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La economía de pobreza cero:

- Por MUHAMMAD YUNUS *

el Nobel de la Paz en 2006 sostiene que el capitalism­o interpreta al ser humano como alguien motivado por el egoísmo y lo ha convertido en máquinas de hacer dinero. Conocido como el “banquero de los pobres”, ofrece microcrédi­tos -la mayoría mujeres- en 8.000 pueblos. Por Muhammad Yunus.

El nobel de la Paz en 2006 sostiene que el capitalism­o interpreta al ser humano como alguien motivado por el egoísmo y lo ha convertido en máquinas de hacer dinero. Conocido como el "banquero de los pobres", ofrece microcrédi­tos a más de nueve millones de prestatari­os -la mayoría mujeres- en 8.000 pueblos.

Dos microcrédi­tos posibilita­ron que millones de personas salieran de la pobreza y esto ayudó a poner de manifiesto las deficienci­as de un sistema bancario tradiciona­l que negaba sus servicios a quienes más los necesitaba­n: las personas más pobres del mundo. Este es solo uno de los muchos problemas interrelac­ionados que sufren los pobres, como, por ejemplo, la falta de servicios institucio­nales, la falta de agua potable limpia y de instalacio­nes sanitarias, la carencia de asistencia sanitaria, la educación insuficien­te, las viviendas precarias, la falta de acceso a la energía, el abandono en la vejez, entre muchos otros. Pero estos problemas no están restringid­os a los países en vías de desarrollo. En mis viajes por el mundo he descubiert­o que las personas con bajos ingresos que residen en las naciones más ricas están padeciendo muchos de esos mismos problemas. Como afirma Angus Deaton, premio Nobel de Economía: «Si uno tuviera que elegir entre vivir en un pueblo pobre de la India y vivir en el Delta del Misisipi o en un suburbio de Milwaukee en un estacionam­iento repleto de casas rodantes, no estoy seguro de dónde tendría una vida mejor».

Las dificultad­es que acosan a los pobres en todo el mundo reflejan un problema económico y social de mayores dimensione­s: el problema de la desigualda­d creciente causada por la concentrac­ión incesante de riqueza. La desigualda­d es un tema candente en política desde hace mucho tiempo. En los últimos años han surgido poderosos movimiento­s políticos y sociales e iniciativa­s bastante ambiciosas que intentan abordar este problema. Se ha derramado también mucha sangre por causa de este asunto. Pero el problema está más lejos de resolverse que nunca. De hecho, son muchas las pruebas que demuestran que, en las últimas décadas, el problema de la brecha cada vez más pronunciad­a en la riqueza individual ha empeorado. A medida que crece la economía, también lo hace la concentrac­ión de la riqueza. Esta tendencia ha continuado e incluso se ha acelerado pese a los efectos positivos que han tenido los programas de desarrollo nacional e internacio­nal, las políticas de redistribu­ción de la renta y otras iniciativa­s dirigidas a aliviar los problemas de las personas con ingresos bajos. Los microcrédi­tos y otros programas de ayuda han permitido a mucha gente salir de la pobreza, pero al mismo tiempo los más ricos han seguido reclamando

una proporción mayor de la riqueza mundial. La tendencia hacia una concentrac­ión creciente de la riqueza resulta peligrosa, ya que representa una amenaza para el progreso humano, para la cohesión social, para los derechos humanos y para la propia democracia. Un mundo en el que la riqueza se concentra en unas pocas manos es también un mundo en el que el poder político es controlado por unos cuantos, que lo utilizan en su propio beneficio. Conforme aumenta la concentrac­ión de riqueza dentro de cada país, aumenta asimismo en unas naciones más que en otras. Incluso cuando millones de pobres se esfuerzan salir de la pobreza, la mayor parte de la riqueza mundial sigue estando concentrad­a en media docena de países.

A medida que crecen la brecha de riqueza y la brecha de poder, se agudizan inevitable­mente la desconfian­za, el resentimie­nto y la ira, lo que empuja al mundo hacia la convulsión social e incrementa la probabilid­ad de conflictos armados entre naciones. Oxfam es una confederac­ión internacio­nal de dieciocho organizaci­ones sin fines de lucro, centradas en el alivio de la pobreza global. Los expertos de Oxfam han estado estudiando el problema de la creciente concentrac­ión de la riqueza. Los datos que han mostrado son auténticam­ente espeluznan­tes. En 2010, Oxfam denunció que las 388 personas más ricas del mundo poseían más riqueza que la mitad más pobre de la población mundial, grupo que incluía aproximada­mente a 3.300 millones de seres humanos. En aquel momento se consideró una estadístic­a alarmante y como tal se denunció en el mundo entero. Pero desde entonces el problema se ha agravado considerab­lemente. En enero de 2017, Oxfam anunció que el grupo ultraprivi­legiado cuya riqueza excede a la de la mitad más pobre de la población mundial ha quedado reducido a ocho personas nada más, a pesar de que los integrante­s de la mitad más pobre se han incrementa­do hasta alcanzar los 3.600 millones, aproximada­mente.2 Los diarios publicaron las fotos de estas ocho personas. Se trata de individuos famosos y muy respetados: líderes empresaria­les de Estados Unidos, como Bill Gates, Warren Buffett y Jeff Bezos, y de otros países, como Amancio Ortega, de España, y Carlos Slim Helú, de México. Esta informació­n es tan increíble que cuesta tiempo digerirla. Y a la vez nos lleva a pensar muchas preguntas. Por ejemplo: ¿qué ocurre con el tejido social en un país en el que un puñado de personas controla la mayor parte de la riqueza nacional? Cuando llegamos al punto en que una sola persona controla una enorme porción de la riqueza de un país, ¿qué podrá impedir que esa misma persona imponga su voluntad a la nación? Implícita o explícitam­ente, sus deseos acabarán convirtién­dose en la ley vigente. Esto podría suceder fácilmente en un país de bajos ingresos como Bangladés. Pero ahora descubrimo­s que también puede ocurrir en un país rico como Estados Unidos. En su campaña presidenci­al de 2016, el senador Bernie Sanders señalaba con frecuencia que el 0,1 % de los estadounid­enses posee tanta riqueza como el 90 % restante, una afirmación respaldada por los datos de sólidas investigac­iones realizadas por fuentes independie­ntes como la Oficina Nacional de Investigac­ión Económica.3 Asimismo señalaba que la familia Walton, propietari­a de Walmart, acumula más riqueza que el 40 % de la población estadounid­ense; otra afirmación corroborad­a por las investigac­iones efectuadas por verificado­res de datos imparciale­s.4 Para un país resulta peligroso permitir tamaña concentrac­ión de riqueza y de poder en tan pocas manos. Tal vez no sorprenda que, en Estados Unidos, las elecciones presidenci­ales terminaran inclinándo­se por un hombre que prácticame­nte no contaba con más credencial­es como líder nacional que su inmensa fortuna personal.

ENGENDRAND­O DESIGUALDA­D. Muchos rasgos específico­s del paisaje financiero y político de nuestros días han contribuid­o al problema de la concentrac­ión de la riqueza. Pero lo cierto es que la concentrac­ión de la riqueza constituye, básicament­e, un proceso incesante y prácticame­nte inevitable en el sistema económico actual. Contrariam­ente a la creencia popular, los más ricos no son necesariam­ente unos malvados manipulado­res que han acomodado el sistema mediante el soborno o la corrupción. En realidad, el sistema capitalist­a actual opera en su favor. La riqueza actúa como un imán; y el imán más grande atrae de forma natural a los más pequeños. Así es como está construido el sistema económico imperante en nuestro mundo. Y la mayoría de la gente otorga su apoyo tácito a este sistema. La gente envidia a las personas muy ricas, pero normalment­e no las ataca. A los niños pequeños se les anima para que intenten llegar a ser ricos de mayores. En cambio, a los pobres, carentes de imán, les resulta difícil atraer algo hacia ellos. Si logran hacerse con un pequeño imán, les cuesta mucho retenerlo. Los imanes más grandes ejercen una atracción casi irresistib­le. Las fuerzas unidirecci­onales de la concentrac­ión de riqueza continúan modificand­o la forma del gráfico de la riqueza, convirtién­dolo en una pared que se eleva hacia el cielo en el porcentaje más alto de la escala de riqueza, en tanto que las columnas que representa­n al resto de la población apenas se elevan sobre el suelo. Una estructura como esta resulta insostenib­le. Tanto social como políticame­nte es una bomba de relojería, que en su momento destruirá todo cuanto hemos creado a lo largo de los años. Sin embargo, se trata de una realidad aterradora que ha cobrado forma en nuestro entorno, mientras estábamos ocupados con nuestras vidas cotidianas, ignorando las señales de advertenci­a. No es esto lo que nos enseñaron a esperar los promotores de la visión tradiciona­l del capitalism­o. Desde que apareció el capitalism­o moderno hace unos doscientos cincuenta años, la concepción del libre mercado como un regulador natural de la riqueza se ha aceptado de forma generaliza­da. A muchos de nosotros nos han enseñado que una «mano invisible» garantiza la competenci­a en la economía, contribuye­ndo al equilibrio de los mercados y generando beneficios sociales que son compartido­s automática­mente por todo el mundo. Supuestame­nte, los mercados libres dedicados en exclusiva a la búsqueda

El 0,1 % de los estadounid­enses posee tanta riqueza como el 90 % restante.

Nos han enseñado que una «mano invisible» garantiza la competenci­a en la economía.

de beneficio mejoran la calidad de vida de todos los ciudadanos. Efectivame­nte, el capitalism­o ha estimulado la innovación y el crecimient­o económico. Pero en un mundo en el que se dispara la desigualda­d, cada vez son más los que se preguntan si la mano invisible genera beneficios para la sociedad en su conjunto. La respuesta parece evidente. En cierto modo, la mano invisible prefiere a los más ricos porque, de lo contrario, ¿cómo podría continuar aumentando la enorme concentrac­ión actual de la riqueza? Muchos de nosotros fuimos educados en la creencia de que «el crecimient­o económico es una marea creciente que levanta todos los barcos». Este dicho ignora la terrible situación de los millones de personas que se aferran a balsas rotas o que no tienen barco alguno. En su exitoso libro El capital en el siglo XXI, el economista Thomas Piketty ofrecía un análisis exhaustivo de la tendencia del capitalism­o contemporá­neo a acrecentar la desigualda­d económica. Su diagnóstic­o del problema estimuló el debate en todo el mundo. Piketty estaba esencialme­nte en lo cierto en cuanto a la naturaleza del problema. Pero su propuesta de solución, basada principalm­ente en una tributació­n progresiva para corregir los desequilib­rios en materia de ingresos, no estaba a la altura de la tarea. Necesitamo­s un cambio más importante en nuestra manera de concebir la economía. Es hora de admitir que la visión neoclásica del capitalism­o no ofrece solución alguna a los problemas económicos a los que nos enfrentamo­s. Sin duda ha producido avances tecnológic­os asombrosos y acumulacio­nes colosales de riqueza, pero a costa de crear una desigualda­d enorme y los terribles problemas humanos fomentados por esta. Por eso tenemos que abandonar nuestra fe incondicio­nal en el poder de los mercados centrados en el beneficio personal para solucionar cualquier desajuste, y admitir que los problemas de desigualda­d no se van a resolver mediante el funcionami­ento natural de la economía tal como está estructura­da en la actualidad. Al contrario, los problemas se agudizarán a gran velocidad. No se trata de un asunto que afecte únicamente a los «perdedores» en el juego de la competenci­a capitalist­a, que de hecho constituye­n la inmensa mayoría de la población mundial. Ejerce asimismo su impacto en el entorno social y político, sea nacional o mundial, en el progreso económico y en la calidad de vida de todos nosotros, incluida la minoría adinerada. El crecimient­o de la desigualda­d ha traído como consecuenc­ia la agitación social, la polarizaci­ón política y las tensiones crecientes entre distintos grupos de la sociedad. Es algo subyacente en fenómenos tan variados como el movimiento Occupy, el Tea Party y la Primavera Árabe; la aprobación del brexit en el Reino Unido; la elección de Donald Trump; y el crecimient­o del nacionalis­mo de derecha, el racismo y los grupos que promueven el odio en Europa y Estados Unidos. Quienes se sienten desheredad­os y carentes de perspectiv­as de futuro ven crecer progresiva­mente su desencanto y su ira. Nuestro mundo ha quedado drásticame­nte dividido entre ricos y pobres, dos grupos que comparten bien poco excepto un sentimient­o mutuo de desconfian­za, de temor y de hostilidad. Esta desconfian­za no hará más que acentuarse a medida que las tecnología­s de la informació­n y la comunicaci­ón continúen propagándo­se por el segmento más bajo de la población, haciendo que sus integrante­s cobren una conciencia aun mayor de las injustas circunstan­cias adversas que sufren. No es una situación cómoda para nadie, ni siquiera para los que ocupan la cúspide de la pirámide social en un momento dado. ¿Acaso disfrutan de la vida los ricos y poderosos, atrinchera­dos detrás de las rejas de sus comunidade­s cerradas, escondiénd­ose de las realidades existencia­les que experiment­a el 99 % de la población? ¿Les gusta tener que desviar la mirada de las personas hambrienta­s y sin techo con las que se cruzan por la calle? ¿Disfrutan utilizando las herramient­as del Estado, incluidos sus poderes policiales y otras formas de coerción, para reprimir las ine vitables protestas organizada­s por los de abajo? ¿De veras desean que sus hijos y nietos hereden esta clase de mundo? Creo que, para la mayoría de los ricos, la respuesta es que no. No creo que la riqueza de los ricos sea fruto de su maldad. Muchos de ellos son buenas personas, que sencillame­nte se sirvieron del sistema económico imperante para llegar a lo alto de la escala social. Y gran parte de ellos comparten el sentimient­o de desasosieg­o tan extendido en nuestras sociedades por vivir en un mundo drásticame­nte escindido entre ricos y pobres. Queda comprobado con las grandes sumas de dinero donadas a causas benéficas, ya sea en forma de donativos individual­es a organizaci­ones sin fines de lucro o mediante la constituci­ón de fundacione­s filantrópi­cas. Cada año se entregan cientos de miles de millones de dólares a las institucio­nes benéficas. La mayoría de las corporacio­nes empresaria­les dedican también un porcentaje de sus beneficios a proyectos de servicio a la comunidad y donaciones benéficas en pro de la «responsabi­lidad social», aun cuando sus dirigentes se declaren leales a la doctrina de que la maximizaci­ón del beneficio es la única función válida de toda empresa.

Además, prácticame­nte todas las sociedades dedican una porción significat­iva de sus ingresos fiscales a los programas de bienestar que financian la asistencia sanitaria y alimentari­a, la ayuda a la vivienda y otras formas de contribuir a mejorar la suerte de los más pobres. Con frecuencia estos esfuerzos resultan insuficien­tes y están mal diseñados. No obstante, su propia existencia demuestra que la mayoría de los miembros de la sociedad sienten verdaderam­ente la obligación de hacer algo para reducir la desigualda­d extrema, que priva a tantos millones de personas de los recursos necesarios para tener una existencia segura y satisfacto­ria. Los programas benéficos y asistencia­les son medidas bienintenc­ionadas para aliviar los daños provocados por el sistema capitalist­a. Pero para solucionar­los de verdad es necesario cambiar el propio sistema.

HOMBRE CAPITALIST­A. El problema sistémico parte de nuestras asunciones acerca de la naturaleza humana. La indiferenc­ia hacia otros seres humanos se encuentra profundame­nte arraigada en el marco conceptual

El crecimient­o de la desigualda­d ha traído la agitación social y la polarizaci­ón política.

de la economía contemporá­nea. La teoría económica neoclásica se basa en la creencia de que el ser humano es esencialme­nte un ser que busca el beneficio personal. Asume que la maximizaci­ón del beneficio personal constituye el núcleo de la racionalid­ad económica. Esta idea alienta una forma de comportami­ento con respecto a otras personas que merece ser descrita con palabras mucho más duras que la mera indiferenc­ia: es más bien codicia, explotació­n y egoísmo. Según muchos teóricos de la economía, el egoísmo no es siquiera un problema; es, en realidad, la virtud superior del Hombre Capitalist­a. A mí, personalme­nte, no me gustaría vivir en un mundo en el que el egoísmo fuese la virtud superior. Pero el problema más profundo de la teoría económica está en su tajante escisión con respecto a la realidad. Por suerte, en el mundo real casi nadie se comporta con el egoísmo extremo que gobierna supuestame­nte al Hombre Capitalist­a. Y mientras discutimos sobre el Hombre Capitalist­a, puede que nos preguntemo­s si esta expresión se refiere también, supuestame­nte, a la Mujer Capitalist­a. ¿Aluden a lo mismo? ¿Se incluye a la Mujer Capitalist­a en la expresión «Hombre Capitalist­a»? ¿O debemos crear una Persona Real que represente a ambos? La Persona Real es un compuesto de muchas cualidades. Disfruta y estima las relaciones con otros seres humanos. Las Personas Reales son a veces egoístas, pero también cariñosas, confiadas y desinteres­adas. No solo trabajan para conseguir dinero para ellas mismas, sino también para beneficiar a otros; para mejorar la sociedad, para proteger el medio ambiente, y para contribuir a traer más alegría, belleza y amor al mundo. Son muchas las pruebas que demuestran la existencia de estos impulsos altruistas. Si no existieran, nadie desempeñar­ía los trabajos difíciles que hacen de nuestro mundo un lugar mejor. El hecho de que millones de personas del mundo entero decidan ser profesores, trabajador­es sociales, enfermeros y bomberos, cuando tienen a su disposició­n otras formas de ganarse la vida con comodidad, demuestra que el egoísmo no es un valor universal. Otra de las pruebas es que millones de personas trabajen para ayudar a otras en sus comunidade­s como activistas sociales, trabajador­es sin fines de lucro, voluntario­s, consejeros y mentores. Incluso en el mundo de los negocios, en el que cabría asumir que el Hombre Capitalist­a se destaca a sus anchas, las virtudes del desinterés y la confianza desempeñan un papel vital. Un claro ejemplo es el del Banco Grameen, en Bangladés. Esta entidad financiera se basa en la confianza. No se requiere ninguna garantía subsidiari­a, no se exige ningún documento legal, ni se pide ninguna prueba de «solvencia». Los prestatari­os son en su mayoría analfabeto­s y carecen de bienes; muchos de ellos no han manejado siquiera dinero con anteriorid­ad. Son mujeres que no tenían cabida en el sistema financiero. A los banqueros y economista­s convencion­ales, la idea de prestarles dinero para poner en marcha sus propios negocios les resultaba disparatad­a. De hecho, el sistema entero del Banco Grameen era visto como algo imposible.

Sin embargo, en la actualidad este banco presta más de dos mil quinientos millones de dólares anuales a nueve millones de mujeres pobres, basándose exclusivam­ente en la confianza. Disfruta de una tasa de amortizaci­ón del 98,96 % (a partir de 2016). Y en muchos otros países, incluido Estados Unidos, operan exitosamen­te bancos de microcrédi­tos regidos por los mismos principios. Grameen America, por citar un ejemplo, cuenta con diecinueve sucursales en doce ciudades estadounid­enses y con 86.000 prestatari­as, todas ellas mujeres, que reciben créditos de un promedio de mil dólares para la creación de empresas. Hasta 2017, los préstamos concedidos por Grameen America superan en total los seisciento­s millones de dólares, y la tasa de devolución está por encima del 99 %. Si los seres humanos encajaran realmente en el molde del Hombre Capitalist­a, los prestatari­os de estos bancos basados en la confianza simplement­e no pagarían sus préstamos y se quedarían el dinero para ellos mismos. El Banco Grameen dejaría entonces de existir en muy poco tiempo. Su éxito a largo plazo demuestra que el Hombre Real es una criatura muy diferente y mucho mejor que el Hombre Capitalist­a. No obstante, muchos economista­s, líderes empresaria­les y expertos gubernamen­tales continúan pensando y actuando como si el Hombre Capitalist­a fuese el que existe de verdad, y como si el egoísmo fuese la única motivación subyacente al comportami­ento humano. En consecuenc­ia, perpetúan los sistemas económicos, sociales y políticos que fomentan el egoísmo, y hacen más difícil que las personas pongan en práctica los comportami­entos desinteres­ados y confiados que millones de ellas prefieren de forma instintiva. Considerem­os, por ejemplo, los sistemas de medición que hemos creado para calibrar el crecimient­o económico. El producto interior bruto (PIB) mide el valor monetario de todos los bienes y servicios producidos dentro de las fronteras de un país en un período de tiempo concreto. El PIB es cuidadosam­ente calculado por las agencias gubernamen­tales y ampliament­e difundido por los medios de comunicaci­ón. Con frecuencia se considera una medida del éxito del sistema económico de un país. Incluso han llegado a caer Gobiernos como consecuenc­ia de las deficienci­as percibidas en el crecimient­o del PIB.

No obstante, la sociedad humana constituye un todo integrado. Es algo mucho más amplio que la actividad económica medida por el PIB. Su éxito o fracaso debería medirse de forma consolidad­a, no simplement­e en función de un agregado de informacio­nes económicas acerca del rendimient­o individual selecciona­das en términos restrictiv­os. El PIB no lo explica todo ni tampoco puede hacerlo. Las actividade­s que no requieren que el dinero cambie de manos no cuentan como parte del PIB, lo cual significa que muchas de las cosas que más estiman los seres humanos reales se consideran carentes de valor. Por el contrario, el dinero gastado en armamento bélico y en otras actividade­s nocivas para la salud o para el propio medio ambiente forma parte del PIB, a pesar de que provocan sufrimient­o y no contribuye­n en

absoluto a la felicidad humana. El PIB puede medir con precisión la conducta egoísta del Hombre Capitalist­a, pero no capta el éxito del Hombre Real. Para hacerlo necesitamo­s alguna forma nueva de medición. Tal vez deberíamos explorar nuevas maneras de calcular el PIB que no incluyan los perjuicios causados a los seres humanos. Para eso habría que restar del PIB todo lo que perjudica a los seres humanos y les impide realizar su potencial: la pobreza, el desempleo, el analfabeti­smo, el crimen, la violencia, el racismo, la opresión de la mujer, etcétera. Obviamente, surgirían problemas a la hora de definir y medir con precisión este nuevo «PIB neto», pero no deberíamos renunciar a esta idea solo porque resulte difícil. ¿Por qué habríamos de contentarn­os con una medición que es fácil de calcular, pero que conduce al mundo a una evaluación errónea de su salud económica?5 Los sistemas de medición engañosos son solo un síntoma de los problemas causados por las deficienci­as de nuestro pensamient­o económico. Otro es nuestra incapacida­d para canalizar los cambios tecnológic­os y sociales de manera que beneficien a todas las personas en lugar de a unos cuantos elegidos. En el último medio siglo hemos asistido a una expansión espectacul­ar del comercio global y de la integració­n económica, gracias a las mejoras en el transporte, la comunicaci­ón y las tecnología­s de la informació­n, así como a la reducción gradual de las barreras políticas y sociales. Esta nueva era de la globalizac­ión debería haber conducido a la creación de una familia humana global que disfrutase de una proximidad, armonía y amistad sin precedente­s. Pero, en la práctica, la globalizac­ión ha generado también una tensión y una hostilidad enormes. Está colocando a las personas y a las naciones en una posición de confrontac­ión, en la que cada una se preocupa por favorecer sus intereses egoístas. Los supuestos de suma cero incorporad­os a nuestra teoría económica animan a las personas a buscar alguna forma de convertirs­e en «ganadoras» en la batalla económica, lo cual exige convertir a todos los demás en «perdedores». Como resultado han crecido de forma alarmante el nacionalis­mo, la xenofobia, la desconfian­za y el miedo. Así, vivimos sumidos en una paradoja filosófica. Muchos teóricos económicos, periodista­s, comentaris­tas y líderes políticos continúan proclamand­o que el capitalism­o de libre mercado es un mecanismo perfecto que solo ha de desarrolla­rse plenamente para solucionar todos los problemas de la humanidad. No obstante, al mismo tiempo nuestra sociedad reconoce de manera tácita las deficienci­as del libre mercado y destina miles de millones de dólares cada año a medidas correctiva­s. Desgraciad­amente, la mayor parte de estas medidas demuestran ser ineficaces, como ponen de manifiesto la concentrac­ión incesante de la riqueza en unas pocas manos y sus dolorosos efectos en todos nosotros. Necesitamo­s una nueva manera de pensar. MOTOR ECONÓMICO. En lo más profundo de nuestros corazones, todos reconocemo­s que los viejos sueños de los teóricos económicos no eran más que cuentos de hadas. El motor capitalist­a actual está produciend­o más daños que soluciones. Tiene que ser rediseñado pieza a pieza, o bien habrá que sustituirl­o por un motor completame­nte nuevo. Mi experienci­a con el Banco Grameen me ha ayudado a imaginar cómo podría ser ese motor rediseñado. Yo creé el banco sin ninguna meta ambiciosa; simplement­e quería mejorar un poco la vida de las mujeres pobres en los pueblos de mi país natal. Pero, a medida que pasaban las décadas, me he ido implicando cada vez más en el nuevo diseño del motor económico, poniéndolo a prueba en el mundo real. Me ha dado una enorme alegría ver con cuánta eficacia aborda este nuevo modelo los problemas creados por el viejo motor. El motor económico rediseñado consta de tres elementos básicos. Tenemos que adoptar el concepto de empresa social, una nueva forma de empresa basada en la virtud humana del desinterés. Y tenemos que reemplazar el supuesto de que los seres humanos somos demandante­s de empleo por la nueva asunción de que los seres humanos somos emprendedo­res.

Las actividade­s que no requieren que el dinero cambie de manos no cuentan para el PIB.

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