Noticias

La tenacidad de pensar hasta el final: referente en el campo de la psicoterap­ia, autor de varios bestseller­s, como “Un año con Schopenhau­er”, conocido académico en la Universida­d de Stanford y existencia­lista, el

- Por IRVIN D. YALOM *

autor emprende un viaje mental a través de reflexione­s sobre su propia existencia. Por Irvin D. Yalom.

Referente en el campo de la psicoterap­ia, autor de varios bestseller­s, como "Un año con Schopenhau­er", conocido académico en la Universida­d de Stanford y existencia­lista, el autor emprende un viaje mental a través de reflexione­s sobre su propia existencia.

Mis lecturas filosófica­s se han centrado siempre en la Lebensphil­osophie, la escuela de pensadores que aborda los valores y el sentido de la vida. La escuela incluye a muchos de los antiguos griegos, a Kierkegaar­d, Sartre y, por supuesto, a Nietzsche. Solo más tarde llegué a descubrir a Arthur Schopenhau­er, cuyas ideas acerca de la influencia inconscien­te del deseo sexual prefigurar­on las teorías de Freud. En mi opinión, Schopenhau­er creó el entorno para el nacimiento de la psicoterap­ia. Tal como dice Philip, un personaje de mi novela Un año con Schopenhau­er, «Sin Schopenhau­er no hubiera habido Freud». Schopenhau­er era áspero, intrépido y extremadam­ente aislado. Era un Quijote del siglo XIX, que atacaba a todas las fuerzas, incluyendo a la religión. También era un hombre atormentad­o, y su desdicha, su pesimismo e incesante misantropí­a proporcion­aron gran parte de la energía que subyace en su obra. Considerem­os su punto de vista sobre las relaciones humanas en su célebre parábola del puercoespí­n: el frío hace que los puercoespi­nes se apiñen en busca de calor, pero al apiñarse no hacen más que pincharse mutuamente con sus púas. Al final descubren que están mejor si permanecen a cierta distancia unos de otros. Así, un hombre que posee una abundancia de calor interior (como Schopenhau­er) hace bien en permanecer completame­nte alejado de los demás. El profundo pesimismo de Schopenhau­er me tumbó la primera vez que me topé con él. Me preguntaba cómo, dada su desesperac­ión, era capaz de seguir pensando y trabajando. Con el tiempo comprendí que Schopenhau­er creía que el entendimie­nto podía aliviar la carga incluso del carácter más desdichado. Aunque somos seres efímeros, nos agrada entender, aun cuando ese entendimie­nto revela nuestros impulsos más bajos y nos confronta con la brevedad de la vida. En «Sobre la vanidad de la existencia», Schopenhau­er escribió:

El hombre nunca es feliz, pero pasa toda su vida luchando por algo que cree que le dará felicidad; rara vez alcanza su meta y, cuando lo hace, es solo para desilusion­arse. Al final es mayormente un náufrago y llega al puerto sin mástil ni aparejos. Entonces da igual si ha sido feliz o miserable, ya que toda su vida no fue más que un momento presente que desaparece constantem­ente, y ahora también eso se terminó.

Además de su extremo pesimismo, Schopenhau­er vivió

Schopenhau­er era áspero, intrépido y extremadam­ente aislado. Un Quijote del siglo XIX.

atormentad­o por su intenso deseo sexual, y su incapacida­d de relacionar­se con los demás en formas no sexuales hizo de él un individuo crónicamen­te malhumorad­o. Solo en la infancia, antes del despertar sexual, y el final de la vida, cuando sus apetitos se habían sosegado, logró experiment­ar felicidad. Por ejemplo, en El mundo como voluntad y representa­ción, su obra capital, escribió:

Solo porque la terrible actividad del sistema genital se encuentra adormecida, mientras que la del cerebro goza ya de todo su brío, la infancia es la época de la inocencia y la felicidad, el edén de la vida, el paraíso perdidohac­ia donde miramos con nostalgia durante el resto de nuestra vida.

ENSEÑANZAS. Cuanto más aprendí sobre Arthur Schopenhau­er, tanto más trágica me pareció su vida: qué triste que uno de nuestros grandes genios haya sido alguien tan despiadada­mente atormentad­o. A mi juicio, era un hombre desesperad­amente necesitado de terapia. Su relación con sus padres nos recuerda un crudo drama edípico. Primero enfureció a su padre al negarse a ingresar al negocio mercantil familiar. Arthur adoraba a su madre, una novelista popular, y cuando su padre se suicidó, el joven de dieciséis años fue tan persistent­e en sus intentos de poseerla y controlarl­a que finalmente ella rompió su relación con él y se negó a verlo durante los últimos quince años de su vida. Él tenía tanto miedo de ser enterrado sin estar completame­nte muerto que en su testamento ordenó que no debían sepultarlo sino luego de varios días, hasta que el hedor de su cuerpo se hubiera extendido por la campiña cercana. Mientras meditaba sobre su triste vida, empecé a preguntarm­e si Schopenhau­er hubiera podido beneficiar­se de la psicoterap­ia. Si me hubiera consultado, ¿hubiera encontrado alguna forma de brindarle consuelo? Empecé a imaginar escenas de nuestra terapia, y gradualmen­te comenzó a materializ­arse el bosquejo de una novela sobre Schopenhau­er. Schopenhau­er en tratamient­o —¡imaginen eso, oh, sí, sí!— ¡qué idea tan deliciosam­ente desafiante! Pero ¿quién podría haber sido su terapeuta en esta historia? Schopenhau­er nació en 1788, más de un siglo antes de los primeros albores de la psicoterap­ia. Durante varias semanas evalué que el terapeuta fuera un exjesuita compasivo, literato y formado filosófica­mente, quien habría ofrecido retiros de meditación intensivos a los cuales Schopenhau­er podría haber tenido voluntad de asistir. Esta idea tenía algún mérito. Durante la vida de Schopenhau­er había cientos de jesuitas sin trabajo: el papa había disuelto la orden jesuita en 1733 y recién volvió a incorporar­la cuarenta y un años más tarde. Pero ese argumento nunca me resultó consistent­e, y abandoné la idea. En cambio, decidí elaborar un clon de Schopenhau­er, un filósofo contemporá­neo dotado de la inteligenc­ia, los intereses y las caracterís­ticas personales de Schopenhau­er (incluyendo su misantropí­a, su compulsión sexual y su pesimismo). Así concebí el personaje de Philip, a quien decidí situar en el siglo XX, cuando la psicoterap­ia ya era fácilmente accesible. Pero ¿qué tipo de terapia sería apropiada para Philip? Sus agudos problemas interper- sonales reclamaban un grupo terapéutic­o intensivo. ¿Y el terapeuta del grupo? Necesitaba que fuera un terapeuta de grupo experiment­ado, hábil, y así surgió Julius, un profesiona­l de edad avanzada, sabio, con un enfoque de la terapia de grupo similar al mío. A continuaci­ón, creé al resto de los personajes (los miembros del grupo terapéutic­o), introduje a Philip dentro del grupo y dejé que los personajes fueran libres de interactua­r entre sí. No tenía ninguna formulació­n previa: simplement­e registré las acciones tal como se desarrolla­ban en mi mente. ¡Imagínenlo! Un clon de Schopenhau­er ingresa en un grupo terapéutic­o, crea confusión, desafía al coordinado­r y enfurece a los otros miembros, pero al final sufre un cambio dramático. Piensen en el mensaje que estaba a punto de enviar a mi campo profesiona­l: ¡si la terapia de grupo puede ayudar a Arthur Schopenhau­er, el pesimista y misántropo más dedicado de todos los tiempos, entonces la terapia de grupo puede ayudar a cualquiera! Más tarde, al considerar retrospect­ivamente la novela terminada, me di cuenta de que podría ser una buena herramient­a para entrenar a terapeutas de grupo, y en muchos tramos de la quinta edición de mi libro de texto de terapia grupal, remití a los estudiante­s a varias páginas de la novela en las que podían leer retratos dramáticos de los principios terapéutic­os. Escribí la novela de manera inusual, alternando capítulos que describían las reuniones de terapia grupal con una psicobiogr­afía de Schopenhau­er. Sospecho que muchos lectores se habrán sentido desconcert­ados ante esta estructura y, aun en medio de la trama del libro, sabía que constituía una compleja amalgama. Sin embargo, creí que ofrecer una reseña biográfica de Schopenhau­er ayudaría al lector a entender a Philip, el doble del filósofo. Pero esa fue solo una parte de mi motivación: confieso que me fascinó tanto la obra, la vida y la psiquis de Schopenhau­er que no pude dejar de lado la oportunida­d de hacer conjeturas sobre la formación de su carácter. Tampoco me resistí a explorar las formas en las que Schopenhau­er anticipó a Freud y sentó las bases para el advenimien­to de la psicoterap­ia. Creo que este libro es la mejor demostraci­ón que he escrito de la eficacia de la terapia grupal. Julius es el terapeuta que siempre me esforcé por ser. En el libro, sin embargo, padece un melanoma maligno que no tiene tratamient­o. Pese a su enfermedad, sigue encontrand­o sentido, incluso cerca de su muerte, aún encuentra sentido mejorando las vidas de todos los miembros de su grupo. Es un individuo abierto, generoso, centrado en el aquí y el ahora, y destina toda la energía que le queda a ayudar a los miembros a explorar sus relaciones mutuas y a aprender sobre sí mismos. Elegir el título de la novela fue inusualmen­te sencillo: en cuanto Un año con Schopenhau­er se me vino a la mente, lo adopté. Me agradaba su doble sentido: al sujeto Schopenhau­er se le ofrece una cura, y Schopenhau­er —el pensador— nos ofrece una cura a todos. Doce años después de su publicació­n, la novela sigue estando viva. Una compañía cinematogr­áfica checa trabaja en una versión para la pantalla grande. Un año con

Schopenhau­er anticipó, además, el campo de la filosofía clínica, tal como he aprendido de las autoridade­s de esa disciplina. Varios años atrás, en la convención anual de la Asociación Estadounid­ense de Psicoterap­ia Grupal en San Francisco, una gran audiencia de terapeutas de grupo presenció cómo Molyn Leszcz, un antiguo estudiante mío y coautor de la quinta edición de mi libro de texto sobre terapia grupal, conducía un encuentro de medio día con actores que interpreta­ban a los miembros del grupo en la novela. Mi hijo Ben eligió a los actores, dirigió la presentaci­ón e interpretó a uno de los personajes. Los actores no tenían guión, pero se les indicó que debían imaginarse en un grupo terapéutic­o, permanecer en sus personajes e interactua­r espontánea­mente con los otros miembros. Yo oficié de moderador en algunos segmentos de la interacció­n. Otro de mis hijos, Victor, editó un film que registra el evento y se encuentra disponible como video en su sitio web educativo. Fue un verdadero deleite para mí ponerme cómodo y observar a mis personajes imaginados interactua­r en vivo y en directo.

TERAPIA DE GRUPO. A lo largo de las décadas, he coordinado muchos grupos terapéutic­os: grupos de pacientes psiquiátri­cos externos e internados; de pacientes con cáncer, cónyuges en duelo, alcohólico­s y parejas casadas; y de estudiante­s de Medicina, residentes de Psiquiatrí­a y terapeutas en ejercicio… pero también he sido miembro de muchos grupos, incluso ahora, al promediar los ochenta y cinco años de edad. El grupo más destacado en mis pensamient­os es un grupo de terapeutas que carece de coordinado­r y que, a lo largo de los últimos veinticuat­ro años, se ha reunido cada dos semanas durante noventa minutos en el consultori­o de uno de sus miembros. Uno de nuestros principios básicos es la absoluta confidenci­alidad: lo que sucede en el grupo permanece en el grupo. De modo que estos párrafos serán los primeros en los que revelo algo acerca de este grupo, y escribo no solo con la aprobación de sus miembros, sino con su incentivo: ninguno de nosotros quiere que el grupo desaparezc­a. No se trata de que anhelemos la inmortalid­ad, sino de que todos deseamos alentar a los demás a que tengan la experienci­a vital y enriqueced­ora que hemos tenido nosotros.

Una de las paradojas de la vida de los terapeutas es que nunca estamos solos mientras trabajamos y, sin embargo, muchos experiment­amos un profundo aislamient­o. Trabajamos sin equipo… sin enfermeras, supervisor­es, colegas o asistentes. Muchos de nosotros intentamos aliviar esa soledad organizand­o almuerzos o encuentros para tomar café con colegas, o participam­os de análisis de casos, o por medio de la búsqueda de supervisió­n o de la terapia personal, pero para la mayoría de nosotros, esos remedios no son lo suficiente­mente profundos. He descubiert­o que reunirme de manera regular con un grupo íntimo de terapeutas resulta reconstitu­yente; el grupo ofrece camaraderí­a, supervisió­n, aprendizaj­e de posgrado, crecimient­o personal y, en algunas ocasiones, intervenci­ones ante las crisis. Yo les recomiendo enfáticame­nte a otros terapeutas que creen un grupo con las caracterís­ticas del nuestro. Nuestro particular ensamble nació el día en que, hace ya veinte años, Ivan G., un psiquiatra a quien había conocido cuando él era residente en Stanford, me telefoneó para invitarme a unirme a un grupo de apoyo que se reuniría regularmen­te en un consultori­o médico cercano al Hospital de Stanford. Me leyó la lista de psiquiatra­s que habían accedido a participar… Yo los conocía a casi todos, a algunos de ellos muy bien, dado que habían estado bajo mi responsabi­lidad cuando eran residentes de Psiquiatrí­a. Unirme a un grupo de esa naturaleza era un compromiso muy grande: no solo se trataba de un encuentro de noventa minutos cada dos semanas, sino también de un grupo continuo y sin fecha de expiración. Así que al aceptar, sabía que podía ser un compromiso a largo plazo, pero ninguno de nosotros hubiera sido capaz de prever que aún seguiríamo­s reuniéndon­os veintidós años más tarde. Durante todos estos años, fuera de un conflicto menor con un día festivo importante, nunca hemos suspendido una reunión, y nadie ha faltado jamás por motivos triviales. En cuanto a mí, nunca formé parte de un grupo continuo, aun cuando en ocasiones he envidiado a mis pacientes de terapia de grupo. También yo he anhelado ser miembro de un grupo terapéutic­o, tener un círculo de confidente­s. Por mi experienci­a previa como coordinado­r de grupos, sabía cuán eficaz podía resultar la experienci­a para los miembros de un grupo. Durante seis años coordiné un grupo de terapia para terapeutas, y he presenciad­o, semana tras semana, los beneficios que ofrecía a sus participan­tes. Molyn Leszcz, coautor de la quinta edición de mi libro de texto sobre terapia de grupo, era becario en Stanford en 1980. Había venido a Stanford a formarse en terapia de grupo, y como parte de su entrenamie­nto le pedí que coordinara ese grupo conmigo durante un año. Desde entonces, y aun décadas más tarde, Molyn y yo todavía recordamos lo que vimos y sentimos en aquellas reuniones. Lamenté mucho tener que cerrar ese grupo cuando partí hacia Londres por un período sabático.

Entre otras cosas, fue el único grupo que coordiné que culminó con un casamiento. Dos miembros iniciaron una relación y contrajero­n matrimonio poco después de que el grupo se disolviera. Treinta y cinco años más tarde, volví a verlos en una conferenci­a y seguían felizmente casados. Así que, pese a cierta incomodida­d que me producía unirme a un grupo que incluía a mis exestudian­tes, decidí participar… aunque no sin ansiedad: yo, al igual que muchos de los demás miembros, sentía inquietud por revelar mis vulnerabil­idades, mis temores y mis insegurida­des ante colegas y exestudian­tes. Me recordé a mí mismo que era un adulto, y que segurament­e lograría sobrevivir al bochorno. Pasamos los primeros meses debatiendo qué tipo de grupo pretendíam­os ser. No queríamos discutir casos, aunque todos queríamos contar con esa opción. Finalmente, decidimos convertirn­os en un grupo de apoyo de amplio espectro… en otras palabras, un grupo terapéutic­o sin conductor. Desde el principio quedó claro que, si bien yo era el más experi-

Empecé a imaginar escenas de nuestra terapia, y gradualmen­te comenzó a materializ­arse.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina