Corea y Singapur, modelos de cambio:
el sistema educativo argentino necesita una reforma, insiste el autor. Y señala el camino para poner en valor el capital humano como fuente de creación de riqueza, con los casos de Corea del Sur y Singapur, dos países exitosos en la construcción de políti
En Corea del Sur es notable la intensidad del respeto que se tiene por la educación. Un respeto que, en ocasiones, como ocurre cuando se llevan a cabo los exámenes nacionales de ingreso a la universidad, toma la forma de oficinas vacías, obras apagadas y aviones estacionados. Unos 650.000 estudiantes buscan año a año entrar en las mejores universidades y en ese trance la sociedad entera responde con medidas que adquieren dimensiones excepcionales. El día del examen, las oficinas públicas, muchas empresas privadas y hasta la bolsa de valores de Seúl empiezan sus actividades una hora más tarde de lo normal, para permitir el mejor tránsito posible a los estudiantes de su casa a la escuela y para no sumar, con el acostumbrado caos de las ciudades, al estrés que los adolescentes atraviesan a lo largo de ese día. Durante la prueba de compresión lingüística incluso se detienen los despegues y los aterrizajes de los aviones para no estropear el silencio que se necesita para absorber las consignas del examen. También se frenan obras en construcción y se prohíbe la circulación de grandes camiones por determinadas zonas. Puede que el caso coreano sea una puesta en extremo. De todas maneras, más allá de las exageraciones, resulta impresionante verificar lo mucho que se consigue cuando una sociedad se encolumna detrás de un propósito que le da entidad colectiva, que la cohesiona y le permite avanzar hacia mejores lugares. Más que el ejemplo en sí, consideremos la esencia del ejemplo. Tomémosla, aprovechémosla, hagamos algo positivo con ella. Argentina necesita aprender a valorar la educación. Reconocer que aún no lo hacemos, que estamos lejos de hacerlo, sería un primer paso en la dirección correcta. EL SUNEUNG. La demanda de una educación más exigente, que reclame y provea excelencia por y para sus alumnos no significa la falta de límites. La severidad de las examinaciones y la constante búsqueda del resultado perfecto en determinados países también han provocado serios problemas. Se trata de una cuestión de medida, de dosis, de ver al resultado más como un efecto de la cultura del esfuerzo y no como el fin último. Más allá de todo dato estadístico, está la felicidad de la persona, sin felicidad nada tiene sentido. La felicidad debería ser, en consecuencia, el motor detrás de cualquier revolución educativa. En Corea del Sur se viene produciendo un
fenómeno paradojal: los índices en educación han crecido vertiginosamente; la insatisfacción y el estrés en los alumnos, también. Repasemos algunos datos. Mientras que en 1945 apenas poco más del 20% de la población sabía leer, hoy en día el 58% de los coreanos cuenta con formación superior. La franja actual de habitantes entre los 25 y los 34 años ha completado la escuela secundaria casi en su totalidad (98%), un logro que, veinte años antes, la generación anterior de estudiantes apenas había obtenido a medias (55%). Al mismo tiempo, sin embargo, sólo la mitad de los chicos declara sentirse feliz y uno de cada seis dice sentirse solo. En el centro de este huracán de autoexigencia y rigor se encuentra el suneung, el famoso examen anual que es preparado a lo largo de un mes por unos quinientos profesores de manera cuasi secreta, encerrados en un lugar no precisado de las montañas de Gangwon. Los docentes no pueden tener comunicación con el exterior durante ese período, en el que se dedican colectivamente a preparar el multiplechoice sobre matemática, lengua, historia y otras materias que los alumnos tomarán días después en las escuelas de todo el país. La vigilancia sobre los profesores es absoluta y de variado tipo: no pueden revisar correos electrónicos y conviven bajo la mirada de unos 200 empleados del Estado –entre guardias, médicos y funcionarios– que se ocupan de que ninguno de los docentes recupere la libertad hasta que el último de los estudiantes haya entregado su examen. A cambio reciben un premio de 10.000 dólares. Como mencionamos en el capítulo anterior, debemos decir que el suneung es una causa nacional que se devora la completa atención de la población. Semejante revuelo forma parte de la tradición surcoreana que ha hecho del acto educativo un “deber ser” sin atenuantes. Los resultados obtenidos en el suneung dictaminan el futuro académico de cada estudiante, así como también las posibilidades profesionales que se le abrirán. A partir del cruento examen anual se define a qué universidades se podrá acceder y, en consecuencia, cuál será el abanico de trabajos con el que cada chico coreano podrá contar en el futuro. El suneung es una especie de final del mundo académica y se vive como tal. Se trata de la cara más visible de una estrategia nacida en 1950, una vez que la península se liberó de un colonialismo japonés de cuatro décadas. Desde el Estado se empezó a dar gran importancia a la educación, ya que los gobernantes surcoreanos comprendieron que la única manera de compensar la falta de recursos naturales era a través de la generación de recursos humanos. Hoy Corea del Sur es uno de los mayores países industrializados del mundo, pero en los cincuenta y los sesenta la riqueza media de sus habitantes era comparable a la actual de Afganistán. Este crecimiento rotundo no se produjo, sin embargo, sin traer consigo consecuencias nocivas. El clima escolar en Corea del Sur se ha convertido en un escenario continuo de competitividad y angustia, ya que la educación es una especie de tren único que pasa, la única oportunidad para garantizar el progreso individual y la entrada a una vida mejor que hasta incluye la po- sibilidad de conseguir un matrimonio más provechoso. El precio por asegurarse el futuro es muy alto. Los elevados niveles de estrés que experimentan los alumnos son los mayores entre todos los países integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Los chicos surcoreanos estudian casi 50 horas a la semana –la media en otros países es de unas 34– y alcanzan, colectivamente, un índice de felicidad de apenas 65, cuando el valor medio es de 100. Las múltiples exigencias educativas les quitan tiempo para jugar, para dormir. Como triste resultado adicional, el número de suicidios entre estudiantes es muy preocupante: en 2009, de los más de 2000 suicidios infantiles y adolescentes, se determinó que la mayoría había sido ocasionada por algún problema relacionado con los estudios. El año anterior, un sondeo había revelado que casi el 60% de los estudiantes secundarios había considerado al menos una vez la posibilidad de suicidarse. La fiebre académica de los surcoreanos llega a alturas delirantes. Una crónica del periódico Reforma lo describe mejor que nadie: “Cada noche, de lunes a lunes en el barrio Daechi-dong de la capital de Corea del Sur, una patrulla de inspectores controla que no se infrinja una ley que prohíbe estudiar después de las 10:00 p.m. en los hagwones, institutos privados de apoyo escolar. La misión no es sencilla, porque los institutos tapan sus ventanas con cartones para que no se vean luces prendidas mientras los cerebros, a duras penas, siguen funcionando. Los guardianes han descubierto grupos de chicos en la terraza de esos edificios recibiendo clase a escondidas. Y, para evitarlo, hay recompensas para quien los delate”. Se debe y se puede ser feliz estudiando, de modo que hay que evitar los tremendismos. El caso surcoreano sirve tanto para indicar lo que sí hay que hacer como lo que es preferible evitar. En ese sentido, de todas maneras, para esquivar los maniqueísmos burdos, entreguemos antes del final de este capítulo un último dato que no es para nada de color. Ya dijimos que según el índice PISA nuestro país cuenta con uno de los peores rendimientos académicos: puesto número 58 de 64 países participantes. Lo que muchas veces se pasa por alto es el lugar que ocupa la Argentina ante la pregunta “¿Sos feliz en la escuela?” que se realiza en la encuesta paralela y que los surcoreanos tristemente lideran. Nuestro país figura doceavo entre los países “menos felices”. Es decir: no nos indignemos demasiado por la situación extrema que viven los alumnos en Corea del Sur. Por motivos de variada índole, nosotros no estamos tan lejos.
PATENTES. El conocimiento debe salir de las aulas, de los laboratorios. Debe poder desplegarse a la sociedad que circunda a esas aulas y a esos laboratorios. El conocimiento requiere del desarrollo para que se haga posible la innovación, y el primer paso en ese sentido es el acto de patentar, es decir: el acto de adquirir un conjunto de derechos exclusivos concedidos por el Estado al inventor de un nuevo producto o tecnología para que ese nuevo producto o tecnología sea explotado comercialmente, por un período limitado de tiempo, a cambio de la divulga-
El clima escolar en Corea del Sur se ha convertido en un escenario continuo de competitividad.
Los países líderes en educación son Japón, EE.UU., Corea del Sur, Alemania y China.
ción de la invención. Una patente se enmarca siempre dentro de la propiedad industrial, que a su vez forma parte del régimen de propiedad intelectual que incluye a otros productos como libros, discos y demás. Una patente es, en resumen, la primera entrada del producto innovador en el mundo real y una prueba evidente de que el conocimiento ya existe en su aplicación. De esta manera, midiendo y valorando el tipo y número de patentes que se generan en un país, podemos comenzar a visualizar el modo en que un país determinado traslada el conocimiento que se genera en aulas y laboratorios a las industrias, en un primer término, y a la sociedad en general, en un segundo.
Pero, desde el punto de vista de la búsqueda de progreso, ¿por qué es importante patentar? Según la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), la respuesta es clara: “Al disfrutar de derechos exclusivos por un período determinado, un inventor puede recuperar lo que ha invertido y gastado en concepto de I+D. El sistema también es una forma de potenciar las inversiones encaminadas a promover y comercializar nuevas invenciones para que el público pueda disfrutar del resultado de la innovación. Además, persigue difundir el conocimiento y la información entre el público mediante la publicación de las solicitudes de patente y las patentes otorgadas”. Frente a esta situación, sin embargo, debemos hacer un matiz: un sistema de patentes recién se convierte en un buen sistema de patentes cuando logra establecer un equilibrio entre los intereses y el funcionamiento de las grandes empresas y de los individuos, dado que el patentamiento –de ser efectuado sin controles– puede terminar favoreciendo exclusivamente al primer grupo. Sobre este punto se explaya Zorina Khan, profesora asociada de economía en Bowdoin College de los Estados Unidos y miembro de la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas: “Es indudablemente cierto que la propiedad intelectual está producida fundamentalmente por empleados de grandes empresas, cuyos derechos recaen bajo la titularidad de las propias empresas. Ahora bien, esto es distinto de lo que sostienen actualmente algunos críticos, en el sentido de que las personas corrientes no se benefician de los derechos de propiedad intelectual. Si bien las normas concretas y los criterios pueden diferir de sus precursores históricos, el principio de permitir al ciudadano de a pie acceder a los derechos de propiedad intelectual sigue siendo fundamental para avanzar en el bienestar mundial.
Ofrecer unos derechos de propiedad accesibles puede ser parte de una estrategia descentralizada que se extienda a la economía sin estructurar y a las comunidades rurales, que suelen quedar al margen de los proyectos urbanos a gran escala que incorporan tecnologías importadas. Además, garantizar unos derechos de propiedad intelectual sobre invenciones patentadas contribuye a crear activos comercializables, y esta garantía beneficia desproporcionadamente a la persona corriente que no tiene acceso a financiación”. La especialista entrega, así, una reflexión muy interesante. La alfabetización y la educación son elementos determinantes para que el individuo corriente pueda aprovechar el conocimiento aplicado y hacer uso de él de la manera más libre posible, sin que los sistemas de patentes terminen convirtiéndose en un “ghetto” de la propiedad intelectual a la que sólo las grandes empresas tienen entrada. Resulta curioso: para llegar a la patente se necesita conocimiento –o sea, trabajo y esfuerzos invertidos en educación e investigación–, y para que la patente llegue a manos de la gente común el conocimiento nuevamente es necesario. Teniendo todo esto en cuenta, y entendiendo que no hay sistemas ideales sino perfectibles, ¿qué países se destacan en patentamiento y conocimiento aplicado? Los países líderes en educación son, entre otros, Japón, Estados Unidos, Corea del Sur, Alemania y China. Los siguen países con mayores o menores resultados en el ámbito de la educación, aunque siempre dentro de un mismo estrato de excelencia: Francia, Reino Unido, Suiza, Holanda, Canadá, Suecia y Finlandia, entre otras naciones. Argentina, lamentablemente, no se encuentra en estos grupos. Sin embargo, más allá de que todavía queda por delante un larguísimo trabajo para llegar a los niveles de los países desarrollados, nuestro país puede aprender mucho de ellos. Patentar, en el fondo, no es más que proteger el conocimiento generado, cuidar sus posibles aplicaciones, atesorar aquello que puede ser valioso para la sociedad que albergó la creación de ese conocimiento. Los países que innovan, generan riqueza y registran mayores cantidades de patentes por año son también los que tienen la legislación más firme en dicho ámbito. Una manera de estimular el conocimiento es propiciar un escenario en el que el crecimiento pueda desarrollarse en un marco de estabilidad, sin obstáculos ni crisis desestabilizadoras. A reglas más claras, mayor posibilidad de éxito: el mundo del patentamiento no está exento de esta máxima. Y parte de ese cuidado, de esa protección, tiene que ver con asegurar los recintos tanto físicos como espirituales del conocimiento. Es decir: las aulas, los laboratorios, las universidades, los espacios desde donde la educación abre sus puertas a lo nuevo. En definitiva, el patentamiento debe funcionar como un eficiente sistema de protección de la actividad creativa, incluyendo los esfuerzos físicos, intelectuales y de inversión. En este sentido, un país con un buen sistema de protección de la actividad intelectual y la creatividad en su conjunto será un país en el que se generen los cambios que potencien el desarrollo a largo plazo.
SINGAPUR. Un caso arquetípico del círculo virtuoso de la innovación. Hablemos de Singapur. Ya desde su aeropuerto, impacta la atención por el espacio y la estética. Los habitantes de Singapur tienen una obsesión por el respeto y la limpieza que a un argentino tal vez le parecería excesivo. Se trata nada más que de un detalle y tampoco hay que olvidar las diferencias culturales, pero de todas maneras no estaría mal tomar nota, detectar esas virtudes que hacen que un extranjero se maraville no bien pisa la tierra que está visitando, con el fin de poder adaptarlas en suelo propio. Singapur es un país
En 2016 Singapur alcanzó un número que representa más de la mitad del PBI argentino.
exitoso gracias al esfuerzo de su gente, un país que no goza de grandes recursos naturales y donde el desarrollo económico está basado en una educación de excelencia sostenida a través de décadas, a partir de un sistema que hace un culto a la vinculación entre las universidades y el sector empresarial. En Singapur, el emprendedurismo es un valor en sí mismo. Sus instituciones educativas, tanto públicas como privadas, están calificadas entre las mejores del mundo, y la competitividad del país se ve reforzada por un fuerte énfasis en la formación desde la más temprana edad. Singapur tiene un capital de trabajo como casi no existe en el mundo entero, con las habilidades requeridas para mantenerse con firmeza en la cima de una economía global en continuo cambio. La decisión gubernamental de apostar por el conocimiento como vía de progreso nació en la década del sesenta; hoy los resultados están a la vista. Es muy interesante reflexionar acerca de cómo un pequeño país de apenas 700 kilómetros cuadrados, con 190 kilómetros de costa, sin grandes reservas de petróleo ni de cereales ni de ningún otro de los grandes recursos, ha logrado progresar del modo que lo hizo. Cabe recordar que hubo un tiempo en que Singapur era un país subdesarrollado. A mitad del siglo XX, se encontraba muy por debajo del umbral de los países desarrollados.
Para tomar conciencia de su tamaño, el país entero tiene una superficie tres veces más grande que la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, aunque con un PBI sorprendente en comparación: en 2016 Singapur alcanzó un número que representa más de la mitad del PBI argentino. A eso debemos agregar que ocupa los primeros puestos entre las naciones más ricas por ingreso per cápita –unos 60.000 dólares anuales– y que tiene una economía de mercado muy consolidada, con un ambiente de negocios libre, próspero y acogedor de capitales extranjeros, de entorno abierto y corrupción bajísima, de precios estables y de grandes rentas gracias a su poder exportador, particularmente en lo que hace a productos electrónicos y fármacos. Singapur es un país hiperconectado. Cuenta con 83 kilómetros de ferrocarril que lo unen al sistema ferroviario de Malasia, y con unos 3.000 kilómetros de carreteras, todos ellos asfaltados. Changi, su aeropuerto internacional, cuenta con los mejores enlaces aéreos de la región. El sistema de metro está tremendamente desarrollado y además cuenta con uno de los puertos marítimos que manejan mayor volumen de carga anual, tanto en tonelaje como en número de contenedores. Su marina mercante cuenta con más de 1300 unidades y su puerto está, por el tráfico de mercancías, entre los primeros del mundo. Sin embargo, esto no siempre fue así. A principios de los años sesenta, en el marco del primer plan de desarrollo (1960-1965), el gobierno creó el Directorio de Desarrollo Económico (EDE), con el fin de incentivar la industrialización, estableciendo un régimen económico absolutamente liberal para las inversiones provenientes de otros países, con el triple objetivo de atraer grandes empresas de alto valor tecnológico –en rubros como la electrónica, la mecánica y la química–, mejorar los índices de empleo y equilibrar la balanza comercial con las exportaciones manufactureras. Esta política fue muy exitosa, se extendió también a los sectores financieros y de servicios, y pudo plasmarse gracias a que también se cumplió con una de las metas subsidiarias: generar un capital humano altamente calificado, logro que pudo obtenerse a partir de esfuerzos explícitos en materia formativa. Asimismo, la población en general ha experimentado mejoras de la calidad de vida, ubicando a este pequeño y dinámico país en una de las experiencias más exitosas en cuanto a crecimiento económico con bienestar social. Las universidades se han multiplicado y las oportunidades también. En definitiva, Singapur es otro gran ejemplo de un país que, sin tener grandes recursos naturales, mediante el esfuerzo y la creatividad, ha logrado crear riqueza en forma sostenida y ha sabido distribuirla de manera justa y equitativa. Este país y muchos de sus vecinos comprendieron lo fundamental: la propia fortuna se hace, se construye. ABOGADO y consultor especialista en Educación. Autor de "El poder de la educación" (Dunken)