¿De lo kafkiano a lo orwelliano?:
El libro póstumo del filósofo polaco revisa el modo en que la dominación de masas se ha hecho invisible, infiltrándose en la rutina del hombre contemporáneo. Una maldición disfrazada de bendición es el rasgo constitutivo y definitorio de la actual tecnolo
el libro póstumo del filósofo polaco revisa el modo en que la dominación de masas se ha hecho invisible, infiltrándose en la rutina del hombre contemporáneo. Una maldición disfrazada de bendición es el rasgo constitutivo y definitorio de la actual tecnología del lavado de cerebros. Por Leónidas Donskis y Zygmunt Bauman.
El drama de Rusia y Ucrania domina en estos momentos la atención pública en la UE, y con razón. Pero yo enfocaría esta tragedia desde una perspectiva ligeramente diferente de la ofrecida por la mayoría de comentaristas. Antes de pasar al orwelliano mundo del «putinismo» y de la nueva agresión, trataré de poner de manifiesto el ponzoñoso papel de la intelectualidad y de los tergiversadores profesionales que operan amparados en ella. Tanto el extremo poder de la manipulación, en cuanto a opinión pública e imagología, como sus implicaciones políticas y morales quedan bien evidenciados en una película que ha contribuido a la crítica de las estructuras políticas de control actuales. Me refiero a La cortina de humo (título original: Wag the Dog), del director Barry Levinson. El filme nos cuenta la historia del productor de Hollywood Stanley Motss y el consultor político y asesor de imagen Conrad Brean, que reciben el encargo de salvar la imagen de la Casa Blanca cuando se descubre que el presidente está implicado en un escándalo sexual. El dúo interpretado por Dus- tin Hoffman y Robert De Niro nos revela con maestría todo un mundillo de personas tan talentosas como amorales y ciertamente desnortadas en cuanto a sus valores. Sin embargo, la caracterización de la mentalidad y la moralidad instrumentales no es la única virtud de esta gran cinta. Rodada en 1997, introducía una alusión apenas velada a la campaña militar en Yugoslavia (aunque en la película se mencionase Albania) durante el apogeo del escándalo sexual de Bill Clinton y Monica Lewinsky. Por supuesto, sería una estupidez tratar de argumentar con un mínimo de seriedad que la guerra en Yugoslavia fue provocada por cuestiones de política interna estadounidense, solo para amortiguar aquel escándalo. A fin de cuentas, la «pacifista» Europa occidental pedía esta guerra con más ahínco si cabe que el «militarista» Estados Unidos. Y, de hecho, Estados Unidos fue la varita mágica de la que se echó finalmente mano para resolver el problema. Pero esta película ha dejado huella por su énfasis en otro aspecto: concretamente, en la facilidad con la que puede «crearse» una guerra, que, por lo que se ve en pantalla, viene a ser la misma facilidad con la que puede
dirigirse la opinión pública para que apoye un conflicto armado o incluso lo desee fervientemente. Basta con crear una crisis artificial, sacrificar unas decenas de vidas inocentes ante un Moloch político, incrementar las sensación de inseguridad entre la ciudadanía, y todos, repentinamente, casi como de la noche a la mañana, querrán que se actúe con mano firme y controladora, que se utilice una retórica contundente e incluso que se vaya a la guerra: en definitiva, querrán algo parecido a ir más allá del bien y el mal. En realidad, la película en cuestión predijo algo incluso más peligroso y siniestro de lo que consiguió expresar y abordar a través de los diálogos y los monólogos de sus personajes. En el mundo contemporáneo, la manipulación mediante la publicidad política es capaz, no ya de crear necesidades en las personas y hasta criterios por los que estas midan su propia felicidad, sino también de fabricar a verdaderos héroes de nuestro tiempo y de controlar la imaginación de las masas por medio de biografías laudatorias de unas presuntas trayectorias personales de éxito. Tales capacidades hacen que lleguemos incluso a valorar la posibilidad de que se instaure una especie de totalitarismo «de terciopelo»: una forma controlada de manipular la consciencia y la imaginación que, bajo el ropaje de la democracia liberal, posibilite la esclavización y el control hasta de sus críticos. Pero cabe preguntarse, de todos modos, si acaso estas formas y técnicas de manipulación, lavado de cerebro y condicionamiento no pueden ser usadas con mayor eficacia por las dictaduras, los regímenes intimidatorios y los Estados «canallas» que por las democracias, con todas sus técnicas y parafernalia mercadotécnicas. La cortina de humo, como otras producciones cinematográficas similares, descansa sobre el supuesto de que las infinitas manipulaciones son una derivación o un efecto secundario de la democracia de masas. Pero se pasa por alto el hecho de que los regímenes militares pueden tener mucho más éxito en esas labores que sus rivales democráticos. De hecho, ya va siendo hora de que Occidente despierte y vea la realidad del mundo que nos rodea. Hoy somos testigos del resurgimiento de un totalitarismo real —no ya de terciopelo ni imaginario— en Rusia. La opinión pública ha sido moldeada y remoldeada allí tantas veces como el régimen ha querido que fuera, y el odio a Ucrania fue fabricado por la necesidad de crear un enemigo. Las referencias rusas a los «fascistas» de Ucrania sirven para que quienes las profieran se apropien de un término que sería más adecuado para describirlos a ellos mismos, pues cuanta más alusión hace la propaganda rusa al fascismo ucraniano, más se parece Rusia a la Alemania nazi y su uso del odio para aproximarse a la realidad, su propaganda goebbeliana y sus mentiras tóxicas. Nunca antes había sido tan relevante 1984 de Orwell y su vocabulario como lo es ahora, a raíz de la rápida e intensa deriva de Rusia hacia la barbarie y el fascismo. Una serie de escenas de interrogatorios entre O’Brien y Winston Smith que aluden a los comunistas y a los nazis como predecesores de Oceanía —aunque como unos predecesores ingenuos, pues tenían una ideología, pero dejaron que sus víctimas se convirtieran en mártires— se me antojan ahora la mejor llamada de alarma posible desde que el putinismo ha entrado en su particular fase de guerra y terror: la neolengua, los dos minutos de odio y la bota militar que pisotea el rostro humano en aras del poder ilimitado han adquirido por fin puntos de referencia en la realidad. Es un fascismo sin una ideología real, pues el kit de herramientas usado para levantar la moral de sus matones y terroristas es un conjunto de tópicos manidos y de eslóganes reciclados que se han tomado principalmente de los fascismos italiano y húngaro, con algunos aditamentos serbios de la época de Slobodan Miloševic´ y unas cuantas guindas nazis para rematar el pastel. El irredentismo, la necesidad de reunificar la nación desunida, el pueblo cargado de razón que tiene al resto del mundo en su contra, la necesidad de defender la historia para reinstaurarla: ahí están, reunidos, todos los fantasmas y espectros del fascismo del siglo xx. Lo trágico de Rusia es que su población está cayendo en las garras de los manipuladores profesionales del Kremlin y de la habilidad de estos para crear una hiperrealidad virtual y televisiva que oculta la realidad propiamente dicha a los ojos y los oídos de las masas. Ucrania, para verdaderos sucesores rusos de Goebbels como Vladislav Surkov, se ha convertido exactamente en lo que Albania era en la película de Barry Levinson: una pieza de realidad virtual fabricada para servir a los intereses de la política interna rusa. Lo curioso del caso es que el uso excesivo y obsesivo del término «fascismo» parece presentarse como una forma de disonancia cognitiva en el caso del fascismo ruso: date prisa en aplicar tu propio nombre o título a la descripción de tu enemigo y, luego, aprópiate de esa etiqueta y absuélvete a ti mismo de ella. ¿El invierno de nuestra desazón? Como sabemos, El invierno de mi desazón es el título de la última novela que escribió John Steinbeck, publicada en 1961. El título hace referencia a los dos primeros versos de Ricardo III, de William Shakespeare: «Ya el invierno de nuestra desazón / se ha transformado en un glorioso estío por este sol de York». ¿Estamos viviendo ahora el invierno de nuestra desazón?
ORWELLIANA. La Rusia de Putin carece de una ideología, que, en el fondo, es ciertamente orwelliana («la bota militar que pisotea el rostro humano» y el poder ejercido por el poder mismo). En la alusión a Orwell coincide Alena Ledeneva, del University College de Londres, quien, en un artículo publicado en una revista en línea, se extendía así en los motivos para establecer esa asociación de ideas:
Un legado que comparten la mayoría de supervivientes de regímenes políticos opresores es lo que George Orwell llamó «doblepensar», y que Yury Levada y Alexander Zinoviev catalogaron como rasgo clave del Homo sovieticus. Bajo el socialismo tardío, en los años en que se criaron y se formaron las actuales élites de Rusia y de Ucrania, daba igual si la gente se creía los mensajes ideológicos oficiales o no. La relación con la oficialidad y con los funcionarios se basaba, más bien, en unas intrincadas
Somos testigos del resurgimiento de un totalitarismo real, no ya de terciopelo ni imaginario.
La Rusia de Putin carece de una ideología, que, en el fondo, es ciertamente orwelliana.
estrategias de apoyo simulado entremezcladas con prácticas «no oficiales».
No obstante, ella señala también que dos visiones de Rusia tan «irreconciliables» como son la occidental y la oficial rusa, a las que, cada vez más, cabe sumar también la visión popular «folclorista», «constituyen una tesis y una antítesis que coexisten sin posibilidad de síntesis, aunque también sin incertidumbre alguna en torno a lo que son. La trampa radica en que la claridad de esas posiciones polarizadas no ayuda a solucionar las complejidades presentes».
Una situación así no nos ayuda a hallar una «solución funcional» a la actual confrontación ruso-ucraniana, como tampoco ayuda a Occidente a contribuir en algo a que Rusia y Ucrania encuentren y apliquen una solución de ese tipo. Para que pudiera ser de ayuda, Occidente —y, en especial, Estados Unidos («el enfoque que Estados Unidos aplica con Rusia [...] refleja inquietudes tradicionales, fobias incluso, basadas en una comprensión inadecuada del país, en parte porque Rusia ha dejado de ser un foco central de la atención de la política exterior estadounidense. Y, probablemente, el enfoque estadounidense del caso de Ucrania aún esté menos informado que el del caso ruso», opina Ledeneva)— tendría que tomar conciencia de que la situación es más compleja de lo que los burdos brochazos con los que las imágenes mutuamente irreconciliables están pintadas dan a entender. Por ejemplo:
La ambivalencia de la élite ucraniana puede calificarse de «sustantiva»: está formada por individuos que hablan ruso, se formaron en ruso y piensan en ruso, pero que están luchando contra sus propios antecedentes; pero también puede considerarse que es una «ambivalencia funcional», pues están criticando y atacando a un sistema del que ellos mismos han formado parte integral; y también puede hablarse de una «ambivalencia normativa», ya que los miembros de esa élite están comprometidos con unos valores democráticos que se contradicen con su propia conducta política (por ejemplo, su postura a propósito del ingreso en la UE va en contra de sus propios intereses comerciales y empresariales).
Tras añadir a esta observación unas cuantas más que, con igual agudeza, nos llaman a la reflexión, Ledeneva sigue sintiendo la necesidad de matizar sus conclusiones y confiesa que «puede que la combinación idónea para analizar y comprender la situación en Ucrania sea la que formarían un especialista en geopolítica, un estudioso de la (i)legitimidad del poder, un etnógrafo de las insurgencias, un analista de las guerras de propaganda mediática, un terapeuta de traumas y/o un psicólogo experto en fobias y en relaciones de amor-odio. Y yo no tengo ninguna de esas especialidades», una confesión que también podría hacer mía en igual medida. Permíteme, pues, que deje la tarea de desatar esta versión ruso-ucraniana del nudo gordiano a aquellos a quienes corresponde por derecho: a expertos de todas aquellas especialidades que yo, como Ledeneva, admito que no figuran en mi caja de herramientas particular y que no podré adquirir en tan poco tiempo. Y permíteme también que pase directamente al área en la que me siento un poco más cómodo: la de la cuestión de crucial importancia que plantea, y que no es otra que el problema de la capacidad de la «manipulación mediante la publicidad política» para crear en la sociedad contemporánea «necesidades en las personas y hasta criterios por los que estas midan su propia felicidad, [y para] fabricar a los héroes de nuestro tiempo y [...] controlar la imaginación de las masas por medio de biografías laudatorias de unas presuntas trayectorias personales de éxito».
Y, en particular, al segundo de tus interrogantes, que, de tener una respuesta afirmativa, matizaría el mensaje del primero: el de si «estas formas y técnicas de manipulación, lavado de cerebro y condicionamiento [...] pueden ser usadas con mayor eficacia por las dictaduras, los regímenes intimidatorios y los Estados “canallas” que por las democracias». Vaya por delante que yo no creo que la alternativa sea entre responder sí o responder no a esa pregunta, dado que la naturaleza misma de la manipulación —y no solo su eficacia y sus probabilidades de éxito— difiere marcadamente entre uno y otro sistema: dictadura y democracia. En último término, la diferencia se reduce a la que separa el poder «duro» del poder «blando». En las democracias, los destinatarios a quienes ahora se reserva la fuerza del «poder duro» (el poder de la coacción y de la imposición, que se fundamenta en reducir las opciones disponibles y en encarecer cualquier apuesta por opciones no deseables, así como en aplicar la fuerza o en amenazar con el uso de esta) son aquellos que están en los márgenes y que difícilmente pueden responder a las tentaciones, que son la característica distintiva de la estrategia de dominación basada en el «poder blando». En las dictaduras, la aplicación de la fuerza no ha dejado de ser el ingrediente principal de la estrategia de dominio.
Trasladada a una versión actualizada de 1984, esa diferencia se nos manifiesta en la preponderancia que para los tiranos, los dictadores y los autócratas continúa teniendo el monopolio de los canales de información que son de propiedad, supervisión y/o gestión estatal, así como el silenciamiento de las opiniones disidentes y la persecución de quienes las expresan, todo para incrementar los costes personales de la disidencia hasta niveles que inspiren/ animen/impongan en los súbditos la interiorización de la práctica de la autocensura y el doblepensar (el hablar de una forma en privado y de otra en ocasiones y entornos públicos). En las democracias, sin embargo, hay una preferencia por el dominio basado en el «poder blando» (el poder de la tentación y la seducción), significativamente menos costoso, por lo que, para la mayoría de súbditos, los medios de aplicación ocasional de la coacción más pura y dura (que, en los cálculos de los ciudadanos, no incluye la «coacción económica», considerada esta como «ley de vida» innegociable y constante) se mantienen en un horizonte distante, reservados a los problemas de «ley y orden» o de inseguridad ciudadana, y destinados por lo tanto a «ellos», no a «nosotros». Se trata de una coerción necesaria a fin de desactivar «su» (de ellos) potencial
La democracia parece hacer caso del dicho popular: «Si no puedes vencerlos, únete a ellos».
para causar problemas y a fin de mantenerlos alejados a la fuerza de la posibilidad de que causen tales problemas, apuntalando al mismo tiempo «nuestra» libertad y «nuestros» derechos. Con la ayuda incansable de los medios y de los mercados de consumo, la democracia consigue transformar la desafección social (individual, personalizada y privatizada hoy en día) para que deje de ser una carga y pase a ser un activo, para que deje de ser una fuerza perturbadora y antisistémica y pase a ser un recurso, un bidón de grasa que lubrique sus engranajes. Me siento tentado a opinar que la democracia —que, no por casualidad, está tan relacionada con la economía capitalista y con la cultura consumista— ha materializado lo que todos los constructores de orden de todos los tiempos soñaron alcanzar pero rara vez consiguieron: que «deseemos» hacer lo que «debemos» hacer. La práctica actual de la democracia es más huxleyana que orwelliana; o, mejor dicho, consigue unos efectos orwellianos aplicando medios huxleyanos, por lo que prescinde de la necesidad de tener un Ministerio de la Verdad o del Amor. En resumidas cuentas, me resulta difícil juzgar qué sistema sociopolítico manipula las mentes y la conducta de sus súbditos con mayor eficacia. Ni el uno ni el otro pueden funcionar sin manipulación.
Después de todo, la esencia del orden —de cualquier orden, del orden como tal— es y solo puede ser la manipulación de las probabilidades; en el caso de los órdenes sociales, se trata de las probabilidades de elección de unos comportamientos humanos u otros. A esa crueldad inhumana, la manipulación de estilo dictatorial añade la de generar conflictos que es incapaz de resolver o de reconciliar, y que, por ese motivo, llevan a la larga a su caída. Tampoco puede absorber ni desarmar el indisoluble e indestructible voluntarismo de esos súbditos humanos. En ese terreno, la democracia parece hacer caso del dicho popular: «Si no puedes vencerlos, únete a ellos». En lugar de desangrarse, al más puro estilo totalitario, en una guerra vana e infructuosa contra la inalienable libertad humana de elegir, ha conseguido aprovechar esa libertad como uno de sus recursos más eficientes y ventajosos: ciertamente, una hazaña fuera del alcance de (y, por lo tanto, increíble para) los tiranos y los dictadores. La profesora Anna Wolff-Powe¸ska ha señalado recientemente que el estado de ánimo popular a comienzos del siglo xxi recuerda de forma siniestra al que predominaba en Europa cien años antes y que condujo entonces a la guerra mundial y al nacimiento de los dos regímenes totalitarios más formidables y horribles de la historia.Los rasgos constitutivos de ese estado de ánimo son hoy, como eran entonces, «una profunda asimetría entre el desarrollo de una civilización mayormente científico-tecnológica y el déficit de sensibilidad social en toda Europa, así como el deprimente estado moral de unos seres humanos dispuestos a desplegar en cualquier momen- to sus pasiones destructivas» y «sus sensaciones de desorientación y desarraigo, sin nadie en quien confiar», una mentalidad especialmente susceptible de malos usos propagandísticos y populistas.
Ese fue precisamente el telón de fondo sobre el que muchas de las grandes luminarias de la élite intelectual de su momento expresaron sus particulares elogios a la capacidad purificadora del poder brutal y descarnado, y fue ese trasfondo el que ayudó a que aquellos panegíricos se hicieran oír y fueran escuchados con avidez y gozo. Max Scheler escribió que «el hierro y la sangre fertilizan los espíritus»; Thomas Mann opinó que la guerra tiene el poder de purificar, liberar y ofrecer esperanzas que, de otro modo, están ausentes o se frustran. Tras referirse a una larga lista de los más distinguidos e influyentes autores de aquella era, «desde Nietzsche a Sorel y Pareto, de Rimbaud y T. E. Lawrence a Jünger, Brecht y Malraux, de Bakunin y Nechayev a Alexander Blok», Hannah Arendt concluía que aquella generación estaba «completamente absorbida por su deseo de ver la ruina de todo ese mundo de falsa seguridad, falsa cultura y falsa vida» y que la «destrucción sin mitigación, el caos y la ruina como tales asumieron la dignidad de valores supremos». EXTRACTO de "Maldad líquida" (Paidós), y el debate entre el ensayista polaco y el filósofo judío-lituano.