La economía de pobreza cero:
el Nobel de la Paz en 2006 sostiene que el capitalismo interpreta al ser humano como alguien motivado por el egoísmo y lo ha convertido en máquinas de hacer dinero. Conocido como el “banquero de los pobres”, ofrece microcréditos -la mayoría mujeres- en 8.000 pueblos. Por Muhammad Yunus.
El nobel de la Paz en 2006 sostiene que el capitalismo interpreta al ser humano como alguien motivado por el egoísmo y lo ha convertido en máquinas de hacer dinero. Conocido como el "banquero de los pobres", ofrece microcréditos a más de nueve millones de prestatarios -la mayoría mujeres- en 8.000 pueblos.
Dos microcréditos posibilitaron que millones de personas salieran de la pobreza y esto ayudó a poner de manifiesto las deficiencias de un sistema bancario tradicional que negaba sus servicios a quienes más los necesitaban: las personas más pobres del mundo. Este es solo uno de los muchos problemas interrelacionados que sufren los pobres, como, por ejemplo, la falta de servicios institucionales, la falta de agua potable limpia y de instalaciones sanitarias, la carencia de asistencia sanitaria, la educación insuficiente, las viviendas precarias, la falta de acceso a la energía, el abandono en la vejez, entre muchos otros. Pero estos problemas no están restringidos a los países en vías de desarrollo. En mis viajes por el mundo he descubierto que las personas con bajos ingresos que residen en las naciones más ricas están padeciendo muchos de esos mismos problemas. Como afirma Angus Deaton, premio Nobel de Economía: «Si uno tuviera que elegir entre vivir en un pueblo pobre de la India y vivir en el Delta del Misisipi o en un suburbio de Milwaukee en un estacionamiento repleto de casas rodantes, no estoy seguro de dónde tendría una vida mejor».
Las dificultades que acosan a los pobres en todo el mundo reflejan un problema económico y social de mayores dimensiones: el problema de la desigualdad creciente causada por la concentración incesante de riqueza. La desigualdad es un tema candente en política desde hace mucho tiempo. En los últimos años han surgido poderosos movimientos políticos y sociales e iniciativas bastante ambiciosas que intentan abordar este problema. Se ha derramado también mucha sangre por causa de este asunto. Pero el problema está más lejos de resolverse que nunca. De hecho, son muchas las pruebas que demuestran que, en las últimas décadas, el problema de la brecha cada vez más pronunciada en la riqueza individual ha empeorado. A medida que crece la economía, también lo hace la concentración de la riqueza. Esta tendencia ha continuado e incluso se ha acelerado pese a los efectos positivos que han tenido los programas de desarrollo nacional e internacional, las políticas de redistribución de la renta y otras iniciativas dirigidas a aliviar los problemas de las personas con ingresos bajos. Los microcréditos y otros programas de ayuda han permitido a mucha gente salir de la pobreza, pero al mismo tiempo los más ricos han seguido reclamando
una proporción mayor de la riqueza mundial. La tendencia hacia una concentración creciente de la riqueza resulta peligrosa, ya que representa una amenaza para el progreso humano, para la cohesión social, para los derechos humanos y para la propia democracia. Un mundo en el que la riqueza se concentra en unas pocas manos es también un mundo en el que el poder político es controlado por unos cuantos, que lo utilizan en su propio beneficio. Conforme aumenta la concentración de riqueza dentro de cada país, aumenta asimismo en unas naciones más que en otras. Incluso cuando millones de pobres se esfuerzan salir de la pobreza, la mayor parte de la riqueza mundial sigue estando concentrada en media docena de países.
A medida que crecen la brecha de riqueza y la brecha de poder, se agudizan inevitablemente la desconfianza, el resentimiento y la ira, lo que empuja al mundo hacia la convulsión social e incrementa la probabilidad de conflictos armados entre naciones. Oxfam es una confederación internacional de dieciocho organizaciones sin fines de lucro, centradas en el alivio de la pobreza global. Los expertos de Oxfam han estado estudiando el problema de la creciente concentración de la riqueza. Los datos que han mostrado son auténticamente espeluznantes. En 2010, Oxfam denunció que las 388 personas más ricas del mundo poseían más riqueza que la mitad más pobre de la población mundial, grupo que incluía aproximadamente a 3.300 millones de seres humanos. En aquel momento se consideró una estadística alarmante y como tal se denunció en el mundo entero. Pero desde entonces el problema se ha agravado considerablemente. En enero de 2017, Oxfam anunció que el grupo ultraprivilegiado cuya riqueza excede a la de la mitad más pobre de la población mundial ha quedado reducido a ocho personas nada más, a pesar de que los integrantes de la mitad más pobre se han incrementado hasta alcanzar los 3.600 millones, aproximadamente.2 Los diarios publicaron las fotos de estas ocho personas. Se trata de individuos famosos y muy respetados: líderes empresariales de Estados Unidos, como Bill Gates, Warren Buffett y Jeff Bezos, y de otros países, como Amancio Ortega, de España, y Carlos Slim Helú, de México. Esta información es tan increíble que cuesta tiempo digerirla. Y a la vez nos lleva a pensar muchas preguntas. Por ejemplo: ¿qué ocurre con el tejido social en un país en el que un puñado de personas controla la mayor parte de la riqueza nacional? Cuando llegamos al punto en que una sola persona controla una enorme porción de la riqueza de un país, ¿qué podrá impedir que esa misma persona imponga su voluntad a la nación? Implícita o explícitamente, sus deseos acabarán convirtiéndose en la ley vigente. Esto podría suceder fácilmente en un país de bajos ingresos como Bangladés. Pero ahora descubrimos que también puede ocurrir en un país rico como Estados Unidos. En su campaña presidencial de 2016, el senador Bernie Sanders señalaba con frecuencia que el 0,1 % de los estadounidenses posee tanta riqueza como el 90 % restante, una afirmación respaldada por los datos de sólidas investigaciones realizadas por fuentes independientes como la Oficina Nacional de Investigación Económica.3 Asimismo señalaba que la familia Walton, propietaria de Walmart, acumula más riqueza que el 40 % de la población estadounidense; otra afirmación corroborada por las investigaciones efectuadas por verificadores de datos imparciales.4 Para un país resulta peligroso permitir tamaña concentración de riqueza y de poder en tan pocas manos. Tal vez no sorprenda que, en Estados Unidos, las elecciones presidenciales terminaran inclinándose por un hombre que prácticamente no contaba con más credenciales como líder nacional que su inmensa fortuna personal.
ENGENDRANDO DESIGUALDAD. Muchos rasgos específicos del paisaje financiero y político de nuestros días han contribuido al problema de la concentración de la riqueza. Pero lo cierto es que la concentración de la riqueza constituye, básicamente, un proceso incesante y prácticamente inevitable en el sistema económico actual. Contrariamente a la creencia popular, los más ricos no son necesariamente unos malvados manipuladores que han acomodado el sistema mediante el soborno o la corrupción. En realidad, el sistema capitalista actual opera en su favor. La riqueza actúa como un imán; y el imán más grande atrae de forma natural a los más pequeños. Así es como está construido el sistema económico imperante en nuestro mundo. Y la mayoría de la gente otorga su apoyo tácito a este sistema. La gente envidia a las personas muy ricas, pero normalmente no las ataca. A los niños pequeños se les anima para que intenten llegar a ser ricos de mayores. En cambio, a los pobres, carentes de imán, les resulta difícil atraer algo hacia ellos. Si logran hacerse con un pequeño imán, les cuesta mucho retenerlo. Los imanes más grandes ejercen una atracción casi irresistible. Las fuerzas unidireccionales de la concentración de riqueza continúan modificando la forma del gráfico de la riqueza, convirtiéndolo en una pared que se eleva hacia el cielo en el porcentaje más alto de la escala de riqueza, en tanto que las columnas que representan al resto de la población apenas se elevan sobre el suelo. Una estructura como esta resulta insostenible. Tanto social como políticamente es una bomba de relojería, que en su momento destruirá todo cuanto hemos creado a lo largo de los años. Sin embargo, se trata de una realidad aterradora que ha cobrado forma en nuestro entorno, mientras estábamos ocupados con nuestras vidas cotidianas, ignorando las señales de advertencia. No es esto lo que nos enseñaron a esperar los promotores de la visión tradicional del capitalismo. Desde que apareció el capitalismo moderno hace unos doscientos cincuenta años, la concepción del libre mercado como un regulador natural de la riqueza se ha aceptado de forma generalizada. A muchos de nosotros nos han enseñado que una «mano invisible» garantiza la competencia en la economía, contribuyendo al equilibrio de los mercados y generando beneficios sociales que son compartidos automáticamente por todo el mundo. Supuestamente, los mercados libres dedicados en exclusiva a la búsqueda
El 0,1 % de los estadounidenses posee tanta riqueza como el 90 % restante.
Nos han enseñado que una «mano invisible» garantiza la competencia en la economía.
de beneficio mejoran la calidad de vida de todos los ciudadanos. Efectivamente, el capitalismo ha estimulado la innovación y el crecimiento económico. Pero en un mundo en el que se dispara la desigualdad, cada vez son más los que se preguntan si la mano invisible genera beneficios para la sociedad en su conjunto. La respuesta parece evidente. En cierto modo, la mano invisible prefiere a los más ricos porque, de lo contrario, ¿cómo podría continuar aumentando la enorme concentración actual de la riqueza? Muchos de nosotros fuimos educados en la creencia de que «el crecimiento económico es una marea creciente que levanta todos los barcos». Este dicho ignora la terrible situación de los millones de personas que se aferran a balsas rotas o que no tienen barco alguno. En su exitoso libro El capital en el siglo XXI, el economista Thomas Piketty ofrecía un análisis exhaustivo de la tendencia del capitalismo contemporáneo a acrecentar la desigualdad económica. Su diagnóstico del problema estimuló el debate en todo el mundo. Piketty estaba esencialmente en lo cierto en cuanto a la naturaleza del problema. Pero su propuesta de solución, basada principalmente en una tributación progresiva para corregir los desequilibrios en materia de ingresos, no estaba a la altura de la tarea. Necesitamos un cambio más importante en nuestra manera de concebir la economía. Es hora de admitir que la visión neoclásica del capitalismo no ofrece solución alguna a los problemas económicos a los que nos enfrentamos. Sin duda ha producido avances tecnológicos asombrosos y acumulaciones colosales de riqueza, pero a costa de crear una desigualdad enorme y los terribles problemas humanos fomentados por esta. Por eso tenemos que abandonar nuestra fe incondicional en el poder de los mercados centrados en el beneficio personal para solucionar cualquier desajuste, y admitir que los problemas de desigualdad no se van a resolver mediante el funcionamiento natural de la economía tal como está estructurada en la actualidad. Al contrario, los problemas se agudizarán a gran velocidad. No se trata de un asunto que afecte únicamente a los «perdedores» en el juego de la competencia capitalista, que de hecho constituyen la inmensa mayoría de la población mundial. Ejerce asimismo su impacto en el entorno social y político, sea nacional o mundial, en el progreso económico y en la calidad de vida de todos nosotros, incluida la minoría adinerada. El crecimiento de la desigualdad ha traído como consecuencia la agitación social, la polarización política y las tensiones crecientes entre distintos grupos de la sociedad. Es algo subyacente en fenómenos tan variados como el movimiento Occupy, el Tea Party y la Primavera Árabe; la aprobación del brexit en el Reino Unido; la elección de Donald Trump; y el crecimiento del nacionalismo de derecha, el racismo y los grupos que promueven el odio en Europa y Estados Unidos. Quienes se sienten desheredados y carentes de perspectivas de futuro ven crecer progresivamente su desencanto y su ira. Nuestro mundo ha quedado drásticamente dividido entre ricos y pobres, dos grupos que comparten bien poco excepto un sentimiento mutuo de desconfianza, de temor y de hostilidad. Esta desconfianza no hará más que acentuarse a medida que las tecnologías de la información y la comunicación continúen propagándose por el segmento más bajo de la población, haciendo que sus integrantes cobren una conciencia aun mayor de las injustas circunstancias adversas que sufren. No es una situación cómoda para nadie, ni siquiera para los que ocupan la cúspide de la pirámide social en un momento dado. ¿Acaso disfrutan de la vida los ricos y poderosos, atrincherados detrás de las rejas de sus comunidades cerradas, escondiéndose de las realidades existenciales que experimenta el 99 % de la población? ¿Les gusta tener que desviar la mirada de las personas hambrientas y sin techo con las que se cruzan por la calle? ¿Disfrutan utilizando las herramientas del Estado, incluidos sus poderes policiales y otras formas de coerción, para reprimir las ine vitables protestas organizadas por los de abajo? ¿De veras desean que sus hijos y nietos hereden esta clase de mundo? Creo que, para la mayoría de los ricos, la respuesta es que no. No creo que la riqueza de los ricos sea fruto de su maldad. Muchos de ellos son buenas personas, que sencillamente se sirvieron del sistema económico imperante para llegar a lo alto de la escala social. Y gran parte de ellos comparten el sentimiento de desasosiego tan extendido en nuestras sociedades por vivir en un mundo drásticamente escindido entre ricos y pobres. Queda comprobado con las grandes sumas de dinero donadas a causas benéficas, ya sea en forma de donativos individuales a organizaciones sin fines de lucro o mediante la constitución de fundaciones filantrópicas. Cada año se entregan cientos de miles de millones de dólares a las instituciones benéficas. La mayoría de las corporaciones empresariales dedican también un porcentaje de sus beneficios a proyectos de servicio a la comunidad y donaciones benéficas en pro de la «responsabilidad social», aun cuando sus dirigentes se declaren leales a la doctrina de que la maximización del beneficio es la única función válida de toda empresa.
Además, prácticamente todas las sociedades dedican una porción significativa de sus ingresos fiscales a los programas de bienestar que financian la asistencia sanitaria y alimentaria, la ayuda a la vivienda y otras formas de contribuir a mejorar la suerte de los más pobres. Con frecuencia estos esfuerzos resultan insuficientes y están mal diseñados. No obstante, su propia existencia demuestra que la mayoría de los miembros de la sociedad sienten verdaderamente la obligación de hacer algo para reducir la desigualdad extrema, que priva a tantos millones de personas de los recursos necesarios para tener una existencia segura y satisfactoria. Los programas benéficos y asistenciales son medidas bienintencionadas para aliviar los daños provocados por el sistema capitalista. Pero para solucionarlos de verdad es necesario cambiar el propio sistema.
HOMBRE CAPITALISTA. El problema sistémico parte de nuestras asunciones acerca de la naturaleza humana. La indiferencia hacia otros seres humanos se encuentra profundamente arraigada en el marco conceptual
El crecimiento de la desigualdad ha traído la agitación social y la polarización política.
de la economía contemporánea. La teoría económica neoclásica se basa en la creencia de que el ser humano es esencialmente un ser que busca el beneficio personal. Asume que la maximización del beneficio personal constituye el núcleo de la racionalidad económica. Esta idea alienta una forma de comportamiento con respecto a otras personas que merece ser descrita con palabras mucho más duras que la mera indiferencia: es más bien codicia, explotación y egoísmo. Según muchos teóricos de la economía, el egoísmo no es siquiera un problema; es, en realidad, la virtud superior del Hombre Capitalista. A mí, personalmente, no me gustaría vivir en un mundo en el que el egoísmo fuese la virtud superior. Pero el problema más profundo de la teoría económica está en su tajante escisión con respecto a la realidad. Por suerte, en el mundo real casi nadie se comporta con el egoísmo extremo que gobierna supuestamente al Hombre Capitalista. Y mientras discutimos sobre el Hombre Capitalista, puede que nos preguntemos si esta expresión se refiere también, supuestamente, a la Mujer Capitalista. ¿Aluden a lo mismo? ¿Se incluye a la Mujer Capitalista en la expresión «Hombre Capitalista»? ¿O debemos crear una Persona Real que represente a ambos? La Persona Real es un compuesto de muchas cualidades. Disfruta y estima las relaciones con otros seres humanos. Las Personas Reales son a veces egoístas, pero también cariñosas, confiadas y desinteresadas. No solo trabajan para conseguir dinero para ellas mismas, sino también para beneficiar a otros; para mejorar la sociedad, para proteger el medio ambiente, y para contribuir a traer más alegría, belleza y amor al mundo. Son muchas las pruebas que demuestran la existencia de estos impulsos altruistas. Si no existieran, nadie desempeñaría los trabajos difíciles que hacen de nuestro mundo un lugar mejor. El hecho de que millones de personas del mundo entero decidan ser profesores, trabajadores sociales, enfermeros y bomberos, cuando tienen a su disposición otras formas de ganarse la vida con comodidad, demuestra que el egoísmo no es un valor universal. Otra de las pruebas es que millones de personas trabajen para ayudar a otras en sus comunidades como activistas sociales, trabajadores sin fines de lucro, voluntarios, consejeros y mentores. Incluso en el mundo de los negocios, en el que cabría asumir que el Hombre Capitalista se destaca a sus anchas, las virtudes del desinterés y la confianza desempeñan un papel vital. Un claro ejemplo es el del Banco Grameen, en Bangladés. Esta entidad financiera se basa en la confianza. No se requiere ninguna garantía subsidiaria, no se exige ningún documento legal, ni se pide ninguna prueba de «solvencia». Los prestatarios son en su mayoría analfabetos y carecen de bienes; muchos de ellos no han manejado siquiera dinero con anterioridad. Son mujeres que no tenían cabida en el sistema financiero. A los banqueros y economistas convencionales, la idea de prestarles dinero para poner en marcha sus propios negocios les resultaba disparatada. De hecho, el sistema entero del Banco Grameen era visto como algo imposible.
Sin embargo, en la actualidad este banco presta más de dos mil quinientos millones de dólares anuales a nueve millones de mujeres pobres, basándose exclusivamente en la confianza. Disfruta de una tasa de amortización del 98,96 % (a partir de 2016). Y en muchos otros países, incluido Estados Unidos, operan exitosamente bancos de microcréditos regidos por los mismos principios. Grameen America, por citar un ejemplo, cuenta con diecinueve sucursales en doce ciudades estadounidenses y con 86.000 prestatarias, todas ellas mujeres, que reciben créditos de un promedio de mil dólares para la creación de empresas. Hasta 2017, los préstamos concedidos por Grameen America superan en total los seiscientos millones de dólares, y la tasa de devolución está por encima del 99 %. Si los seres humanos encajaran realmente en el molde del Hombre Capitalista, los prestatarios de estos bancos basados en la confianza simplemente no pagarían sus préstamos y se quedarían el dinero para ellos mismos. El Banco Grameen dejaría entonces de existir en muy poco tiempo. Su éxito a largo plazo demuestra que el Hombre Real es una criatura muy diferente y mucho mejor que el Hombre Capitalista. No obstante, muchos economistas, líderes empresariales y expertos gubernamentales continúan pensando y actuando como si el Hombre Capitalista fuese el que existe de verdad, y como si el egoísmo fuese la única motivación subyacente al comportamiento humano. En consecuencia, perpetúan los sistemas económicos, sociales y políticos que fomentan el egoísmo, y hacen más difícil que las personas pongan en práctica los comportamientos desinteresados y confiados que millones de ellas prefieren de forma instintiva. Consideremos, por ejemplo, los sistemas de medición que hemos creado para calibrar el crecimiento económico. El producto interior bruto (PIB) mide el valor monetario de todos los bienes y servicios producidos dentro de las fronteras de un país en un período de tiempo concreto. El PIB es cuidadosamente calculado por las agencias gubernamentales y ampliamente difundido por los medios de comunicación. Con frecuencia se considera una medida del éxito del sistema económico de un país. Incluso han llegado a caer Gobiernos como consecuencia de las deficiencias percibidas en el crecimiento del PIB.
No obstante, la sociedad humana constituye un todo integrado. Es algo mucho más amplio que la actividad económica medida por el PIB. Su éxito o fracaso debería medirse de forma consolidada, no simplemente en función de un agregado de informaciones económicas acerca del rendimiento individual seleccionadas en términos restrictivos. El PIB no lo explica todo ni tampoco puede hacerlo. Las actividades que no requieren que el dinero cambie de manos no cuentan como parte del PIB, lo cual significa que muchas de las cosas que más estiman los seres humanos reales se consideran carentes de valor. Por el contrario, el dinero gastado en armamento bélico y en otras actividades nocivas para la salud o para el propio medio ambiente forma parte del PIB, a pesar de que provocan sufrimiento y no contribuyen en
absoluto a la felicidad humana. El PIB puede medir con precisión la conducta egoísta del Hombre Capitalista, pero no capta el éxito del Hombre Real. Para hacerlo necesitamos alguna forma nueva de medición. Tal vez deberíamos explorar nuevas maneras de calcular el PIB que no incluyan los perjuicios causados a los seres humanos. Para eso habría que restar del PIB todo lo que perjudica a los seres humanos y les impide realizar su potencial: la pobreza, el desempleo, el analfabetismo, el crimen, la violencia, el racismo, la opresión de la mujer, etcétera. Obviamente, surgirían problemas a la hora de definir y medir con precisión este nuevo «PIB neto», pero no deberíamos renunciar a esta idea solo porque resulte difícil. ¿Por qué habríamos de contentarnos con una medición que es fácil de calcular, pero que conduce al mundo a una evaluación errónea de su salud económica?5 Los sistemas de medición engañosos son solo un síntoma de los problemas causados por las deficiencias de nuestro pensamiento económico. Otro es nuestra incapacidad para canalizar los cambios tecnológicos y sociales de manera que beneficien a todas las personas en lugar de a unos cuantos elegidos. En el último medio siglo hemos asistido a una expansión espectacular del comercio global y de la integración económica, gracias a las mejoras en el transporte, la comunicación y las tecnologías de la información, así como a la reducción gradual de las barreras políticas y sociales. Esta nueva era de la globalización debería haber conducido a la creación de una familia humana global que disfrutase de una proximidad, armonía y amistad sin precedentes. Pero, en la práctica, la globalización ha generado también una tensión y una hostilidad enormes. Está colocando a las personas y a las naciones en una posición de confrontación, en la que cada una se preocupa por favorecer sus intereses egoístas. Los supuestos de suma cero incorporados a nuestra teoría económica animan a las personas a buscar alguna forma de convertirse en «ganadoras» en la batalla económica, lo cual exige convertir a todos los demás en «perdedores». Como resultado han crecido de forma alarmante el nacionalismo, la xenofobia, la desconfianza y el miedo. Así, vivimos sumidos en una paradoja filosófica. Muchos teóricos económicos, periodistas, comentaristas y líderes políticos continúan proclamando que el capitalismo de libre mercado es un mecanismo perfecto que solo ha de desarrollarse plenamente para solucionar todos los problemas de la humanidad. No obstante, al mismo tiempo nuestra sociedad reconoce de manera tácita las deficiencias del libre mercado y destina miles de millones de dólares cada año a medidas correctivas. Desgraciadamente, la mayor parte de estas medidas demuestran ser ineficaces, como ponen de manifiesto la concentración incesante de la riqueza en unas pocas manos y sus dolorosos efectos en todos nosotros. Necesitamos una nueva manera de pensar. MOTOR ECONÓMICO. En lo más profundo de nuestros corazones, todos reconocemos que los viejos sueños de los teóricos económicos no eran más que cuentos de hadas. El motor capitalista actual está produciendo más daños que soluciones. Tiene que ser rediseñado pieza a pieza, o bien habrá que sustituirlo por un motor completamente nuevo. Mi experiencia con el Banco Grameen me ha ayudado a imaginar cómo podría ser ese motor rediseñado. Yo creé el banco sin ninguna meta ambiciosa; simplemente quería mejorar un poco la vida de las mujeres pobres en los pueblos de mi país natal. Pero, a medida que pasaban las décadas, me he ido implicando cada vez más en el nuevo diseño del motor económico, poniéndolo a prueba en el mundo real. Me ha dado una enorme alegría ver con cuánta eficacia aborda este nuevo modelo los problemas creados por el viejo motor. El motor económico rediseñado consta de tres elementos básicos. Tenemos que adoptar el concepto de empresa social, una nueva forma de empresa basada en la virtud humana del desinterés. Y tenemos que reemplazar el supuesto de que los seres humanos somos demandantes de empleo por la nueva asunción de que los seres humanos somos emprendedores.
Las actividades que no requieren que el dinero cambie de manos no cuentan para el PIB.