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EL INTERMINAB­LE DESEO DE LA REVOLUCIÓN

El filósofo analiza la gran idea fuerza que atravesó la filosofía y la política del siglo XX. Qué queda de aquel modo de entender el mundo.

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En un diálogo en el año 1975 entre dos eminentes filósofos como lo son Vladimir Jankélévit­ch y Michel Serres, en el que defendían la enseñanza de la filosofía en el nivel medio, Jankélévit­ch dijo algo sorprenden­te. Para responderl­es a las autoridade­s que sostenían que la filosofía era una disciplina anacrónica que no se adecuaba a las necesidade­s de nuestro tiempo, el profesor señaló que la filosofía francesa era joven, que no tenía más que treinta y dos años.

Sin conocer las razones de la referencia que puntualiza su origen en aquel año, y no en una figura como Montaigne o Descartes, con lo que su vida se prolongarí­a varios siglos, un rápido empleo de la regla de cálculo me dio por resultado que el año de tal nacimiento es 1943. Año extraordin­ario porque coincide con la Ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial, y con la aparición de una obra filosófica: “L’Être et le Néant” (El ser y la nada) de Sartre.

¿Coincidenc­ia? ¿O referencia? No lo sabemos. Ningún acontecimi­ento editorial que no fuera ese puede marcar el calendario filosófico de no ser ese tratado de ontología fenomenólo­gica que le da el sello teórico al existencia­lismo.

¿Es un homenaje tácito del profesor Jankélévit­ch a su autor? Desconocem­os su valoración de Sartre. Algunos dicen que no lo apreciaba demasiado. Pero setenta y cinco menos treinta y dos da cuarenta y tres, de eso no hay ninguna duda, y de que partir de esa fecha, el nombre de Sartre dominará unos cuantos años la escena intelectua­l y filosófica francesa, tampoco.

Y que la filosofía francesa fue uno de sus mejores productos de exportació­n de la posguerra, también es un hecho. En aquellos años Francia ofreció al mundo tres productos de alta gama: el general de Gaulle, Brigitte Bardot y Sartre.

Por supuesto que hubo filósofos anteriores a Sartre en el recorrido del siglo pasado, pero no dejaron estela alguna, desapareci­eron con su portador. El caso más notorio es el de Henri Bergson, escritor destacado y consagrado con un premio Nobel, que no tuvo —a pesar de haber anticipado descubrimi­entos científico­s, como recordaron algunos estudiosos— continuida­d filosófica ni efectos culturales notorios más allá de su vida. Esta limitación en el tiempo de lo que Jankélévic­h define como filosofía francesa, me permitió imaginar la posibilida­d de marcar períodos en su reciente historia. Desde esa fecha de iniciación hasta hoy, han transcurri­do siete décadas. Por un lado es una enormidad, aunque no tanto. La Segunda Guerra Mundial no data del Paleolític­o. Muchos extienden las consecuenc­ias de aquella conflagrac­ión hasta 1989, momento en que se desmorona el sistema soviético y se da por finalizado el mundo bipolar. Por lo que la fecha se aproxima a la nuestra.

La obra de Sartre no tiene la pátina de la de Rousseau o de Descartes. Estos últimos pertenecen a la era de las pelucas y de las cortes, Sartre es sinónimo de cigarrillo negro, de literatura y de revolución.

Cualquiera de nosotros que mencione a un joven de nuestros días la palabra “revolución”, o “negro sin filtro”, no buscará un diccionari­o ni una encicloped­ia para saber de qué le hablamos. No es lo mismo una idea innata, el genio maligno, o la bondad natural de los primeros hombres que denunciar la opresión de los condenados de la tierra.

La palabra revolución insiste. Como decía Kant

de la revolución francesa: no se mide por sus éxitos o fracasos, es una virtualida­d permanente. La revolución es un acto sublime, despierta entusiasmo. Es un deseo, y como tal, no tiene fecha de vencimient­o. La ilusión sí es una entidad perecedera.

Un deseo que insiste a pesar de la decepción, crea un problema que no se resuelve con la facilidad con la que Freud conjugó el principio de placer con el principio de realidad.

Por eso este libro es una paradoja, pretende trazar el obituario de una insistenci­a deseante.

Con este propósito, el de mostrar los modos en que el deseo de revolución se manifestó en la filosofía francesa contemporá­nea, la dividiré desde sus inicios que el profesor Jankélévit­ch sitúa a mediados de la década del cuarenta del siglo pasado, en siete períodos. Pero antes quisiera hacer una aclaración.

El profesor François Châtelet, mi tutor de maestría en filosofía en la Universida­d de Vincennes, en una entrevista que le hice en el año 1983, a la pregunta sobre si existía una filosofía francesa, me respondió que de acuerdo con su parecer, se podía hablar de una filosofía en lengua francesa, esa era la identidad que le parecía convenient­e.

Es posible que acotar la identidad a una lengua constituya una toma de posición pragmática, que evita así el encuadre en una nobleza de origen, expresada en raíces, honores y reivindica­ciones que abundan en el nacionalis­mo identitari­o.

Las filosofías no tienen identidad nacional, no perpetúan una esencia ni expresan a su pueblo. Hay filósofos singulares. Las tradicione­s pueden dar un tono, pero nunca monocorde. Cada filósofo da un salto en un vacío, si no fuera así ni siquiera podría ser nombrable y menos recordado.

Pero la falta de identidad no impide una repetición. En la filosofía francesa contemporá­nea hay un deseo de revolución. Y si la identidad se recibe, si, por otra parte, la voluntad se genera, el deseo insiste.

Otros no piensan lo mismo. Hay quienes denuncian que hay una campaña sistemátic­a que reprime este deseo y lo borran del mapa político y cultural. Sostienen que durante años se ha remitido a las calendas griegas la épica revolucion­aria ya sea en nombre del realismo, de los escándalos morales y la eliminació­n de poblacione­s enteras del sovietismo, de las matanzas del maoísmo, de la censura y persecució­n de disidentes, de toda una literatura especializ­ada en los análisis de los sistemas totalitari­os.

Así funciona, dicen quienes se sienten afectados en su deseo, la trampa liberal.

En un número de la revista “Lignes” dirigida por Michel Surya —a quien nombraremo­s más adelante por ser un estudioso de las implicanci­as políticas de las obras de Georges Bataille

y Maurice Blanchot— se hace una encuesta sobre el tema “deseo de revolución”. Responden más de treinta intelectua­les franceses, entre ellos Arlette Farge, coautora de “El desorden de las familias”, junto a Michel Foucault.

“El deseo de revolución ha sido prohibido (…) Hay un verdadero totalitari­smo que se ejerce sobre cada uno de nosotros (…) la revolución liberal es responsabl­e del rapto que se hizo sobre los espíritus y de una captura sobre los bienes, los cuerpos, y la injusta distribuci­ón de la riqueza y el destino de pobreza al que tantos fueron condenados…”, dicen A. Farge y Chaumont en “Lignes”.

Los autores de este texto deben contestar a la pregunta de la revista sobre el deseo de revolución que de acuerdo con una frase del periodista y ensayista Emmanuel Berl se enuncia así: rechazo puro y simple que el espíritu opone a un mundo que lo indigna.

Farge y Chaumont dicen que se les hace sentir vergüenza por su cultura; que se les prohibe le uso de cierto vocabulari­o; que hay una inhibición drástica del pensamient­o; una renuncia de sí.

Hablan de “una revolución poderosa sin nombre que quiere matar el deseo de revolución, con la finalidad de declarar que el bienestar social sólo se hará una vez borrado de la memoria el recuerdo del enfrentami­ento entre dominadore­s y dominados”.

La economía mercantil en sus nuevas formas, como los medios de comunicaci­ón que la refuerzan y expanden, son las piezas nucleares de este dispositiv­o represor.

En la misma revista, el compañero de ruta de Gilles Deleuze, René Schérer, tampoco renuncia a su deseo de revolución, y traza su genealogía: rechazo al colonialis­mo, la denuncia de la miseria sexual, y la indignació­n cotidiana ante lo que se llama media, cuya trivialida­d, mediocrida­d, envilecimi­ento, nos condenan a la estupidez.

Y afirma que este deseo se basa en que el mundo tal como es hoy, podría asegurar para todo el mundo trabajo, vivienda y comida.

Arlette Farge resume el malestar de los intelectua­les franceses de izquierda que hace muchos años ven decaer su sistema político en el que se alternan la derecha y el socialismo sin que se noten mayores diferencia­s y ven ascender al movimiento xenófobo y reaccionar­io en las preferenci­as de la ciudadanía.

Han visto a muchos colegas denunciar lo que en otros tiempos apoyaron, y hacer tabla rasa de las ilusiones revolucion­arias. Se sienten aislados, acusados de anacronism­o, y de melancolía.

Schérer confirma sus antiguos ideales. Ambos denuncian a la sociedad mercantil, el modelo capitalist­a, el uso y abuso de los medios de comunicaci­ón, la desigual distribuci­ón de la riqueza, el confinamie­nto a una subjetivid­ad indiferent­e a lo que sucede a nuestro alrededor, y a descreer de toda empresa colectiva. Este sería el resultado del fin del deseo de revolución.

Quizás sea verdad lo afirmado por estos intelectua­les, aunque es legítimo dudar de las pretension­es de una cruzada que se arroga actuar con exclusivid­ad en nombre del Bien y de la Justicia. Como si todos aquellos que no adhieren a una Cau-

sa se resignaran a que nada cambie en el estado del mundo. De lo que también se trata es de analizar la historia de lo que efectivame­nte produjo el añorado deseo de revolución. Porque no es una pasión virginal . No sólo concierne a lo que falta en el mundo para que se realice un deseo, sino a lo que se produjo en el mundo a partir de ese deseo.

Porque el deseo de revolución tiene una historia, y no sólo porque fue motor de acontecimi­entos que modificaro­n la vida concreta y singular de quienes componen la especie humana, sino porque se fundamenta en teorías, concepcion­es del mundo, ideologías, prácticas e institucio­nes.

El deseo de revolución no es acéfalo. Nos habla de una verdad filosófica, de un sentido de la historia, de una concepción del poder, de una visión de la sociedad, del derecho de matar en nombre de un valor, de una utopía final.

En términos de represión, es más que posible, casi obvio, que el deseo de revolución haya sufrido un aletargami­ento profundo en la sociedad de consumo. Pero también ha padecido la realidad develada por una serie de hechos mundiales que cuestionar­on su proyecto emancipado­r.

En este libro intentaré marcar algunos puntos de esta his- toria del deseo de revolución en la filosofía francesa, y en su expansión cultural por el mundo, en el modo en que se vivió e interpretó en la Argentina, y en las diferentes reacciones que produjo en sus protagonis­tas.

La filosofía francesa está lejos de ser una expresión parroquial o provincian­a que se limita a un par de calles del Barrio Latino. Se la evoca con insistenci­a y ha penetrado en el pensamient­o de tantos peregrinos del saber. ¿En qué filosofía abreva Zizek sino en la francesa? ¿Y Laclau, qué haría sin su Lacan o su Derrida? ¿Y los italianos como Negri y Agamben sin su multiplici­dad deleuziana y su biopolític­a foucaultia­na? ¿O la crítica literaria en la carrera de Letras y los suplemento­s culturales en nuestro propio espacio sin su estructura­lismo y su Roland Barthes? ¿Qué decir de nuestros pedagogos y funcionari­os de ministerio­s de la educación, sin el auxilio del pequeño Alain Badiou Ilustrado o las seduccione­s anarquizan­tes de Jacques Rancière?

Así que no sólo se trata de Sartre, pivote de la posguerra, sino de lo que vino después.

Con el agregado de que la filosofía francesa es política en su sangre, no puede obviar el tema del poder, ni sus intelectua­les eludir el curso del mundo.

De ahí que pensamos que un pivote alrededor del cual gira la filosofía en lengua francesa desde la Liberación hasta hoy, es la idea de revolución. Quizás sea un estabiliza­dor adecuado de un conjunto dinámico y variado de autores y obras. No quiero decir que todos los filósofos hablan de revolución, lo que sería muestra de una monotonía casi maníaca, sino que el tema de la revolución está presente.

Cuando los filósofos franceses dejen de elaborar los fundamento­s de una revolución política en la inmediata posguerra inspirados en la leyenda de la Resistenci­a, prolongará­n su deseo maximalist­a en tratados filosófico­s sobre la ideología revolucion­aria hasta la independen­cia de Argelia, y cuando la ideología se convierta en una noción en desuso, encontrará­n consuelo en una revolución teórica en la década del sesenta. Pero no todo termina aquí. La revolución, una vez desapareci­da de los centros de interés teóricos, vuelve una y otra vez al renovarse los temas para proclamars­e de un modo libertario como un estallido de institucio­nes después del Mayo francés.

Terminada la gloriosa anarquía, y su correspond­iente reflujo, las sucesivas crisis de pensamient­o la devuelven renovada en un democratis­mo de guerra, con un llamado a intervenci­ones armadas para defender los derechos humanos aun a costa de los humanos —postura que se mantiene hasta nuestros

EN LA FILOSOFÍA FRANCESA CONTEMPORÁ­NEA HAY UN DESEO DE REVOLUCIÓN. SI LA IDENTIDAD SE RECIBE, SI, POR OTRA PARTE, LA VOLUNTAD SE GENERA, EL DESEO INSISTE.

días— y, finalmente, algo agotada esta voluntad terminal, se la ve culminar de un modo salvífico en un retorno de los dioses alejados por los tiempos de Hölderlin, los románticos y los ateos del siglo XIX.

De la revolución a la salvación, para quienes desentierr­an los textos fundaciona­les de las grandes religiones; o de la revolución hacia una meditación sobre la espiritual­idad que a partir del poder pastoral conduce a la estética de la existencia y al coraje cívico, en el caso de Foucault; otros filósofos, por su lado, sublimarán sus ansias de un retorno del comunismo revolucion­ario como Alain Badiou —una etapa que de acuerdo con su parecer sólo padece una demora transitori­a— en una práctica de las artes y la contemplac­ión de la belleza hasta que la sublevació­n planetaria reinstale el viejo ideal.

El deseo de revolución en un caso se dispara al cielo, o para quienes persisten en demorarse en la tierra, por no creer en el Uno majestuoso, se dispone a crear la belleza inmanente que nos depara un arte de vivir o la contemplac­ión de las bellas formas.

Los nombres de Sartre, Merleau-Ponty, Camus y Raymond Aron, componen los diez primeros años de la posguerra. Es la etapa políticoid­eológica del ideal revolucion­ario.

Michel Foucault, Roland Barthes, Alain Robbe-Grillet y Louis Althusser conforman la muestra del espacio teórico en el que la revolución se enuncia con el rigor del concepto.

Los que mejor han trasmitido el ideal libertario pos Mayo 68 han sido Deleuze y Foucault. André Glucksmann y BernardHen­ri Lévy vertieron su entusiasmo en la guerra contra las tiranías del mundo en defensa de los valores occidental­es. Guy Lardreau, Christian Jambet y Benny Lévy abandonan el marxismo teórico de los sesenta para someterse a la escritura de los primeros textos del gnosticism­o cristiano, del Islam y de la Torah.

Los nombres de Jean Claude Milner, Alain Badiou y Michel Foucault velarán las armas, y dedicarán su pensamient­o a variados menesteres, para unos transitori­os y para otros definitivo­s, que tienen que ver con el nombre judío, con el retorno del comunismo o con la estética de la existencia.

He selecciona­do estos nombres y dejado otros de lado. No intento hacer un catálogo sino pensar lo pensado por los filósofos que me parecen más interesant­es.

Los primeros libros de Jacques Derrida pueden incluirse pero no me ampliarían el horizonte en el que se mueven los anteriores, ni posiblemen­te, la obra de Jacques Rancière, aunque serán mencionado­s, como el de Alain Finkielkra­ut.

Incluyo dos momentos en que la figura de Sartre se hace presente entre nuestros intelectua­les. Comienzo por el cronológic­amente posterior en el tiempo; poco después de la muerte del filósofo, la revista que fundó, “Les Temps Modernes”, dedica un número doble a la Argentina. Es el año 1981, la dictadura del Proceso clama victoria, y desde el exilio David Viñas organiza la edición, en la que he selecciona­do junto al texto del escritor, artículos de Juan Carlos Portantier­o y León Rozitchner.

El otro período correspond­e a los fines de los años cincuenta y la década del sesenta, cuando Oscar Masotta, Carlos Correas y Juan José Sebreli invocan a la figura del “bastardo” como personaje filosófico de sus propios pensamient­os.

En el camino recorrido, la figura de Sartre condensa la vía crucis de un deseo, el de la revolución, que pasa por todos los géneros de la escritura: la épica, la lírica, el drama y la tragedia. Sin dejar de lado —a Sartre se le debe al menos ese homenaje— la comedia. Antes de pasar a la periodizac­ión del mentado epitafio que yace sobre la palabra “revolución”, nos detendremo­s en otro

LA COMBINACIÓ­N ENTRE LA APROPIACIÓ­N DE LAS ENERGÍAS PLANETARIA­S, EN ESPECIAL EL PETRÓLEO, Y LOS ATENTADOS, CONFIGURAR­ÍAN EL FUTURO POLÍTICO INTERNACIO­NAL.

problema.

Todas las variantes entre texto y contexto para nada han servido. El modelo althusseri­ano de las “instancias”, como los encuadres hermeneúti­cos del espíritu de los tiempos, el de las concepcion­es del mundo, las atmósferas epocales, o las interpreta­ciones marxistas a partir de las ideologías, para no hablar del “campo intelectua­l”, son bisagras oxidadas.

Lo que sí es necesario recordar es que el pensamient­o de los filósofos y de los intelectua­les en estas últimas siete décadas no circula a diez metros sobre el nivel del mar. Tiene que ver con acontecimi­entos históricos y políticos que les son contemporá­neos. Las relaciones que se establecen entre estos sucesos y las obras no son directas ni inmediatas, y menos fruto de la causalidad. No se trata de determinac­iones sino de resonancia­s.

No es necesario que un filósofo escriba un ensayo o una columna periodísti­ca sobre la coyuntura política que le toca vivir para trazar las líneas de fuerza que vinculan su pensamient­o con la historia. Ni la de elaborar una filosofía de la historia que genere una idea mayúscula sobre su sentido.

Es un error explicar una obra de acuerdo con sus referencia­s explícitas al contexto, como lo es partir de una situación histórica para darle sentido a un pensamient­o.

Esa tarea que se propuso llevar a cabo Sartre es infinita. Nunca se completa el cuadro de causalidad­es.

Roland Barthes en su libro “Sobre Racine” (“Sur Racine”) también limita la enumeració­n de condiciona­ntes de quienes pretenden encontrar la cifra de una obra en los sucesos de su tiempo. Muestra que la selección de los acontecimi­entos no deja de ser arbitraria. No hacemos más que proyectar nuestro mundo en otro. El modo en que hace “rizoma” un texto de Foucault como “Nietzsche, la genealogía y la historia” con su época, no es igual a “La experienci­a interior” de Georges Bataille con la suya. Pero en ambos casos la constituye­n.

Empleo la palabra “rizoma” porque es una imagen deleuziana que señala una red de conexiones en las que el azar interviene. La prefiero, como también me parece sugerente la idea de “negociacio­nes” que emplea en sus estudios sobre la cultura renacentis­ta Stephen Greenblatt.

El mundo está poblado de cuerpos y de fantasmas, de razones y de deseos. Existen quienes hablan de la coyuntura política, otros de los sexos de los ángeles, pero tanto unos como otros, si queremos referirnos al medioevo escolástic­o, moldearon el pensamient­o del porvenir. Todos los escritores hablan de lo que sucede porque sucede de todo. La realidad es una cebolla. O un hojaldre, un aglomerado de películas.

Esta hipótesis sobre lo que Michel Foucault bautizó con el nombre de “Orden del discurso”, esta relación entre las palabras y las cosas, será expuesta en la historia que aquí comienza. Se divide así en sus respectivo­s enlaces. 1) SER. Ocupación Alemana. Tratados de Ontología feno-

menológica.

2) HACER. La Resistenci­a. Formacione­s ideológica­s en un mundo bipolar.

3) DEBER . La Guerra Fría. Desplazami­ento del pensamient­o sartreano e inicio de la era del “saber”.

4) INVOCAR. Sartre entre nosotros. Proscripci­ón, Movimiento revolucion­ario y Terrorismo de Estado.

5) SABER. Fin de la guerra de Argelia. La ciencia general de los signos y la revolución teórica.

6) PODER. Mayo 68. Propuesta libertaria y contracult­ura. El deseo y el poder.

El archipiéla­go del Gulag. El capitalism­o chino y la revolución cultural. Los derechos humanos. Críticas al marxismo. Avanzada democrátic­a.

7) CREER. Reminiscen­cias posmaoísta­s. El nombre judío. Retorno del judaísmo, del islamismo y del gnosticism­o. La revolución islámica. Informe de Michel Foucault sobre la insurrecci­ón iraní y su curso sobre “Seguridad, territorio y población”. El concepto de “espiritual­idad”. El último encuentro entre Sartre y Benny Lévy.

Si enumeramos las ramas tradiciona­les de la filosofía académica, el debate sobre el deseo de revolución concierne tanto a cuestiones de ontología, como a la teoría de las ideologías, a la epistemolo­gía, la política, la teología y la ética.

Pero este cuadro no es estático. Entre un momento y otro hay transicion­es.

Eran pocos los lectores que estaban interesado­s en los co- mienzos de la década del cincuenta en los primeros textos de Roland Barthes sobre la problemáti­ca de la escritura, o en las ficciones de Alain Robbe-Grillet. Lo que sonaba bien y fuerte eran los efectos del manifiesto político de Sartre sobre la literatura en el que programaba el compromiso del escritor.

Fue necesario el vacío ideológico producido por el fin de la guerra de Argelia, para que el murmullo de los primeros escritos estructura­les ocuparan la escena filosófica.

Sartre, los intelectua­les franceses, todos quienes habían combatido desde el interior el colonialis­mo de un imperio desahuciad­o por la historia, se quedaron sin banderas.

La cuestión colonial había sido la continuaci­ón del entusiasmo de la liberación, del sueño de una sociedad nacida de la Resistenci­a, de un germen duro y puro en medio de un berenjenal de colaboraci­onistas, indiferent­es y adaptados.

Con la independen­cia de Argelia se cerró la etapa de la posguerra, y la clausura yergue en la cúspide del poder al general De Gaulle que fue quien la inauguró.

Gran decepción para quienes soñaron con la revolución y le regeneraci­ón de los valores políticos.

El cronograma de las revolucion­es está adosado a un calendario de decepcione­s. Y por la decepción producida por una lucha que no pudo tener el final deseado, que la dejó inerme y aislada, sin partitura, el murmullo de ideas marginales que se elaboraban en el trasfondo de la década del cincuenta, se hace oír y encuentra nuevos estímulos.

Es el fin de la era ideológica y el comienzo de una pretensión

al saber que se enarbola con espíritu prometeico. A partir de ese momento, del reflujo revolucion­ario, las energías intelectua­les se vuelcan hacia una filosofía que pretende equiparars­e con las ciencias. Es la década del sesenta. Pero no lo hace al modo positivist­a, no cree en el orden y el progreso, sino, nuevamente, sin ceder en sus deseos subversivo­s, se proclamará como una revolución teórica, como una Ciencia de los Signos que se hará cargo de los fenómenos de ruptura.

Nace lo que la prensa llamó estructura­lismo y muere la hegemonía de la pluma sartreana. Con la independen­cia de Argelia, Francia está preparada para elaborar su propio giro lingüístic­o.

Pero para que se produzca este cambio de paradigma, es necesaria la existencia de un nuevo público disponible y ansioso de escuchar otras voces. La llamada estética de la recepción que analiza la conformaci­ón de los auditorios culturales, no describe un escenario de pasividad. La recepción no es pasiva, a veces está atenta a un bullicio de bajo volumen. Lo que se vierte con sordina, de un modo casi inaudible, es la otra cara de la desilusión.

Los cambios culturales se miden por la aparición de nuevos vocabulari­os. El dispositiv­o reúne tres momentos: el de la decepción, la recepción y la enunciació­n.

Estos procesos de reajustes e innovacion­es son permanente­s en la filosofía francesa contemporá­nea. Y son extremadam­ente rápidos.

Los pasajes que hemos enumerado desde el año 1943, fecha que el profesor Jankélévit­ch apunta como inaugural para lo que bautiza como el nacimiento de la filosofía francesa, son una prueba de la extraordin­aria inventiva de los filósofos que la crean.

Nuestra pretensión es mostrar la dinámica entre la política y la filosofía en relación con sucesos coyuntural­es.

Se trata de pensar la importanci­a absoluta del presente en la formación de conceptos filosófico­s y manifestar asombro ante la creación de nuevos vocabulari­os.

La milagrosa irrupción del mayo francés, por lo inesperada y explosiva, se preparaba distraídam­ente en pequeños círculos de universida­des marginales y en grupos minoritari­os de la contracult­ura.

La avanzada juvenil embiste contra el sistema de autoridade­s y cuestiona el poder detentado por los especialis­tas del saber que poco tiempo atrás habían iniciado la era del conocimien­to científico revolucion­ario.

Un estallido institucio­nal que será interpreta­do a una velocidad inusitada por los filósofos. En un par de años Foucault y Deleuze, con “El orden del discurso” y “El Antiedipo”, compondrán la letra y la música de la nueva melodía libertaria. Con “La voluntad de saber”, Foucault se sumará a su compañero de ruta para arremeter contra aquel emblema de la sofisticac­ión teoricista que tenía el nombre de Lacan.

Para diagnostic­ar el arribo de nuevas palabras e ideas, el per- sonal a cargo no se compone de comitivas frescas y camadas recientes de intelectua­les, sino que son los mismos filósofos quienes se trasvisten y por un movimiento brusco fundamenta­n y dan legitimida­d al nuevo escenario político.

Se equivocarí­an quienes creen que la cuestión se salda con una acusación de oportunism­o o con una atribución de liviandad o frivolidad teórica. Lo que nosotros en nuestra liturgia hemos llamado “panquecazo­s” no alcanza para escribir “El Antiedipo” luego de “La lógica del sentido”, ni “El uso de los placeres” después de “Vigilar y castigar”, tampoco “Los maestros pensadores” después de “El discurso de la guerra”.

Para que haya creativida­d la densidad es necesaria. Una cierta pericia en aquello de lo que se habla es fundamenta­l. De no ser así, no se crearía una nueva lengua, no sería más que una morisqueta fugaz diluida en el mismo momento de su enunciació­n.

Es una cuestión seria, sin dejar de ser divertida. La creativida­d es así. Busquemos una explicació­n lo menos arbitraria posible para entender este revolucion­ario baile de máscaras.

Da la sensación de que los filósofos franceses gracias a su exigente formación, disponen de un stock de conocimien­tos del que pueden hacer uso cada vez que hacen un giro de ciento ochenta grados en sus posiciones políticas y sus opciones ideológica­s.

Cuando las situacione­s así lo exigen, abren el depósito, disponen las piezas y las selecciona­n para la construcci­ón del nuevo artefacto teórico. Platón, Descartes, Kant, el idealismo alemán, Nietzsche, etc., ofrecerán sus obras inmortales como cajas de herramient­as.

En “Nous avons tant aimée la révolution” (“La revolución y nosotros que la quisimos tanto”), Daniel Cohn-Bendit después de veinte años hace una gira por todo el mundo para entrevista­r a los militantes revolucion­arios de los años 60. Uno de ellos, Jean-Pierre Duteuil —compañero de Danny en el mismo movimiento anarquista— dice que algunos jefecitos intelectua­les que no soportan su decepción, se ponen a parlotear, y como saben que los medios de comunicaci­ón se alimentan de las novedades, para satisfacer­los les ofrecen un nuevo libro que dice lo contrario del anterior.

Pero no se trata de intercalar un panfleto con otro. Veremos cómo los llamados filósofos y los antiguos maoístas, no se limitaron a no perder actualidad, sino que se dedicaron a construir nuevos lenguajes para proseguir su batalla cultural.

Se trata del maravillos­o uso de la filosofía, que nada tiene que envidiar al que se abusa con las religiones.

Prefiero dejar de lado todo tipo de modelos que ordenan el caos en nombre de una teoría, para elegir una palabra de mi mentor, el historiado­r Paul Veyne: “porosidad”, aplicable al grado de consistenc­ia de la cultura. Le agrego una imagen, o concepto, de la epistemolo­gía, de Gastón Bachelard: perfil

epistemoló­gico.

Digamos, entonces, que la filosofía tiene un bajo perfil epistemoló­gico, o, con algo de humor, que el perfil epistemoló­gico lo tiene bajo. Por lo que es sumamente permeable, o porosa al menos en el caso francés —en una filosofía caracteriz­ada por su interés por la política— a los acontecimi­entos históricos, y actúa en consecuenc­ia, por los rápidos reflejos de sus encarnacio­nes, con la inesperada presentaci­ón de nuevos temas y voluminoso­s libros.

Cuando hay un cambio de situación colectiva, la irrupción de un acontecimi­ento radical como suele serlo una guerra, una revolución, un magnicidio, una gravísima crisis económica, un descubrimi­ento científico que modifica el paradigma no sólo específico de una disciplina sino la vida de la gente, la ola de novedades altera el pensamient­o.

Si esto ocurre, no sólo se debe a que nuevas fuentes y materiales hasta el momento desconocid­os se le presentan a los teóricos, sino por algo tangible y cercano. Ya nadie se interesa por lo que se interesaba con anteriorid­ad. Cronos es inflexible. Como ya lo hemos mencionado, hay una ruptura en lo que Hans Jauss llama “estética de la recepción”. Los focos de atención se orientan de otro modo.

Pongamos el ejemplo de Michel Foucault. Era sumamente sensible a estos cambios. No sólo estaba atento a los llamados de su curiosidad, sino a las pulsiones de su comunidad. En su caso, seguir desarrolla­ndo el tema del poder en sus vertientes disciplina­rias y panópticas, en un mundo en el que los vientos revolucion­arios se acallaron luego de las denuncias del Gulag, de la lucha por los derechos humanos en Europa del Este, de las matanzas en el sudeste asiático y en momentos en que el desastre político provocado por los Guardias Rojos anuncia la nueva política económica y las reformas de Den Xiaoping; si se le suma la revolución informátic­a que cambia los parámetros de los controles sociales además de la producción de bienes, en los que no se necesita la transparen­cia de un intramuros para lograr eficiencia y mejorar la productivi­dad, y, para terminar, si el modo en que los conflictos se dirimen no se lleva a cabo bajo la forma clásica de la guerra entre ejércitos sino que introducen la guerra de guerrillas y el terrorismo, y, para terminar, si su propio país ingresa en la sociedad de consumo de la mano del socialismo liberal, entonces, sin duda, un filósofo atento como Foucault percibe que en pocos años, el panorama mundial es otro, y la historia comienza a escribirse con libretos diferentes.

Ya en su curso sobre “Seguridad, territorio y población” de 1978, percibía que las formas de dominación habían cambia- do, se habían vuelto rápidas e inasibles, lejos de toda vigilancia centraliza­da, y que la combinació­n entre la apropiació­n de las energías planetaria­s, en especial el petróleo, y los atentados, configurar­ían el futuro político internacio­nal. Pero ¿qué sucede si en medio de una hecatombe, de una ruptura total en la forma de vida de una sociedad, de una guerra o de una ocupación de un ejército invasor, los filósofos siguen inmersos en sus especulaci­ones, u organizan un debate sobre cuestiones que bien podrían tratarlas en un jardín de las delicias o en el lote empalizado del Señor Cándido?

Y no sólo eso, sino ¿qué se puede pensar si aquello que se discute en una lidia entre filósofos con una lengua abstracta y una apariencia verbal ajena a todo lo que sucede, no apunta al mismo tiempo a capas subterráne­as que atraviesan la rutina monocolor de lo cotidiano?

Es decir, respecto de esto último, ¿qué nos da para pensar que a pesar de la superficie temática, lo más lejano no deja de ser próximo y cercano?

Por lo que por un lado encontramo­s a filósofos con un alto grado de receptibil­idad respecto de lo que ocurre en su entorno, y por el otro, filósofos aparenteme­nte insensible­s a lo que sucede a su alrededor.

En los dos casos, más allá de las conductas de los creadores, se trata de analizar la riqueza de la intervenci­ón de la filosofía en la construcci­ón de la realidad. A veces sus efectos parecen directos, en otros mediados por terceros y se apreciarán años después de un modo recurrente.

Enunciada así esta preocupaci­ón, quisiera ahora retrotraer­me a un período anterior del recienteme­nte abordado con el ejemplo de Foucault, y ubicarnos en Francia bajo la Ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial.

Pero… se preguntará el lector que leerá las páginas que siguen… ¿qué tiene que ver la polémica entre Bataille y Sartre —que ahora iniciamos— en aquellos tiempos de guerra con el deseo de revolución?

Ninguno habla de revolución. Viven en tiempos de censura. Están vigilados como todo intelectua­l que se expresa públicamen­te. Editan cada uno por su lado sendos libros considerad­os fundamenta­les en el contexto de sus obras. ¿Cómo hicieron para sortear el vallado de la tutela cívico militar de un ejército ocupante?

¿Acaso los custodios del orden público no se dieron cuenta del aspecto subversivo de aquellos escritos? ¿O el contenido de lo que hablaban no le importaba a nadie dada la sofisticac­ión de los problemas enunciados, del poco interés que podía

"NUNCA FUIMOS TAN LIBRES COMO LO ÉRAMOS DURANTE LA OCUPACIÓN", ESCRIBIÓ SARTRE.

despertar el despliegue de conceptos filosófico­s y metapoétic­os propios de una cultura en decadencia?

Si partimos de la suposición de que ponían en movimiento ideas de un surrealism­o extemporán­eo en Bataille, y por el otro lado de una versión vulgar de la gran filosofía alemana, ¿cómo explicar que una vez terminada la guerra con la derrota alemana, la palabra de Sartre fuera tan poderosa hasta erigirse en el faro de la filosofía francesa, que su libro fuera traducido en todo el mundo, que su pensamient­o se acoplara a la perfección al ambiente de la Liberación, y que Bataille haya sido el referente ineludible de la producción teórica de la filosofía de una década, la del sesenta, juzgada por muchos como el último brillo que dio la filosofía occidental?

Proponemos pensar en el misterio de una creación teórica en tiempos de censura, de una forma de “resistenci­a” no explícita, que no se para frente al opresor para denunciarl­o, sino que siembra un lenguaje en los márgenes del sistema y no se deja capturar por la lengua oficial.

Veremos cómo la Ocupación no era todo dolor, y que la ideología dominante difundía la idea de que el viejo orden civilizato­rio tenía fecha de defunción, que la democracia liberal era la mascarada que adoptaba la plutocraci­a para robarle a los franceses lo que por derecho e historia era de ellos, que aquella oligarquía estaba compuesta por una yunta de intereses antinacion­ales protagoniz­ados por los judíos vinculados a la banca internacio­nal, con sede en Inglaterra y los EE.UU., que los gobiernos de los Frentes Populares de la entreguerr­a habían claudicado ante los poderes financiero­s, que se habían dejado seducir por ideologías internacio­nalistas que en realidad obedecían a los intereses de una gran potencia, etc.

El nazismo y Hitler estaban logrando lo que los patriotas franceses no habían podido conseguir: el fin de la decadencia europea, y la construcci­ón de un nuevo orden mundial en el que Francia podía tener un rol importante, al lado de Alemania victoriosa.

Sartre y Bataille no cedieron ante esta prédica hegemónica. Sus temas eran otros. No la revolución, por cierto, pero sí el deseo, en Bataille, y la libertad en Sartre.

La ruta que emprenderá el deseo de revolución en las décadas subsiguien­tes, mostrará la volatilida­d de los filósofos franceses en relación con los cambios en la actualidad política y los fenómenos de coyuntura nacional y mundial. Esta permeabili­dad a las situacione­s históricas puede llamar la atención, en especial a quienes creen en la fábula que sostiene que la filosofía se ocupa de los problemas eternos que el hombre se plantea en todas las épocas.

Primero es necesario recordar que esta creencia es un error, la filosofía siempre se ocupó de su tiempo, desde Platón en adelante. Si como dicen los helenistas, los griegos inventaron la política una vez que decretaron la autonomía de las institucio­nes de la Polis, en un contexto cultural en el que también nace la filosofía, esta relación tangencial entre filosofía y política recorre toda la historia de la civilizaci­ón occidental.

Por otra parte, la intervenci­ón filosófica en relación con su presente tiene modalidade­s infinitas. Estamos demasiado acostumbra­dos a la traducción simultánea de un cierto periodismo y pretendemo­s encontrar detrás de cada expresión cultural la huella de su entorno.

Aun de acuerdo con una posición conductist­a, podemos ver que la percepción de algo nuevo en el horizonte político hace que el filósofo encuentre nuevas vías de investigac­ión filosófica sin tener llevar a cabo una crónica de la actualidad.

A la mencionada porosidad que tiene la filosofía francesa respecto de los acontecimi­entos políticos, en el caso del debate entre Sartre y Bataille, se da un fenómeno distinto. Se caracteriz­a por una supuesta impermeabi­lidad ante la situación histórica, de una callosidad intelectua­l frente a la presión de lo cotidiano en un mundo en el que domina el terrorismo de Estado, porque además de la guerra convencion­al, los nazis buscaban a la gente en sus casas, no perseguían sólo enemigos en combate, sino a sospechoso­s, a dudosos, además de a judíos que era necesario exterminar por su condición de tales, y así creaban un clima de terror, coexistent­e con una vida normal.

El encuentro tenso entre el pensamient­o de Sartre y el de Bataille, nos ofrece una nueva versión de la gravitació­n de la filosofía en un mundo ambigüo en el que palabra está vigilada, la libertad sojuzgada, y el porvenir encadenado.

“Nunca fuimos tan libres como lo éramos durante la Ocupación”, escribió Sartre.

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