LA PASIÓN RELIGIOSA COMO UNA CUESTIÓN DE ESTADO
La historia del encuentro entre ética y política, desde la perspectiva de la fe. Filosofía del poder y justicia social, enntrelazadas.
Este ensayo expone dos presencias: la del pasado en el presente y, en aquel, la de este. Las dramáticas relaciones entre el poder político y la justicia social, tan actuales y extendidas en todo Occidente y más allá de él, fueron planteadas por primera vez en Israel hace dos mil setecientos años. Las expuso la voz encendida del profeta. Al oírlas, nos reconocemos.
Es sabido: lo que nos induce a interrogar el pasado son los dilemas que acosan la actualidad. En ese pasado, los presentimos, podemos encontrar las raíces distantes o cercanas de aquello que hoy nos desvela, aunque sean otras sus formas y sus escenarios.
Suele ser así en casi todo: provenimos. Somos seres derivados. La actualidad siempre pone en juego mucho ayer. Y en ese ayer laten, lo intuimos, los indicios orientadores de esa férrea vigencia de lo que nos importa. Su génesis tal vez, sus razones profundas y no solo coyunturales.
Ese enlace entre pasado y presente da vida a una tradición. A una contigüidad que no siempre se valora y a la que no pocas veces se prefiere sepultar en el alud incesante de lo presuntamente novedoso; una ruptura con el pasado a la que se le adjudica función redencional. Ella, ilusoriamente, daría lugar a un presente de plena autonomía.
El eje vertebrador de ese doble movimiento mediante el cual se procede en este libro recorre, pues, la confrontación entre la concepción y la práctica del poder y la demanda incesante de equidad social. La pugna entre ética y política.
El desencadenante de mi reflexión, entonces, no pudo sino ser el tiempo en que vivimos. Nos encontramos hoy (y no solo los argentinos) en medio de un fenomenal trastocamiento de valores, de creencias, de prácticas sociales. Abrumados por él y empeñados a la vez en superarlo. Advertimos, no sin angustia, que está en juego el futuro de la especie. La Tierra pide otro trato. A las democracias occidentales, aun a las más poderosas, se las ve debilitadas. Amenazadas desde adentro tanto como desde afuera. El capitalismo chino gana más y más protagonismo mundial mientras el occidental parece perderlo. La tentación populista y las autocracias se expanden. El terrorismo internacional está lejos de haber sido erradicado. Se mire donde se mire, la ley se muestra supeditada al poder, y no a la inversa. La fatiga parece haberse adueñado de los liderazgos republicanos de orientación democrática. Las guerras, invictas, se burlan de quienes se dicen decididos a suprimirlas. Las migraciones, lejos de disminuir, se multiplican. Cada vez son más los hombres y mujeres sin patria. La bandera de los sectarismos religiosos renace de sus propias cenizas. c Y vuelve a promover su ferocidad en nombre de la fe. Barbarie y tecnología caminan tomadas t de la mano.
Ética y política: cara y contracara de una misma realidad que no logra o se niega a terminar de d integrarlas en un solo semblante. Y que, a la vez, v evidencia mediante figuras excepcionales la necesidad de buscar esa complementación.
Este último propósito, el de saldar esa deuda siempre impaga, insiste a lo largo de la historia. Siglo tras siglo reclama su derecho. No cede. No se da por vencido. Con igual intensidad, ese sueño incumplido llega a nosotros y entre nosotros vuelve a hacerse oír.
En este escenario de sombras dilatadas y luces tenues, nació en mí el anhelo de caracterizar este combate entre contendientes desiguales; combate siempre renovado y siempre remoto.
Seguramente, “Locos de Dios” no brindará a quien lo lea respuestas orientadoras capaces de poner fin al conflicto que inspira sus páginas. Ni creo yo que de ponerle fin se trate. Me daré por satisfecho, en cambio, si su lectura prueba la consistencia y la persistencia de una estirpe excepcional de espíritus solidarios. A seguir, una confesión. Los cinco años que demandó la composición de este libro fueron desiguales en lo que hace a su rendimiento. Hubo, en cada uno de ellos, meses prósperos y otros de extravío. En estos, hasta el empeño en escribir se desdibujó. Las palabras se negaron a brindar lo que yo les requería. En aquellos, en cambio, las ideas encontraron, sin mayor esfuerzo, su mejor formulación.
Suele ocurrir. Bien lo saben todos los que escriben. Si la inspiración y la clarividencia no respaldan el empeño, solo predomina la penuria. No hay creación; hay padecimiento.
Sortear la impaciencia también en mi caso fue decisivo. Aprender a esperar, esperar. Confié en la íntima necesidad de componer este ensayo. Supe, siempre, que su asunto era para mí algo más que un tema interesante. Lo interesante puede no resultar decisivo. Más tarde o más temprano, pierde relieve, desplazado por otras novedades.
En mi caso, el argumento que insistía en dar sustento a este libro me comprometía. Decía de mí algo que yo estaba decidido
LA REPRESENTACIÓN DEL DIOS BURLADO, ASUMIDA POR EL PROFETA, SE EXTIENDE EN ÉL A LA DEFENSA DE QUIENES HAN SIDO, AL IGUAL QUE DIOS, VÍCTIMAS DEL INCUMPLIMIENTO DEL PACTO.
a discernir, a entender. Finalmente, así fue. Primero el laberinto. Muchas veces extenuante, agotador. Luego, el camino de salida. El aire libre. Páginas y páginas quedaron atrás. Su apariencia, en un principio luminosa, terminó opacándose. Otras nacieron, inesperadas, y perduraron junto a aquellas pocas que supieron permanecer.
Es arduo explicar lo que se ha creado. Y más aún por qué. Acaso quienes se aficionen a la propuesta de este libro lleguen a saberlo mejor que yo. De todos modos, no quiero eludir algunas aclaraciones.
Aquí se retrata al profeta judío como vocero de un ideal inédito en su tiempo: el de conciliar el ejercicio del poder político con la justicia social. Ese ideal, como dije, nace en Israel hacia el siglo VIII antes de Cristo. Y la demanda de su cumplimiento se prolonga allí hasta la ruina final del reino bajo la bota romana.
Pero la extinción de esa voz y de ese reino no implicó la muerte de ese ideal. El anhelo de comunión entre ética y política subsistió. Transfigurado una y otra vez, alcanzó nuestro tiempo. En esos dos mil años ya no fue, tan solo, una exigencia judía. Pasó a ser también una aspiración occidental. Una aspiración occidental que renació periódicamente en medio de las convulsiones constantes de la historia.
Mi ensayo explora también algunas de esas configuraciones sucesivas. Jesús, el rabinato diaspórico, Pablo, Sócrates, el bufón medieval, Maquiavelo, Camus y Mandela. Ellos son sus protagonistas ulteriores. No son, es obvio, figuras exclusivas. Hay otras. Yo solo he tratado de ilustrar, con las que más me importaron, un imperativo moral que sobrevivió a su propio incumplimiento.
En Oriente Medio se plantó su semilla. En Occidente se prolongó la necesidad de su fruto. Una misma tenacidad y un mismo infortunio hermanaron a hombres de épocas muy distintas e igualmente tormentosas. Una sola excepción matiza ese paisaje en el que la realidad adversa pudo siempre más que el sueño. Mandela fue esa excepción fugaz. Bajo su gobierno, Sudáfrica logró, por unos años y en órdenes decisivos, la conjunción entre ética y política. Con él y ante la perplejidad del mundo, el mal que parecía perpetuo cedió. Sudáfrica probó, bajo el mandato de Mandela, que lo imprescindible era posible.
Es sabido: a lo largo de casi tres siglos fueron muchos los profetas empeñados en sacudir el letargo moral de Israel. Aquí se los conjuga en una sola voz. Me fundo para hacerlo en la comunidad de propósito que compartieron. Del primero al último, esos judíos sucesivos hicieron oír un mismo reclamo. Las diferencias que hay entre ellos en términos de estilo, época y temperamento no afectan la sorprendente unidad de su mensaje. Por el contrario: la respaldan. Ella prueba dos cosas: el espesor del muro contra el que chocaron y la formidable constancia de la pasión con que lo embistieron. Su tenacidad incansable. La fortaleza de ese empeño, de esa resolución,
solo cayó con la concreción de lo que ellos pronosticaban y temían: la destrucción de Israel. Me refiero por eso y en toda la extensión del libro al profeta y no a los profetas.
El espíritu profético perduró en el tiempo sin memoria de su origen. Salvo Jesús, a su modo, y Pablo de Tarso, abiertamente, ninguno de los sucesores del profeta supo reconocerlo a este como promotor inicial de su propia vocación.
El olvido o la renegación del origen es usual en muchos terrenos. Lo fue también entre quienes compartieron y comparten la aspiración que nutre este ensayo. Es difícil asegurar a qué responde ese desapego. Pero sus raíces —en lo que hace al profeta— son indisociables de la suerte general corrida en Occidente por el judaísmo. Hay parentescos que el odio antisemita ayudó a desconocer, aun entre aquellos que no se dejaron ganar por él.
La Alianza judía tiene lugar —es sabido— entre la eternidad y la historia. La ley rige en la medida en que las partes involucradas en ella preservan su mutuo reconocimiento. Esta reciprocidad entre lo inmanente y lo trascendente garantiza la equidad que, proyectada al orden social, se traduce en términos de justicia.
En los promotores de este ideal posteriores al profeta y aquí considerados, el Pacto, con las excepciones ya señaladas, no tendrá origen en la búsqueda de un acuerdo entre eternidad e historia. La búsqueda del acuerdo entre lo ético y lo político pasará a ser enteramente secular. Transversal, entonces, y ya no vertical. Dios dejará de ser invocado como partícipe.
Siendo así, se justificaría que dichas figuras, entre las muchas aquí no incluidas, se hayan apartado del profeta, desconociéndolo y forzándolo a caer en el olvido. No obstante, si las ponderamos en función de lo que se proponen —el sostén de una postura crítica ante las arbitrariedades de la ambición política—, la raíz de su desvelo vuelve a evidenciar su arraigo en el mensaje profético. Ese olvido, en consecuencia, ya no resulta fácilmente justificable.
Se verá que este ensayo no incluye, entre los herederos del espíritu profético, a ningún pensador judío. Por cierto, los hubo y los hay. Notables siempre, originales. Su incidencia alcanza con holgura nuestro tiempo: Rosenzweiz, Buber y Levinas no son sino tres de los más recientes. Pero, en mi caso, soslayarlos respondió a una decisión. Ocurre que la incidencia de lo judío en lo judío aquí no me interesó. Sí, en cambio y de manera absorbente, la de lo judío en lo no judío. Y ello sin que me propusiera avanzar en mis conjeturas sobre el descono- cimiento frontal del profeta por parte de su descendencia. Es esa incidencia de lo profético en lo no judío, evidente y velada a la vez, lo que por un lado me importó subrayar. Por otro, la singularidad de cada protagonista elegido, su riqueza. De no ser así, no hubiera resultado posible mostrar, en cada capítulo y mediante figuras sin un discurso común, la confluencia de esa demanda tan antigua de comunión entre lo ético y lo político y su incansable persistencia a través de los siglos.
Tamaña perseverancia fue moralmente decisiva para cada uno de los hombres que la encarnaron. Más incluso que la confianza en su logro concreto, lo esencial para todos ellos ha sido el reconocimiento de su necesidad, la pasión con que buscaron esa confluencia al costo que fuere. Aun el de la propia vida. He tratado de que la fortaleza de esa fe dejara su huella en las páginas de este ensayo.
La idea de Dios cumple, en mi lectura de la acción profética, el papel de la parte afectada por la ruptura de un pacto fundacional del pueblo hebreo: el de la fidelidad mutua entre el hombre y Dios. La ley solo puede encontrar sustento en esa fidelidad recíproca. Su quebranto desata el delito cuya denuncia cabe al profeta. La representación del Dios burlado, asumida por el profeta, se extiende en él a la defensa de quienes han sido, al igual que Dios, víctimas del incumplimiento del pacto. De esa ley que solo acatada asegura la vigencia de la justicia social.
Dios se hace oír, en el enunciado profético, como demanda de equidad dirigida a los poderosos de Israel. Su queja, su rebelión, son entonces las de la parte herida por el desprecio de quienes, debiendo cumplir con lo acordado, no lo han hecho.
No se hace en este libro otra referencia a Dios. Ni la que lo propone como creador del universo ni la que lo requiere como destinatario de alguna forma de devoción. Solo se lo concibe como expresión del mandato que exige entender al prójimo como parte constitutiva de la propia dignidad personal. Dios es aquí, y en consonancia con el modo en que el profeta lo presenta, la voz de los que no tienen voz. La voz del Dios olvidado, como también la voz del explotado, del humillado, del que nada significa para los amos del reino. La voz, en suma, de las víctimas de una estafa cuya vigencia compromete el porvenir de Israel. Por eso es también, en labios del profeta, la voz que formula una sombría advertencia a los verdugos de su propio pueblo: si no rectifican su rumbo, Israel se apagará como una llama barrida por el viento. No se juega con la Alianza, vocifera el profeta. Y la pedrada que recibe a cambio de esa advertencia quiere destrozar el espejo que refleja la hondura de tanto delito.
SUDÁFRICA LOGRÓ, POR UNOS AÑOS, LA CONJUNCIÓN ENTRE ÉTICA Y POLÍTICA. SUDÁFRICA PROBÓ, BAJO EL MANDATO DE MANDELA, QUE LO IMPRESCINDIBLE ERA POSIBLE.