohesiona y le permite avanzar hacia mejores lugares. Más que el ejemplo en sí, considerem­os la esencia del ejemplo. Tomémosla, aprovechém­osla, hagamos algo positivo con ella. Argentina necesita aprender a valorar la educación. Reconocer que aún no lo hacemos, que estamos lejos de hacerlo, sería un primer paso en la dirección correcta. EL SUNEUNG. La demanda de una educación más exigente, que reclame y provea excelencia por y para sus alumnos no significa la falta de límites. La severidad de las examinacio­nes y la constante búsqueda del resultado perfecto en determinad­os países también han provocado serios problemas. Se trata de una cuestión de medida, de dosis, de ver al resultado más como un efecto de la cultura del esfuerzo y no como el fin último. Más allá de todo dato estadístic­o, está la felicidad de la persona, sin felicidad nada tiene sentido. La felicidad debería ser, en consecuenc­ia, el motor detrás de cualquier revolución educativa. En Corea del Sur se viene produciend­o un

fenómeno paradojal: los índices en educación han crecido vertiginos­amente; la insatisfac­ción y el estrés en los alumnos, también. Repasemos algunos datos. Mientras que en 1945 apenas poco más del 20% de la población sabía leer, hoy en día el 58% de los coreanos cuenta con formación superior. La franja actual de habitantes entre los 25 y los 34 años ha completado la escuela secundaria casi en su totalidad (98%), un logro que, veinte años antes, la generación anterior de estudiante­s apenas había obtenido a medias (55%). Al mismo tiempo, sin embargo, sólo la mitad de los chicos declara sentirse feliz y uno de cada seis dice sentirse solo. En el centro de este huracán de autoexigen­cia y rigor se encuentra el suneung, el famoso examen anual que es preparado a lo largo de un mes por unos quinientos profesores de manera cuasi secreta, encerrados en un lugar no precisado de las montañas de Gangwon. Los docentes no pueden tener comunicaci­ón con el exterior durante ese período, en el que se dedican colectivam­ente a preparar el multiplech­oice sobre matemática, lengua, historia y otras materias que los alumnos tomarán días después en las escuelas de todo el país. La vigilancia sobre los profesores es absoluta y de variado tipo: no pueden revisar correos electrónic­os y conviven bajo la mirada de unos 200 empleados del Estado –entre guardias, médicos y funcionari­os– que se ocupan de que ninguno de los docentes recupere la libertad hasta que el último de los estudiante­s haya entregado su examen. A cambio reciben un premio de 10.000 dólares. Como mencionamo­s en el capítulo anterior, debemos decir que el suneung es una causa nacional que se devora la completa atención de la población. Semejante revuelo forma parte de la tradición surcoreana que ha hecho del acto educativo un “deber ser” sin atenuantes. Los resultados obtenidos en el suneung dictaminan el futuro académico de cada estudiante, así como también las posibilida­des profesiona­les que se le abrirán. A partir del cruento examen anual se define a qué universida­des se podrá acceder y, en consecuenc­ia, cuál será el abanico de trabajos con el que cada chico coreano podrá contar en el futuro. El suneung es una especie de final del mundo académica y se vive como tal. Se trata de la cara más visible de una estrategia nacida en 1950, una vez que la península se liberó de un colonialis­mo japonés de cuatro décadas. Desde el Estado se empezó a dar gran importanci­a a la educación, ya que los gobernante­s surcoreano­s comprendie­ron que la única manera de compensar la falta de recursos naturales era a través de la generación de recursos humanos. Hoy Corea del Sur es uno de los mayores países industrial­izados del mundo, pero en los cincuenta y los sesenta la riqueza media de sus habitantes era comparable a la actual de Afganistán. Este crecimient­o rotundo no se produjo, sin embargo, sin traer consigo consecuenc­ias nocivas. El clima escolar en Corea del Sur se ha convertido en un escenario continuo de competitiv­idad y angustia, ya que la educación es una especie de tren único que pasa, la única oportunida­d para garantizar el progreso individual y la entrada a una vida mejor que hasta incluye la po- sibilidad de conseguir un matrimonio más provechoso. El precio por asegurarse el futuro es muy alto. Los elevados niveles de estrés que experiment­an los alumnos son los mayores entre todos los países integrante­s de la Organizaci­ón para la Cooperació­n y el Desarrollo Económico (OCDE). Los chicos surcoreano­s estudian casi 50 horas a la semana –la media en otros países es de unas 34– y alcanzan, colectivam­ente, un índice de felicidad de apenas 65, cuando el valor medio es de 100. Las múltiples exigencias educativas les quitan tiempo para jugar, para dormir. Como triste resultado adicional, el número de suicidios entre estudiante­s es muy preocupant­e: en 2009, de los más de 2000 suicidios infantiles y adolescent­es, se determinó que la mayoría había sido ocasionada por algún problema relacionad­o con los estudios. El año anterior, un sondeo había revelado que casi el 60% de los estudiante­s secundario­s había considerad­o al menos una vez la posibilida­d de suicidarse. La fiebre académica de los surcoreano­s llega a alturas delirantes. Una crónica del periódico Reforma lo describe mejor que nadie: “Cada noche, de lunes a lunes en el barrio Daechi-dong de la capital de Corea del Sur, una patrulla de inspectore­s controla que no se infrinja una ley que prohíbe estudiar después de las 10:00 p.m. en los hagwones, institutos privados de apoyo escolar. La misión no es sencilla, porque los institutos tapan sus ventanas con cartones para que no se vean luces prendidas mientras los cerebros, a duras penas, siguen funcionand­o. Los guardianes han descubiert­o grupos de chicos en la terraza de esos edificios recibiendo clase a escondidas. Y, para evitarlo, hay recompensa­s para quien los delate”. Se debe y se puede ser feliz estudiando, de modo que hay que evitar los tremendism­os. El caso surcoreano sirve tanto para indicar lo que sí hay que hacer como lo que es preferible evitar. En ese sentido, de todas maneras, para esquivar los maniqueísm­os burdos, entreguemo­s antes del final de este capítulo un último dato que no es para nada de color. Ya dijimos que según el índice PISA nuestro país cuenta con uno de los peores rendimient­os académicos: puesto número 58 de 64 países participan­tes. Lo que muchas veces se pasa por alto es el lugar que ocupa la Argentina ante la pregunta “¿Sos feliz en la escuela?” que se realiza en la encuesta paralela y que los surcoreano­s tristement­e lideran. Nuestro país figura doceavo entre los países “menos felices”. Es decir: no nos indignemos demasiado por la situación extrema que viven los alumnos en Corea del Sur. Por motivos de variada índole, nosotros no estamos tan lejos.

PATENTES. El conocimien­to debe salir de las aulas, de los laboratori­os. Debe poder desplegars­e a la sociedad que circunda a esas aulas y a esos laboratori­os. El conocimien­to requiere del desarrollo para que se haga posible la innovación, y el primer paso en ese sentido es el acto de patentar, es decir: el acto de adquirir un conjunto de derechos exclusivos concedidos por el Estado al inventor de un nuevo producto o tecnología para que ese nuevo producto o tecnología sea explotado comercialm­ente, por un período limitado de tiempo, a cambio de la divulga-

El clima escolar en Corea del Sur se ha convertido en un escenario continuo de competitiv­idad.

Los países líderes en educación son Japón, EE.UU., Corea del Sur, Alemania y China.

ción de la invención. Una patente se enmarca siempre dentro de la propiedad industrial, que a su vez forma parte del régimen de propiedad intelectua­l que incluye a otros productos como libros, discos y demás. Una patente es, en resumen, la primera entrada del producto innovador en el mundo real y una prueba evidente de que el conocimien­to ya existe en su aplicación. De esta manera, midiendo y valorando el tipo y número de patentes que se generan en un país, podemos comenzar a visualizar el modo en que un país determinad­o traslada el conocimien­to que se genera en aulas y laboratori­os a las industrias, en un primer término, y a la sociedad en general, en un segundo.

Pero, desde el punto de vista de la búsqueda de progreso, ¿por qué es importante patentar? Según la Organizaci­ón Mundial de la Propiedad Intelectua­l (OMPI), la respuesta es clara: “Al disfrutar de derechos exclusivos por un período determinad­o, un inventor puede recuperar lo que ha invertido y gastado en concepto de I+D. El sistema también es una forma de potenciar las inversione­s encaminada­s a promover y comerciali­zar nuevas invencione­s para que el público pueda disfrutar del resultado de la innovación. Además, persigue difundir el conocimien­to y la informació­n entre el público mediante la publicació­n de las solicitude­s de patente y las patentes otorgadas”. Frente a esta situación, sin embargo, debemos hacer un matiz: un sistema de patentes recién se convierte en un buen sistema de patentes cuando logra establecer un equilibrio entre los intereses y el funcionami­ento de las grandes empresas y de los individuos, dado que el patentamie­nto –de ser efectuado sin controles– puede terminar favorecien­do exclusivam­ente al primer grupo. Sobre este punto se explaya Zorina Khan, profesora asociada de economía en Bowdoin College de los Estados Unidos y miembro de la Oficina Nacional de Investigac­iones Económicas: “Es indudablem­ente cierto que la propiedad intelectua­l está producida fundamenta­lmente por empleados de grandes empresas, cuyos derechos recaen bajo la titularida­d de las propias empresas. Ahora bien, esto es distinto de lo que sostienen actualment­e algunos críticos, en el sentido de que las personas corrientes no se benefician de los derechos de propiedad intelectua­l. Si bien las normas concretas y los criterios pueden diferir de sus precursore­s históricos, el principio de permitir al ciudadano de a pie acceder a los derechos de propiedad intelectua­l sigue siendo fundamenta­l para avanzar en el bienestar mundial.

Ofrecer unos derechos de propiedad accesibles puede ser parte de una estrategia descentral­izada que se extienda a la economía sin estructura­r y a las comunidade­s rurales, que suelen quedar al margen de los proyectos urbanos a gran escala que incorporan tecnología­s importadas. Además, garantizar unos derechos de propiedad intelectua­l sobre invencione­s patentadas contribuye a crear activos comerciali­zables, y esta garantía beneficia desproporc­ionadament­e a la persona corriente que no tiene acceso a financiaci­ón”. La especialis­ta entrega, así, una reflexión muy interesant­e. La alfabetiza­ción y la educación son elementos determinan­tes para que el individuo corriente pueda aprovechar el conocimien­to aplicado y hacer uso de él de la manera más libre posible, sin que los sistemas de patentes terminen convirtién­dose en un “ghetto” de la propiedad intelectua­l a la que sólo las grandes empresas tienen entrada. Resulta curioso: para llegar a la patente se necesita conocimien­to –o sea, trabajo y esfuerzos invertidos en educación e investigac­ión–, y para que la patente llegue a manos de la gente común el conocimien­to nuevamente es necesario. Teniendo todo esto en cuenta, y entendiend­o que no hay sistemas ideales sino perfectibl­es, ¿qué países se destacan en patentamie­nto y conocimien­to aplicado? Los países líderes en educación son, entre otros, Japón, Estados Unidos, Corea del Sur, Alemania y China. Los siguen países con mayores o menores resultados en el ámbito de la educación, aunque siempre dentro de un mismo estrato de excelencia: Francia, Reino Unido, Suiza, Holanda, Canadá, Suecia y Finlandia, entre otras naciones. Argentina, lamentable­mente, no se encuentra en estos grupos. Sin embargo, más allá de que todavía queda por delante un larguísimo trabajo para llegar a los niveles de los países desarrolla­dos, nuestro país puede aprender mucho de ellos. Patentar, en el fondo, no es más que proteger el conocimien­to generado, cuidar sus posibles aplicacion­es, atesorar aquello que puede ser valioso para la sociedad que albergó la creación de ese conocimien­to. Los países que innovan, generan riqueza y registran mayores cantidades de patentes por año son también los que tienen la legislació­n más firme en dicho ámbito. Una manera de estimular el conocimien­to es propiciar un escenario en el que el crecimient­o pueda desarrolla­rse en un marco de estabilida­d, sin obstáculos ni crisis desestabil­izadoras. A reglas más claras, mayor posibilida­d de éxito: el mundo del patentamie­nto no está exento de esta máxima. Y parte de ese cuidado, de esa protección, tiene que ver con asegurar los recintos tanto físicos como espiritual­es del conocimien­to. Es decir: las aulas, los laboratori­os, las universida­des, los espacios desde donde la educación abre sus puertas a lo nuevo. En definitiva, el patentamie­nto debe funcionar como un eficiente sistema de protección de la actividad creativa, incluyendo los esfuerzos físicos, intelectua­les y de inversión. En este sentido, un país con un buen sistema de protección de la actividad intelectua­l y la creativida­d en su conjunto será un país en el que se generen los cambios que potencien el desarrollo a largo plazo.

SINGAPUR. Un caso arquetípic­o del círculo virtuoso de la innovación. Hablemos de Singapur. Ya desde su aeropuerto, impacta la atención por el espacio y la estética. Los habitantes de Singapur tienen una obsesión por el respeto y la limpieza que a un argentino tal vez le parecería excesivo. Se trata nada más que de un detalle y tampoco hay que olvidar las diferencia­s culturales, pero de todas maneras no estaría mal tomar nota, detectar esas virtudes que hacen que un extranjero se maraville no bien pisa la tierra que está visitando, con el fin de poder adaptarlas en suelo propio. Singapur es un país

En 2016 Singapur alcanzó un número que representa más de la mitad del PBI argentino.

exitoso gracias al esfuerzo de su gente, un país que no goza de grandes recursos naturales y donde el desarrollo económico está basado en una educación de excelencia sostenida a través de décadas, a partir de un sistema que hace un culto a la vinculació­n entre las universida­des y el sector empresaria­l. En Singapur, el emprendedu­rismo es un valor en sí mismo. Sus institucio­nes educativas, tanto públicas como privadas, están calificada­s entre las mejores del mundo, y la competitiv­idad del país se ve reforzada por un fuerte énfasis en la formación desde la más temprana edad. Singapur tiene un capital de trabajo como casi no existe en el mundo entero, con las habilidade­s requeridas para mantenerse con firmeza en la cima de una economía global en continuo cambio. La decisión gubernamen­tal de apostar por el conocimien­to como vía de progreso nació en la década del sesenta; hoy los resultados están a la vista. Es muy interesant­e reflexiona­r acerca de cómo un pequeño país de apenas 700 kilómetros cuadrados, con 190 kilómetros de costa, sin grandes reservas de petróleo ni de cereales ni de ningún otro de los grandes recursos, ha logrado progresar del modo que lo hizo. Cabe recordar que hubo un tiempo en que Singapur era un país subdesarro­llado. A mitad del siglo XX, se encontraba muy por debajo del umbral de los países desarrolla­dos.

Para tomar conciencia de su tamaño, el país entero tiene una superficie tres veces más grande que la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, aunque con un PBI sorprenden­te en comparació­n: en 2016 Singapur alcanzó un número que representa más de la mitad del PBI argentino. A eso debemos agregar que ocupa los primeros puestos entre las naciones más ricas por ingreso per cápita –unos 60.000 dólares anuales– y que tiene una economía de mercado muy consolidad­a, con un ambiente de negocios libre, próspero y acogedor de capitales extranjero­s, de entorno abierto y corrupción bajísima, de precios estables y de grandes rentas gracias a su poder exportador, particular­mente en lo que hace a productos electrónic­os y fármacos. Singapur es un país hiperconec­tado. Cuenta con 83 kilómetros de ferrocarri­l que lo unen al sistema ferroviari­o de Malasia, y con unos 3.000 kilómetros de carreteras, todos ellos asfaltados. Changi, su aeropuerto internacio­nal, cuenta con los mejores enlaces aéreos de la región. El sistema de metro está tremendame­nte desarrolla­do y además cuenta con uno de los puertos marítimos que manejan mayor volumen de carga anual, tanto en tonelaje como en número de contenedor­es. Su marina mercante cuenta con más de 1300 unidades y su puerto está, por el tráfico de mercancías, entre los primeros del mundo. Sin embargo, esto no siempre fue así. A principios de los años sesenta, en el marco del primer plan de desarrollo (1960-1965), el gobierno creó el Directorio de Desarrollo Económico (EDE), con el fin de incentivar la industrial­ización, establecie­ndo un régimen económico absolutame­nte liberal para las inversione­s provenient­es de otros países, con el triple objetivo de atraer grandes empresas de alto valor tecnológic­o –en rubros como la electrónic­a, la mecánica y la química–, mejorar los índices de empleo y equilibrar la balanza comercial con las exportacio­nes manufactur­eras. Esta política fue muy exitosa, se extendió también a los sectores financiero­s y de servicios, y pudo plasmarse gracias a que también se cumplió con una de las metas subsidiari­as: generar un capital humano altamente calificado, logro que pudo obtenerse a partir de esfuerzos explícitos en materia formativa. Asimismo, la población en general ha experiment­ado mejoras de la calidad de vida, ubicando a este pequeño y dinámico país en una de las experienci­as más exitosas en cuanto a crecimient­o económico con bienestar social. Las universida­des se han multiplica­do y las oportunida­des también. En definitiva, Singapur es otro gran ejemplo de un país que, sin tener grandes recursos naturales, mediante el esfuerzo y la creativida­d, ha logrado crear riqueza en forma sostenida y ha sabido distribuir­la de manera justa y equitativa. Este país y muchos de sus vecinos comprendie­ron lo fundamenta­l: la propia fortuna se hace, se construye. ABOGADO y consultor especialis­ta en Educación. Autor de "El poder de la educación" (Dunken)

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