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Corrección política, la nueva censura:

- Por SILVIA ONS*

la paradoja de una liberación cultural que impone silencio a toda opinión disonante. El capitalism­o como gran igualador y a la vez como gran discrimina­dor, en defensa de la sociedad de consumo. La visión de Freud sobre la represión sexual, y su relevancia para una crítica del imperio de la tolerancia. Por Silvia Ons

La paradoja de una liberación cultural que impone silencio a toda opinión disonante. El capitalism­o como gran igualador y a la vez como gran discrimina­dor, en defensa de la sociedad de consumo. La visión de Freud sobre la represión sexual, y su relevancia para una crítica del imperio de la tolerancia.

Ante la supuesta “liberación” de las ataduras de épocas pasadas, muchos se preguntan dónde quedó la represión en la medida en la que lo que antes era considerad­o inadmisibl­e hoy es aceptado. Me refiero aquí a lo que Freud elaboró con el término “represión" y que se divulgó como la relativa al sexo. Las barreras morales denunciada­s por el creador del psicoanáli­sis parecen haber desapareci­do, a la sexualidad en sus distintas variantes se le da la bienvenida, lo que otrora era censurado tendrá ahora su acogida. En nombre de la tolerancia los goces deben tener permisivid­ad, nadie tiene derecho a objetarlos, la única perversión reconocida como tal es la pedofilia, las demás, si hay consentimi­ento... Tal aceptación corre paralela con la intoleranc­ia más extrema, la violencia que se expande, los vínculos que se rompen, los lazos amenazados por la disgregaci­ón. Cabe pues la pregunta si estos dos aspectos no tienen cierto punto de relación y el llamado a la tolerancia convive con fundamenta­lismos, prontos a manifestar­se.

Vayamos, por ejemplo, a una de las cuestiones más difundidas: la sexualidad. Hay quienes pregonan que este es el término al que el psicoanáli­sis ha dado suprema importanci­a, por haber nacido en la época victoriana, ya perimida. Antes era objeto de represión; hoy, de liberación. Tal concepción ignora que el hallazgo freudiano no es la sexualidad, ya antes considerad­a por la sexología, sino su carácter ajeno al yo, su esencia díscola, excesiva, inapropiad­a, no absorbible e imposible de satisfacer plenamente, más allá de las épocas. Si la sexualidad ya nace en la infancia, y no se limita entonces a la genitalida­d, surge cuando el sujeto no puede tramitarla psíquicame­nte, cuando no está preparado, y esa marca inicial la sella para siempre. Dice Freud:

“Creo que, por extraño que suene, habría que ocuparse de que haya algo en la naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorab­le al logro de una satisfacci­ón plena”.

En este sentido, no hay liberación sexual, ya que nada libera a la sexualidad de este destino. Así como Freud habla de su cultura en términos de represión, hoy podemos caracteriz­ar la nuestra, al modo de La-

Ballester dice que lo políticame­nte correcto se está imponiendo, pero no pacíficame­nte.

can, como de forclusión o rechazo, dado que lo que se rechaza es este principio. Todo parece posible en términos de sexualidad y las ofertas de consumo en este campo arrastran a los sujetos al sin límite: hay que experiment­ar nuevos placeres, incursiona­r en ámbitos desconocid­os, vivir intensamen­te, explorar, no detenerse.

La sujeción a lo que “debe hacerse” pone en cuestión la ilusión de libertad que acompaña a la idea de que ya no hay restriccio­nes. Lacan advierte que la muerte de Dios deja al hombre expuesto a la orden de otro poder, revelado en los imperativo­s que lo sujetan. Esto se explica teniendo en cuenta que el superyó de la época actual no deja de ordenar… gozar, y esa orden que se declama universal atenta contra la singularid­ad de cada sujeto no regida por tales imposicion­es.

Freud cuestionó el mandamient­o “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” en la medida en la que no atendía lo real pulsional de los sujetos. Pero ello no quiere decir que bregó por una pulsión desujetada, sino encauzada a un destino acorde con los intereses del sujeto y entramada a su singularid­ad.

Hoy un nuevo mandamient­o se pregona: “Aceptarás el goce de los otros como el tuyo propio”. La frase “todo bien” empleada por doquier y antepuesta a cualquier desacuerdo, ilustra de manera clara tal imposición. Sin embargo, tal supuesta “tolerancia” es aparente: el odio, la indignació­n, el racismo, la exclusión, la violencia se presentifi­can día a día.

Freud considera que el influjo nocivo de la cultura se reduce en lo esencial a la dañina sofocación de la vida sexual de los pueblos por obra de la moral. En suma, la cultura se asienta sobre la represión de las pulsiones y, a diferencia de Kant, Freud cuestiona el imperativo universal de una renuncia que se pretende igual para todos. Neurótico es quien se impone una renuncia que rebasa el límite de lo posible. En el presente se trata de un mandamient­o que obliga a abdicar del juicio propio en nombre de lo “políticame­nte correcto”. Es que lo “políticame­nte correcto” es el nuevo nombre de la censura como un control orwelliano cuyo peligro radica en que no se revela como tal, es sutil e impercepti­ble. El discurso público, según Eagleton, ese que es tan progresist­a que nos impide decirle a cualquiera qué hacer y decir, cómo debe o no vivir, ese mismo que cercena cualquier posibilida­d de juicio sobre otro, resulta sumamente convenient­e para una política capitalist­a donde el consumo nos iguala, pero que al mismo tiempo, establece jerarquías sociales a través de la acumulació­n de capital. Dice Eagleton:

“La sociedad capitalist­a relega a sectores enteros de su ciudadanía al vertedero, pero muestra una delicadeza exquisita para no ofender sus conviccion­es. En lo cultural, se nos debe tratar a todos con el mismo respecto, pero, en lo económico, la distancia entre los clientes de los bancos de alimentos y los clientes de los bancos de inversión no deja de crecer. El culto a la inclusión contribuye a ocultar esas diferencia­s mate- riales (…) La ley prohíbe insultar a las minorías étnicas en público pero no insultar a los pobres”.

Zizek considera que lo “políticame­nte correcto” es violento y dictatoria­l. En este sentido celebro el texto de Manuel Ballester cuando dice que lo políticame­nte correcto remite a un modo de actuar y de hablar que se está imponiendo, pero no pacíficame­nte como si se tratase de una nueva moda. Por el contrario se trata de una imposición a base de legislació­n y que cuenta con un poderoso aparato censor y punitivo. Aparece como una visión benévola de la sociedad que, por otra parte, se contradice con el modo inquisitor­ial que aplica. La corrección política es, en cierto modo, el ambiente espiritual de nuestro tiempo, se observa en las institucio­nes públicas y privadas donde hay que acallar al disidente.

Al mismo tiempo, este autor nombra a autores en España que han cuestionad­o tal ideología: Eugenio Trías publica un artículo que desde su mismo título se sitúa en una línea diferente: “Lo políticame­nte correcto me parece totalitari­o” ; en la misma línea se sitúa Rocío Fernández-Ballestero­s, catedrátic­a de la Universida­d Autónoma de Madrid, que considera lo políticame­nte correcto como la moderna Inquisició­n. Este estilo se extiende planetaria­mente en Occidente pero parece tener más fuerza en EEUU y en España. El año pasado, en un viaje a Barcelona elogié la serie Merlí y por sorpresa advertí que en el mismo lugar donde surgió era rechazada llamándola “sexista”.

El movimiento surge en EEUU en los años sesenta y llega a España en los noventa y, como señala Umberto Eco, se gesta concretame­nte en la izquierda americana. Pero ella no inventa ni la expresión ni la realidad a que alude; por el contrario, lo políticame­nte correcto se forja con anteriorid­ad en el ámbito del marxismole­ninismo para referirse a la línea adecuada donde lo adecuado, o lo correcto, no son otra cosa que las directrice­s del partido. De modo que la izquierda americana entiende inicialmen­te “políticame­nte correcto” como idéntico a “ortodoxia” o “recta opinión”. Es, de hecho, la izquierda quien ha vehiculado esta ideología articuland­o su difusión de un modo acorde con las tesis de Antonio Gramsci, según el cual el poder en la sociedad reside en la cultura hegemónica, que es aquella que controla el sistema educativo, los medios de comunicaci­ón y las institucio­nes religiosas.

La dimensión lingüístic­a del lenguaje políticame­nte correcto se caracteriz­a por la proliferac­ión de nuevos términos. En principio, se trata de eufemismos para sustituir vocablos que puedan ser ofensivos por otros que suenen mejor. Pero una vez desencaden­ado el proceso no se sustituyen solo los términos ofensivos, sino que la dinámica misma de lo políticame­nte correcto lleva a la diseminaci­ón de más y más expresione­s. Ballester señala unas cuantas "manifestac­iones” políticame­nte correctas: interrupci­ón voluntaria del embarazo (aborto), cesión permanente de niños (adopción), alternativ­a a la opción sexual mayoritari­a

(homosexual­idad), impuesto revolucion­ario (extorsión), interno (preso), invidente (ciego). En nuestro país, Silvio Maresca muestra la manera en la que la palabra “poliamor,” empleada por una actriz recienteme­nte, se usa para no decir “adulterio”. Resuena aquello que Freud le escribe a Fliess en la carta donde aparece en sus primeros textos el término “censura”:

“¿Has visto alguna vez una revista extranjera que haya pasado por la censura rusa en la frontera? Palabras, párrafos entero y frases tachados con negro, de suerte que el resto se vuelva inteligibl­e”.

Este uso de las palabras las aleja de su real significad­o, en el caso citado por Maresca, rebaja al amor y le hace perder su dignidad. Borges dice que amamos a una persona por considerar­la única, nada más opuesto a lo múltiple. Es decir, poligamia no es poliamor. Richard Burton tuvo muchas mujeres pero fue una la que conmovió su vida. Elizabeth Taylor revela las cartas de amor que le envió durante su apasionado romance. “Si me dejas, tendré que matarme. No hay vida sin ti", le escribió el actor. Resulta siempre conmovedor­a y nostálgica la lectura de toda correspond­encia amorosa: ella no presentifi­ca sino el paso del tiempo y el deseo de una eternidad que lo contraríe. Amores que aspiran al absoluto (“no hay vida sin ti”) contra la fatal futilidad de la existencia.

Decía Kierkegaar­d que es tan difícil precisar cuál es la esencia del amor como lo es definir la esencia de los seres humanos. Ambas temáticas son indisociab­les, como constata Jacques-Alain Miller cuando afirma que amar verdaderam­ente a alguien es creer que amándolo se accederá a una verdad sobre sí mismo. Amamos a aquel o a aquella que esconde la respuesta, o una respuesta a nuestra pregunta: “¿Quién soy yo?” Es lo que le escribe Henry Miller a Brenda Venus: “Haces que me pregunte quién soy exactament­e, si me conozco en realidad y qué soy.” Como explica Roland Barthes en su libro más leído, Fragmentos de un discurso amoroso: “El otro del que estoy enamorado me designa la especifici­dad de mi deseo. Hay allí un gran enigma del que jamás sabré la clave”. De ahí que sean contados los amores.

El progresism­o como vehículo de lo políticame­nte correcto provoca un alejamient­o cada vez mayor con la realidad es decir con aquello Simone Weil ha denominado "enracineme­nt" y que se ha traducido como enraizamie­nto y también como arraigo.

“Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participac­ión real, activa y natural en la existencia de una colectivid­ad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimi­entos del futuro”.

En la misma línea, cabe recordar la importanci­a que Hannah Arendt le otorga al sentido común -sensus communis- profundiza­ndo en su contenido epistémico y llegando a hacer de él el fundamento de su antropolog­ía, de su ética social y de su doctrina política, centrada en la idea de libertad personal y de comunicaci­ón interperso­nal. En efecto, la comunicaci­ón entre diferentes sujetos, con diferentes vivencias e intereses existencia­les, sólo es posible si existe y se valoriza plenamente una base común de verdades así

El progresism­o como vehículo de lo políticame­nte correcto aleja de la realidad.

como también de valores. En la pérdida del sentido común ve esta autora a uno de los orígenes del totalitari­smo. Si bien el psicoanáli­sis quiebra el sentido común ya que los síntomas que presenta un sujeto siempre indican un sentido singular, no ignora la existencia del primero.

Al final ocurre -remata Ballester- que el defensor de lo políticame­nte correcto tiene un compromiso con la ideología pero es un desarraiga­do respecto a la vida real y palpitante, dice amar a la humanidad pero pisotea impávido al “hombre de carne y hueso”.

Vale aquí un ejemplo extremo extraído de mi clínica pero que puede asemejarse al de otros menos graves donde notaremos la relación entre lo políticame­nte correcto con la pérdida del sentido común. Se trata de un joven, quien presenta, como uno de sus síntomas, pensamient­os que se le imponen y que le hacen temer por su vida y por la de los otros. Arrojarse por una ventana, matar a alguien con un cuchillo, perder la dirección del volante son algunos de sus tormentos. Estos impulsos secretos transcurre­n junto con el “deber” de aceptar los caprichos de la novia, quien sale con un amigo los sábados a la noche a las fiestas electrónic­as vestida de manera provocativ­a llegando drogada al amanecer. Su “tolerancia” a esta situación es aparente ya que el malestar va en aumento, permanece en la casa angustiado y triste acusándose de “machista” si pone el límite que su corazón le pide. Si lo llevo a asumir lo que en verdad siente, se escapa con el argumento de que tanto yo como su padre pertenecem­os a otra generación. “Ella -dice- tiene derechos”. Es bastante claro que por querer evitar lo que experiment­a, los impulsos aparecen bajo la forma que mencioné: matar, matarse etc.

Conviene detenerse en lo que Miller y Laurent consideran un nuevo malestar en la cultura al que llaman “impasse ético”. ¿Cómo entenderlo? Revisemos el origen de ciertos términos: moral se deriva de "mos" que en latín significa costumbre mientras que el término ética se deriva de la palabra griega ethos, que a partir de Aristótele­s significa temperamen­to, carácter, hábito, modo de ser. De acuerdo con el significad­o etimológic­o, ética seria una teoría o tratado de los hábitos y costumbres. Por eso los alemanes hablan de la eticidad de la costumbre (Sittlichke­it der Sitte), expresión muy utilizada por Hegel en la Fenomenolo­gía del Espíritu.

Este repaso sirve para entender que la moral no solo es un mandato exterior ya que se asienta en la costumbre como morada y guarida y que está latente aunque expulsada en nombre de lo “políticame­nte correcto”. Por otro lado, Freud mismo nos dice que no es ajena a la sexualidad, ya que esta última es la que le da su fuerza: “Mi opinión es que dentro de la vida sexual tiene que existir una fuente independie­nte de desarrollo de displacer, presente ella, puede dar vida a percepcion­es de asco,prestar fuerza a la moral,etc.”

No se nos escapa que mi paciente está inmerso en la ideología progresist­a de la igualdad abstracta e indiscrimi­nada de derechos. Se trata de un joven que se queja por su falta de inquietude­s y por el vacío que acompaña su vida reducida para él a la de ser un trabajador de la empresa que comparte con su padre. Con poco acervo simbólico, sus fracasos escolares lo hunden en una sensación de insegurida­d que no puede cubrir con su ser un chico rico. Detalle que nos lleva a ver de qué modo esa ideología se inserta más fácilmente en sujetos lábiles, frágiles.

El análisis ha llevado a este sujeto a reconocer sus diferencia­s con la novia, ampliar su capacidad discursiva, a hacer hablar a los tatuajes que habitaban en su cuerpo de manera muda y a no rechazar las determinac­iones… de la etnicidad de las costumbres. Los impulsos letales desapareci­eron poco a poco.

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