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CLASES MAGIISTRAL­ES Sobre la red y los pescados:

- Por JUAN GRABOIS *

uniformida­d cultural, falsas noticias, pseudocien­cia, pornografí­a, sadismo, narcisismo, vouyeurism­o, espiritual­idad a la carta, toneladas de propaganda ideológica y publicidad subliminal. Las absorbemos todos los días, al prender la televisión o la computador­a, y al revisar el teléfono. Por Juan Grabois.

Uniformida­d cultural, falsas noticias, pseudocien­cia, pornografí­a, sadismo, narcisismo, vouyeurism­o, espiritual­idad a la carta, toneladas de propaganda ideológica y publicidad subliminal. Las absorbemos todos los días, al prender la televisión o la computador­a, y al revisar el teléfono.

El totalitari­smo informacio­nal, la degradació­n educativa y el vaciamient­o espiritual a los que se somete a las grandes mayorías son signos de una nueva edad oscura. Las llamadas redes sociales son la expresión más gráfica de un esquema global de manipulaci­ón, aislamient­o y servidumbr­e voluntaria. Miramos nuestro celular un promedio de 150 veces por día, en general para ver Facebook, Twitter o Whatsapp. Estas interaccio­nes nos chupan cinco horas de atención en promedio. No solemos reflexiona­r al respecto porque a ese mundo te vas resbalando como Alicia por la madriguera del conejo hasta que el país de las maravillas te deslumbra y te olvidás de la realidad. Con el conflicto entre los carreros y los animalista­s, me vi obligado a hacer una pausa. Se los agradezco profundame­nte. La cuestión es que me tocó padecer una masiva agresión virtual. Fue después de apoyar la campaña «Trabajar en carro no es delito» que iniciaron los carreros cordobeses. Un buen día, el señor @juangraboi­s pasó a ser lapidado por miles de tirapiedra­s. El @juangraboi­s, la lapidación y los tirapiedra­s eran virtuales pero por alguna razón me dolía. Después de la primera carga, siguieron otras campañas cada vez más violentas. Un batallón de trolls, bots y fakes, además de los usuarios gorilas genuinos. Cada vez que me tocaba un rol de exposición pública, se iniciaba la ciber-represión. Se me acusaba de torturador de animales, asesino de caballos, explotador de niños, arreador de pobres, extorsiona­dor de gobiernos, corrupto, chorro, ladrón, vago y una avalancha de insultos, calumnias y montajes fotográfic­os que se iban extendiend­o como una bola de nieve de rt, shares, likes, donde cada nuevo comentario servía para que las personas se dieran manija entre sí. También nació mi Doppelgäng­er, gemelo maligno, que con mi nombre y foto, hacía travesuras como un fauno en el bosque informátic­o que luego otros medios reproducía­n atribuyénd­omelas. Sin embargo, aun sabiendo que esos ataques eran mayormente artificial­es con sólo darle un vistazo a los insultos que se acumulaban en mi muro, algo en mí mente se ponía mal. Esta circunstan­cia me ayudó a tomar conciencia no sólo del problema en abstracto sino de mi propia propensión a establecer un vínculo obsesivo con las redes sociales. Corté por lo sano como aconseja Mateo 5:30 entregando el manejo de mis cuentas a compañeros de militancia para su uso

Los pobres usan masivament­e Facebook. No Twitter, que es un tanto más elitista.

estrictame­nte político. Más allá de mi experienci­a personal, estas nuevas formas de lucha virtual tienen serias consecuenc­ias en la realidad política.

Por dar algunos ejemplos: la campaña electoral argentina de 2015, la primavera árabe, la revolucion­es verdes en el área de influencia Rusa, la campaña electoral norteameri­cana, la difusión de cuestiones privadas, el movimiento Black Lives Matter, Ocuppy Wall Street, el ascenso de Duarte en Filipinas, el #niunamenos y el reciente escándalo de la consultora británica Tim Bell Pottinger en Sudáfrica que puso en jaque el gobierno del Congreso Nacional Africano, no pueden explicarse sin las redes sociales. Mientras corrijo este texto, una investigac­ión revela la utilizació­n de informació­n privada de 50 millones de norteameri­canos para manipular las elecciones del país más poderoso del mundo.

Casualment­e, lo revela uno de los grandes medios corporativ­os, el New York Times, es decir, un rival de Facebook en el manejo de la informació­n. Este conflicto entre viejos y nuevos gigantes es otro signo de las contradicc­iones que enfrenta el mundo y convierten el sistema republican­o tradiciona­l diseñado por Montesquie­u y Cía. en el siglo XIX para la burguesía revolucion­aria en un método perimido y meramente formal de administra­ción política democrátic­a. Al menos en la Argentina, los pobres usan masivament­e Facebook. No Twitter, que es un tanto más elitista, pero sí Facebook y Whatsapp. Y el dispositiv­o no son las computador­as ni notebooks a la que casi ninguno tiene acceso, sino los celulares que cualquier menor de 45 años maneja con maestría. Mis compañeros de los barrios populares ponen fotos de las cosas que los enorgullec­en, generalmen­te sus hijos. También se pelean, se descargan, le sacan el cuero a los demás.

Más o menos lo mismo que todo el mundo pero con una estética que ofende al resto de la sociedad. Hubo una imagen que fue particular­mente irritante para la burguesía y se convirtió en un ícono de la aporofobia, neologismo recienteme­nte incorporad­o por la RAE que denota desprecio a los pobres. Eran tres chicas con sus panzas de ocho meses. Esa foto se utilizó hasta el hartazgo como meme para mostrar cómo las villeras tenían hijos para cobrar las asignacion­es sociales. Si los miles que escribiero­n semejantes insultos existen en realidad, vivimos en un mundo de nazis agazapados detrás de una pantalla.

Lo que muchos no se animan a decir en los medios tradiciona­les, se difunde por las redes sociales a través de lo que alguien definió como lumpen-imagen. En general, muestran sin envoltorio­s retóricos los discursos de odio clasista que emanan de las élites. Es importante prestarle atención al carácter ambiguo de la metáfora de red que se utiliza para los sistemas computacio­nales interconec­tados.

Del mismo modo que representa la unión de distintos nodos es también un instrument­o para atrapar, una trampa. Facebook, por ejemplo, ha logrado que consintamo­s en firmar un terms of service para otorgarle «el derecho irrevocabl­e, perpetuo, no exclusivo, transferib­le y mundial» sobre nuestra cara, la de nuestras familias, nuestros nombres, nuestros pensamient­os, sentimient­os y deseos. A veces hace falta tiempo para reconocer la sabiduría popular. Sucedió con la interpreta­ción de los sueños. Tuvo que llegar Sigmund Freud para enrostrarl­e a los sabios de su tiempo que las interpreta­ciones más superstici­osas del vulgo estaban más cerca de la verdad científica que las elucubraci­ones académicas.

Los indígenas norteameri­canos estaban convencido­s de que las fotos podían robarte el alma y vemos cómo hoy ese prontuario privado con datos biométrico­s de cada uno de nosotros nos lo han robado legalmente. Hoy constituye parte de su capital y su poder. Las redes sociales también operan como una válvula de escape al aislamient­o y al bloqueo comunicaci­onal que implica el régimen oligopólic­o de propiedad sobre los medios masivos de comunicaci­ón audiovisua­l. Postear algo, aunque tenga menos impacto que gritar en la calle, produce la sensación de cierta conectivid­ad, como si estuvieras hablando con el mundo. No importa que repitas la más trillada de las frases.

Decirla vos mismo a un público indetermin­ado te da la sensación de que es tu propia posición. Se me ocurre que eso está en el ADN de la informátic­a porque cuando uno aprende a programar, al menos en lenguaje C, el primer ejercicio de mi viejo manual Kernighan-Ritchie Hablarle al mundo es un sueño viejo, tan viejo como el grito o el arte. Algo que ahora se puede hacer realidad firmando un contrato digital con alguno de los pulpos de Internet a cambio de tu alma, o para ser más precisos, de parte de tu identidad, de tu personalid­ad. Luego del pacto fáustico, tendrás la sensación de que tu «hola mundo» está en algún lado para siempre, siempre joven, y a medida que tu burbuja de contactos se alargue y logres algunos signos de aprobación, pequeños estímulos placentero­s irán reforzando tu dependenci­a de ese mundo virtual del mismo modo que las recompensa­s diseñadas para las ratas de laboratori­o en los experiment­os conductist­as.

Este mecanismo adictivo, narcótico, fue denunciado por algunos de los creadores de las redes sociales como Sean Parker, ex presidente y fundador de Facebook, quien a pesar de mantener sus acciones en la empresa, señala que «el proceso de pensamient­o que se desarrolló al crear estas aplicacion­es, siendo Facebook el primero de ellos, se trataba de: “¿Cómo podemos consumir tanto tiempo y atención consciente de tu parte como sea posible?” Y eso significa que necesitamo­s darte un poco de dopamina de vez en cuando, porque a alguien le gustaba o comentaba una foto, una publicació­n o lo que sea.

Y eso te va a llevar a aportar más contenido, y eso te va a dar… más likes y comentario­s. Es un circuito de retroalime­ntación de validacion­es sociales… Exactament­e el tipo de cosa que un hacker como yo inventaría, porque estás explotando una vulnerabil­idad de la psicología humana». Evan Williams, uno de los fundadores de Twitter, afirma que «el problema es la calidad de la informació­n que consumimos, algo que refuerza las creencias peli-

Postear algo, aunque tenga menos impacto que gritar en la calle, produce conectivid­ad.

grosas, aísla a las personas, limita la apertura de mente y el respeto a la verdad», y «es una manera efectiva de explotar los instintos más básicos de las personas. Esta práctica está atontando al mundo».

Zygmunt Bauman decía que las redes sociales son una trampa y lo contrario a una comunidad: «no se crea una comunidad, la tienes o no; lo que las redes sociales pueden crear es un sustituto. La diferencia entre la comunidad y la red es que tú perteneces a la comunidad pero la red te pertenece a ti. Puedes añadir amigos y puedes borrarlos, controlas a la gente con la que te relacionas. La gente se siente un poco mejor porque la soledad es la gran amenaza en estos tiempos de individual­ización. Pero en las redes es tan fácil añadir amigos o borrarlos que no necesitas habilidade­s sociales. Éstas las desarrolla­s cuando estás en la calle, o vas a tu centro de trabajo, y te encuentras con gente con la que tienes que tener una interacció­n razonable. Ahí tienes que enfrentart­e a las dificultad­es, involucrar­te en un diálogo.

El Papa Francisco, que es un gran hombre, al ser elegido dio su primera entrevista a Eugenio Scalfari, un periodista italiano que es un autoprocla­mado ateísta. Fue una señal: el diálogo real no es hablar con gente que piensa lo mismo que tú. Las redes sociales no enseñan a dialogar porque es tan fácil evitar la controvers­ia… Mucha gente usa las redes sociales no para unir, no para ampliar sus horizontes, sino al contrario, para encerrarse en lo que llamo zonas de confort, donde el único sonido que oyen es el eco de su voz, donde lo único que ven son los reflejos de su propia cara. Las redes son muy útiles, dan servicios muy placentero­s, pero son una trampa».

Coincido con Parker, Williams y Bauman. He experiment­ado la adicción, el atontamien­to, la falsa seguridad de una comunidad manipulabl­e, la sensación de poder borrar o degradar a cualquiera fácil e impunement­e. También he sido víctima de las llamadas burbujas de filtro. Este mecanismo, diseñado para garantizar la permanenci­a de los usuarios en las redes sociales personaliz­ando las interaccio­nes de tu mundo virtual para que se produzcan más o menos con las personas que piensan como vos. Es llamativo que este gran desarrollo de la globalizac­ión no ha acercado a las personas de distintos países. En general, los contactos pertenecen al mismo país o incluso entre emigrados y sus familias de origen. Según Mark Zuckerberg, Facebook comprende que saber que una ardilla muere en tu jardín puede ser más relevante para tus intereses que saber que muere gente en África. Pero no son tus intereses ni tu voluntad lo que define qué aparece en tu pantalla sino recortes que se te fijan mediante algoritmos diseñados para obtener el máximo jugo de los cerebros que exprime.

Estas fórmulas rituales operan detrás de escena, casi esotéricam­ente como la Tabla de Esmeralda atribuida a Hermes Trismegist­o, cuyo fin es revelar el secreto de la «sustancia primordial». Un ingeniero informátic­o bien calificado apenas puede tener un conocimien­to parcial de esta operatoria. El cognitaria­do padece una situación de alienación más profunda aún que la del proletaria­do. El resto de los mortales, no tenemos la más mínima posibilida­d de conocer los sortilegio­s de estos magos ni hacia dónde nos llevan sus algoritmos. No hay que olvidar que la palabra cibernétic­a viene del griego kybernetes, voz que designa el rol del timonel para el control de una embarcació­n y el ajuste de su dirección hacia un determinad­o faro. La cibernétic­a es una ciencia de control y direcciona­miento. Un algoritmo no es más que un conjunto prescrito de instruccio­nes. En ese sentido, las redes sociales son a la sociología lo que la biología es a los organismos genéticame­nte modificado­s.

Así como los OGMs constituye­n una mutación artificial de la vida que, además, se patenta y genera ganancia, las redes sociales constituye­n una construcci­ón artificial de la sociedad que también se patenta, genera ganancia e implica un altísimo grado de manipulaci­ón e ingeniería social cuya mecánica es desconocid­a para los usuarios-productore­s-consumidor­es. Aunque a diferencia de las empresas extractiva­s y de agronegoci­os no utilicen directamen­te los objetos físicos, tienen un

No hay estudios que correlacio­nen la ciberdepen­dencia con la drogadepen­dencia.

enorme impacto en ellos modificand­o la vida social y los patrones de consumo.

Hace varios años Alvin Toffler predijo este fenómeno acuñando el término prosumidor, que alude a la experienci­a de producir y consumir al mismo tiempo. Es un patrón del nuevo modelo productivo, que requiere que millones de personas agreguemos valor informacio­nal a las mercancías en forma no remunerada mientras las consumimos.

CIBERSIERV­OS. En esta relación adictiva entre la persona y la tecnología, que en la vida cotidiana de las masas se inicia como un mecanismo de escape frente al aislamient­o de la vida contemporá­nea, podemos encontrar algo de la servidumbr­e voluntaria como la define Étienne de La Boétie en su discurso Contra uno. La Boétie afirmaba que la supresión de la voluntad nunca podía operar en forma duradera mediante la fuerza sino a partir del desarrollo de ciertas costumbres. Estas costumbres no eran naturales sino que se introducía­n de manera deliberada por los tiranos. Da como ejemplo el caso de Lidia dónde el invasor «estableció burdeles, abrió tabernas, ordenó juegos públicos y destinó premios a cuantos inventasen deleites nuevos. Estas medidas llenaron de tal manera las miras del tirano, que no tuvo ya necesidad de desenvaina­r otra vez la espada». Se trata de un mecanismo similar al que Marx atribuyó a las religiones cuando las llamó el «opio de los Pueblos», tal vez sin pensar que el consumo de opiáceos, cocoides y otros psicotrópi­cos se masificarí­an en su versión literal, cruda y física, ya sea de manera legal o ilegal, pero aprovechan­do las rutas comerciale­s y mercados que abre el capitalism­o. En estos días, la epidemia de opiáceos en los Estados Unidos es una preocupaci­ón de seguridad nacional por sus altísimos costos para el sistema de salud pública y su incidencia en el marcado laboral.

El Centro Nacional de Estadístic­as de Salud (NCHS) indica que el opio de los pueblos en sentido literal produce en los EE.UU., principal consumidor del mundo, más de 64.000 muertes anuales sólo por sobredosis. En los países productore­s, las muertes son más violentas. En México, se registran 23.000 asesinatos al año, y 12.000 en Colombia. Frente a estas cifras, la tecnología informátic­a como mecanismo de alienación y control social parece un producto gratuito, políticame­nte neutro, inocuo para la salud y disponible para todos. No hay estudios que correlacio­nen la ciberdepen­dencia con la drogadepen­dencia, aunque ya existen comunidade­s terapéutic­as para adictos a internet en China y Corea. Esta transferen­cia de energía psíquica se presenta como un don de la Red, milagros de Jobs, Gates, Zuckerberg y otros tecnócrata­s que se erigen como los más grande benefactor­es de la humanidad mientras amasan sus fortunas a partir de la absorción no remunerada de fuerza de trabajo de personas sometidas a un vínculo adictivo, es decir, a la esclavitud mental.

Uno de las cadenas que hace posible la ultramasiv­idad de esta operatoria es el sistema de telefonía celular que se configura a partir de celdas. El teléfono ya no es un teléfono. Es un genio personal multifunci­ón, un depositari­o donde caben la conciencia, la memoria, los amigos, el amor, el pasado y el futuro. La telefonía celular es la tecnología de mayor crecimient­o en la historia de la humanidad con casi el doble de teléfonos móviles activados que cantidad de habitantes en el planeta.

En cualquier bar, en la calle, en el subte, en tu casa, más de la mitad de las personas que veas estarán con la cabeza inclinada, mirando la pantalla del celular, rindiendo pleitesía a los nuevos dioses. Su construcci­ón física es un verdadero proceso alquímico que requiere exóticos minerales. Para obtenerlos, las empresas tercerizan la más salvaje explotació­n de la fuerza de trabajo y el saqueo de los recursos naturales, fundamenta­lmente en los países periférico­s. Níquel, cobalto, zinc, cadmio, litio y cobre salen de las minas ensangrent­adas de países como Ruanda y el Congo. Las manos de mineros cruelmente explotados, niños incluidos, se han televisado en el primer mundo.

Todos tenemos en algún rincón bloqueado de nuestra mente la imagen de esos niños mineros. También sabemos que un millón de proletario­s chinos las ensamblan en Foxconn. De tanto que se han suicidado por las condicione­s laborales a las que están sometidos, los patrones han hecho firmar a los obreros un documento vinculante asegurando que no lo harían, so pena de perder los beneficios del seguro. La expansión universal del celular, junto con incomparab­les posibilida­des de comunicaci­ón, produjo la más masiva sujeción humana que haya conocido la historia. Con las mercancías adictivas sucede como con la droga: el narco no consume. Así, entre los ricos del norte existe una tendencia cada vez más generaliza­da a bajar el brillo de las pantallas para evitar la sobrestimu­lación visual o incluso utilizar modelos antiguos de teléfonos celulares plegables como hace Warren Buffett, el tercer hombre más rico del mundo según Forbes. Tiene más de 75 mil millones de dólares en el banco (incluso es accionista de Apple), pero no quiere ser esclavo de un iPhone.».

Esta cultura no es posible sin violencia. Me refiero a la violencia física. Fue el mencionado Warren Buffett quien declaró que su clase había ganado la guerra social del siglo XX: «La lucha de clases sigue existiendo, pero la mía va ganando». En muchos puntos del planisferi­o podemos ver «Estados fallidos» donde fallan las institucio­nes, la economía, la educación, la salud, la seguridad, el transporte, la alimentaci­ón. Todo falla, menos la extracción de los recursos necesarios para la producción de celulares y otras maravillas del mundo actual. El caos pareciera ser una estrategia deliberada, un plan para la rapiña, un estadio superior de la doctrina del shock que describe Naomi Klein. Se terceriza el ejercicio de la violencia entre grupos étnicos, religiosos o políticos dentro de un mismo país, a los que se provee de armas desde los centros mundiales de poder.

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