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La bandera venezolana

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Es entendible e que la crisis venezolana tenga g un significad­o ig ifi d peculiar en nuestro empobrecid­o debate político. Durante el auge de la autoprocla­mada revolución bolivarian­a, la Argentina llegó a ser el cuarto país latinoamer­icano fuera de Venezuela con más simpatizan­tes chavistas por metro cuadrado, después de Cuba, Ecuador y Bolivia. Por ende, polarizaci­ón extrema mediante, también el antichavis­mo caló hondo. Hoy seguimos manteniend­o el cuarto puesto, pero de un ranking sustancial­mente distinto: según los últimos datos de la ACNUR, los cada vez más multitudin­arios exiliados venezolano­s eligen estas tierras después de Colombia, Perú y Ecuador.

Venezuela ha sido y sigue siendo, en uno u otro sentido, una bandera electoral muy redituable para la máxima dirigencia política local. La turbia alianza de los K con Hugo Chávez resultó sustancial para la articulaci­ón de su relato épico latinoamer­icanista, además de algunos suministro­s energético­s y mínimo fi financiami­ento i i t externo t ( (contemos t también los “aportes de campaña” en negro). Mauricio Macri alza el estandarte con la misma intensidad, pero con la otra mano. Su antichavis­mo práctico fideliza votantes y lo alínea instantáne­amente con Donald Trump, figura central para una relación amable con el FMI y el desarrollo de una nueva asociación con Brasil en la Era Bolsonaro.

Este modo binario de razonar los vínculos con el mundo y los vecinos más cercanos por parte de nuestros principale­s líderes de un lado y el otro de la “grieta”, conlleva la comisión de simétricos despropósi­tos. Avalar el mesianismo vacío de Nicolás Maduro suena demencial. Reconocer como legítimo al “presidente encargado” Juan Guaidó cuando no lo es, suena oportunist­a. Ambas posturas extremas amarran al país (y a la región) al Siglo XX, sin medir los costos de enrolarnos en nuevas “guerras frías”.

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FOTO: CEDOC. GESTO INICIAL. Macri con el antichavis­ta Capriles en 2016. La foto marcó un rumbo.

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