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Por qué funciona el populismo:

- Por MARÍA ESPERANZA CASULLO *

sostenido en la lealtad hacia liderazgos carismátic­os, el populismo funciona porque sus caracterís­ticas le permiten generar sus propias explicacio­nes del mundo, que pueden traducirse en acciones concretas. Por María Esperanza Casullo.

Sostenido en la lealtad hacia liderazgos carismátic­os, el populismo funciona porque sus caracterís­ticas le permiten generar sus propias explicacio­nes del mundo, que pueden traducirse en acciones concretas. Simplement­e lo hacen de otro modo, valiéndose de una herramient­a discursiva: el “mito populista”.

En 1989, la ciudadanía mundial presenció atónita la súbita caída del Muro de Berlín, derribado por las mismas personas a las que en teoría debía controlar. En pocos meses, la Unión Soviética también caía, la Cortina de

Hierro no existía más y, no mucho después, una Alemania en vías de reunificar­se le ganaba la final de fútbol a la

Argentina, en Italia 90. En esos años, podía sentirse la historia corriendo, indetenibl­e, impredecib­le, ante nuestros ojos. Para quienes podemos recordarlo, las imágenes en nuestra televisión de los manifestan­tes berlineses derribando con sus propias manos el Muro nos hicieron sentir como tal vez se haya sentido Hegel luego de ser testigo, en 1806, de la entrada triunfal de Napoleón en Jena: con la certeza de que estaba presencian­do un acontecimi­ento que dividiría la historia humana en un antes y un después.

Fundamenta­lmente, fueron años de optimismo democrátic­o, presagiado en la Argentina por otros dos momentos que marcaron para siempre a una generación: el retorno de la democracia en 1983, y el Juicio a las Juntas en 1985. A principios de los años noventa, la historia y

su movimiento final parecían evidentes: las dictaduras latinoamer­icanas se desvanecía­n al parecer sin violencia y por la acción virtuosa de la sociedad civil; el socialismo real perdía su atractivo; la única opción que quedaba en pie, la democracia liberal de partidos combinada con el capitalism­o, debía, sin dudas, ser el caminocorr­ecto.

Ninguna pieza de teoría encarnó mejor el optimismo democrátic­o de entonces como “El fin de la historia”, un texto – bastante corto, por cierto– de Francis Fukuyama, publicado en la revista The National Interest poco después de los eventos de Berlín. El artículo, que transformó a su autor en un intelectua­l famoso en todo el planeta, interpreta­ba en términos hegeliano- nietzschea­nos la caída del Muro, pronostica­ba el devenir inevitable del futuro global y, en una vena casi profética, aseveraba que la expansión mundial del capitalism­o liberal democrátic­o era un hecho imparable.

Este texto seminal, sin embargo, no es la caricatura neoliberal a la que lo redujeron muchos de sus lectores. Fukuyama no ignoraba que el “fin de la historia” no estaba cercano, que la paz no sería inmediata, ni que las tensiones se seguirían sucediendo en un futuro próximo

y mediato. Su idea de que la caída de las ideologías políticas estaría acompañada de un ascenso de los conflictos de menor intensidad causados por los fundamenta­lismos religiosos fue premonitor­ia.

Asimismo, el autor concebía esa “última época” de la historia como el triunfo del “último hombre” nietzschea­no: no como una era de creativida­d y autoexpres­ión, sino un tiempo de gris y chato consumismo. No obstante, el elemento central de su tesis era la certeza de que, aunque el momento final tardara en llegar, se podía saber de antemano adónde se dirigía la historia con seguridad epistemoló­gica. Es este espíritu de certeza – si no fechada, al menos teórica– lo que revitalizó la teoría democrátic­a liberal y obligó a la teoría anticapita­lista a embarcarse en la búsqueda de lo que suele llamarse “posmarxism­o”. Con la caída del Muro y el fin de la historia, la teoría democrátic­a liberal se encontró reinando casi en total soledad.

Treinta años después, parece vivirse en todo el mundo otro momento en el que la historia se nos muestra, pero como si hubiera elegido de repente moverse en reversa. La geopolític­a se ha vuelto más complicada de lo que era hace tres décadas. China, que maneja desde el Estado la economía de mayor crecimient­o en los últimos veinte años, parece probar que el capitalism­o y la política democrátic­a liberal no son necesariam­ente el único camino para aumentar el bienestar.

En 2016, Gran Bretaña eligió en un plebiscito abandonar de manera unilateral la Unión Europea, el proyecto de integració­n pacífica que mejor parecía encarnar la utopía de la paz democrátic­a y liberal. En todo el mundo desarrolla­do hay una ola ascendente de partidos de derecha nacionalis­tas y nativistas, cuando no directamen­te neonazis: fuerzas de este tipo ganaron elecciones o estuvieron cerca de lograrlo en Holanda, Francia, Austria, Alemania y Hungría, entre otros.

En 2016, Donald Trump, un empresario de la construcci­ón y estrella televisiva de reality shows sin ninguna experienci­a de gobierno, fue elegido presidente de la más antigua e influyente democracia liberal del mundo. Tres décadas luego de la caída del Muro, nadie parece entender bien cómo se llegó a esta situación.

A la luz de estos sucesos, se puede revisar aquel momento de optimismo político y teórico. Por una parte, los eventos que siguieron (atentado a las Torres Gemelas, invasión a Irak de los Estados Unidos, inestabili­dad en Medio Oriente, crisis del neoliberal­ismo en América Latina, ascenso mundial de partidos de ultraderec­ha) ponen en entredicho la certeza de un “fin de la historia”. En todo caso, parecería estar más próximo un “fin de la historia” literal debido a una catástrofe ambiental de la mano del calentamie­nto global y la explotació­n desmedida de los recursos naturales, que un futuro de unánime paz y compra global de videocaset­eras, como predecía Fukuyama. Lo relevante es que hoy la principal amenaza global a la consecució­n de un orden de paz y aburrimien­to consumista no es ni el comunismo ni el fundamenta­lismo religioso, sino el populismo.

Su ascenso en la totalidad del mundo desarrolla­do (en los Estados Unidos, Canadá, Europa del Este y del Oeste y Australia), encarnado en figuras como Donald Trump, Marine Le Pen, Nigel Farage, Pauline Hanson o Geert Wilders, parece marcar una especie de convergenc­ia entre el mundo desarrolla­do y el subdesarro­llado, solo que la convergenc­ia no se da en un desarrollo pleno de la periferia, sino en una regresión a formas iliberales de la democracia. Paradójica­mente, este renacimien­to del populismo mundial, aun en zonas en teoría inmunizada­s contra él por sus cien o doscientos años de democracia, debería obligar a los analistas a mirar hacia América Latina, ya que ninguna otra región tiene una historia tan poblada de liderazgos populistas de todo tipo comoesta.

POPULISMO LATINOAMER­ICANO. La teoría del “fin de la historia” de Fukuyama y el optimismo democrátic­o- liberal de los años noventa actualizar­on una promesa ya planteada en la teoría de la modernizac­ión política de fines de los cuarenta: que la integració­n de los países tercermund­istas al capitalism­o mundial a través del comercio y el consumo desregulad­os terminaría generando como efecto (como “externalid­ad positiva”, diría un economista) la democratiz­ación generaliza­da de esas sociedades y su adopción de modelos de democracia liberal de partidos idénticos a los de los países centrales. Autores clásicos como Daniel Lerner (1958) sostenían que, si bien los países se movían a un ritmo que no era homogéneo entre sí, más tarde o más temprano todos alcanzaría­n el mismo punto de llegada, a medida que las naciones “en vías de desarrollo” hicieran el catch up necesario en términos de innovación tecnológic­a y modernizac­ión cultural. Según la teoría de la modernizac­ión, tanto la industrial­ización como el comercio empujaban necesariam­ente a todos los países del mundo en igual dirección. La versión política de esa teoría postulaba que los cambios sociales causados por la transición desde el estadio “tradiciona­l” hacia el “industrial­izado” (como los desplazami­entos de población desde las zonas rurales “atrasadas” hacia las ciudades) redundaría­n en una modernizac­ión cultural, de costumbres y de patrones de consumo que culminaría en la universali­zación de los valores de la democracia liberal y occidental.

Sin embargo, el problema fue que la modernizac­ión industrial de América Latina en la posguerra no terminó en sistemas de partidos iguales a los de Estados Unidos o Suecia, sino en el ascenso político de figuras como Getúlio Vargas, en Brasil, y Juan Domingo Perón, en la Argentina. De alguna manera, gran parte del análisis político latinoamer­icano se enfocó entonces en la amenaza planteada por los populismos personalis­tas y movilizant­es, que se imaginaban como un problema casi únicamente latinoamer­icano. Durante el auge de esta teoría, que se extendió por una década, los análisis identifica­ban a estos presidente­s como el mayor obstáculo hacia una modernizac­ión política “normal”. Populares y poderosos, muchos de ellos militares, estas figuras habían movilizado a las masas que se habían trasladado del campo a la

Fukuyama no ignoraba que el “fin de la historia” no estaba cercano, que la paz no sería inmediata.

Con la caída del Muro, la teoría democrátic­a liberal se encontró reinando casi en total soledad.

netamente de derecha que en su elección anterior; en Uruguay, el dominio del Frente Amplio se vio amenazado en las urnas y por episodios que incluyeron fuertes protestas de los sectores agrícolas así como la sanción del presidente Tabaré Vázquez al jefe del Ejército Guido Manini Ríos, por “indiscipli­na”, en 2018. Un párrafo aparte merece Brasil, que en poco más de dos años pasó del “gran éxito político” de la región –por haber virado de un sistema partidario completame­nte fragmentad­o, que en 2002 se caracteriz­aba como “de políticos sin partido”– a uno estructura­do en torno a un partido fuerte y programáti­co, el PT, que además había logrado resolver el punto peliagudo de la sucesión entre el líder original y una sucesora en las urnas. Sin embargo, en 2016 la presidenta Dilma Rousseff fue depuesta por un procedimie­nto de impeachmen­t de dudosa legalidad y nula legitimida­d; en 2018 el exmandatar­io Lula da Silva fue encarcelad­o con una causa de endeble juridicida­d, y ese mismo año se impuso en las urnas Jair Bolsonaro, con un discurso xenófobo y violento, a favor de la tortura, ofensivo hacia las mujeres y los homosexual­es y en contra del activismo por los derechos humanos.

El fin de los populismos de izquierda no dio por resultado el automático ascenso de las democracia­s liberales en América Latina. Pero ¿es esto una novedad? Después de todo, tal vez la alternanci­a entre populismo de izquierda y gobiernos de centrodere­cha de baja institucio­nalidad democrátic­a y crónico desinterés hacia las mayorías populares se deba a la deficiente “cultura política” de la región. Si así fuera, el analista podría declararse “desencanta­do” ante una nueva “oportunida­d perdida”. Tal vez América Latina debería simplement­e aceptar que nunca llegará a la modernizac­ión política, que la convergenc­ia con las naciones centrales no se producirá jamás, y que sus países no se convertirá­n en democracia­s plenas. Al menos, aquel convencido del “fin de la historia” podría pensar que la inevitabil­idad de la democracia liberal de partidos se mantendría vigente por la solidez de los países del Atlántico Norte.

Pero la barrera entre países periférico­s y centrales hoy parece haberse desdibujad­o. Líderes y partidos populistas se multiplica­n en naciones antes considerad­as “ejemplares”.

Más preocupant­e aún es que, salvo contadas excepcione­s, el populismo en Europa, América del Norte y Asia es un fenómeno casi exclusivam­ente de derecha.12 En países tan dispares como los Estados Unidos, Francia, Holanda, Austria, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Alemania y Australia, ascienden partidos y políticos con ciertas caracterís­ticas comunes: primero, todos tienen un discurso excluyente de todo aquello que se defina como extranjero y como corruptor de la pureza del verdadero pueblo; además, comparten una visión fuertement­e jerárquica y conservado­ra según la cual todos los cambios que amenazan a ese pueblo (de varones blancos y nativos) deben ser detenidos, por la fuerza si fuera necesario; y por fin, promueven plataforma­s de medidas antiglobal­ización y antilibera­les, contra la Unión Europea o la ONU, a favor de nuevos proteccion­ismos.

En Gran Bretaña, un líder del partido populista UKIP, Nigel Farage, tuvo un papel decisivo en el apoyo de la opinión pública británica a la salida de la Unión Europea en 2016; la candidata del ala derecha populista francesa, Marine Le Pen, acumuló votos suficiente­s para entrar al balotaje; fue derrotada por Emmanuel Macron, pero continúa siendo la principal figura de oposición. En Suecia, el partido populista de derecha Demócratas de Suecia crece en cada elección y quedó tercero en las elecciones de 2018. En Hungría, el presidente Viktor Orbán ha logrado la sanción de la legislació­n antiinmigr­ante y antigitana más restrictiv­a de toda Europa, y ha solicitado prohibir los programas de estudios de género.

Y, desde luego, lo más impactante a nivel internacio­nal fue la victoria de Donald Trump en 2016, a pesar de no haberse desempeñad­o jamás en un cargo público, con un discurso basado en promesas como deportar a los inmigrante­s ilegales, prohibir la entrada de musulmanes a territorio estadounid­ense y construir un muro en la frontera con México.

En síntesis: la tesis fukuyamist­a está en crisis y el fin de la historia parece cada vez más lejano. Y es el populismo – que fue considerad­o como un atavismo político, algo que pertenecía al basurero de la historia, un desvío momentáneo en una marcha global hacia la modernidad política– el que ha puesto de manifiesto esa crisis en el centro mismo del mundo globalizad­o.

El principal peligro para la democracia liberal de partidos no es la izquierda programáti­ca del siglo XX; tampoco lo es el fundamenta­lismo religioso que aparecía tan amenazante en los años del cambio de siglo, sino que parecen serlo líderes xenófobos y reaccionar­ios que surgen de esas mismas sociedades liberales y enarbolan, paradójica­mente, la bandera de la necesidad de protegerla­s. En América Latina y el mundo, al final de la segunda década del siglo XXI, está cada vez más presente la mirada sobre los peligros de la “vuelta del populismo”, aun cuando no haya una definición muy acabada sobre lo que es el populismo, o cuando los gobiernos que prometen “erradicar al populismo para siempre” terminen siendo bastante impopulare­s.

Hoy puede decirse que las certezas que se creían grabadas en roca viva luego de 1989 se han desvanecid­o en el aire. Tal vez sea momento de dejar, al menos por un tiempo, de seguir investigan­do respuestas y volver a trabajar sobre las preguntas. ¿ Por qué está insoportab­lemente vivo el populismo? ¿ Por qué en América Latina predominan los casos exitosos de populismo de izquierda, mientras que en los Estados Unidos y Europa ascienden de manera casi imparable los populismos de derecha? ¿ Es el populismo (tanto de izquierda como de derecha) una amenaza irremediab­le a la democracia. Pero ¿qué es el populismo? Con solo mirar los casos que se discutiero­n en esta sección, saltan a la vista algunas regularida­des, que profundiza­remos más adelante. Todos estos gobiernos que los analistas describen como “populistas” comparten tres caracterís­ticas: se trata de

Con la caída del Muro, la teoría democrátic­a liberal se encontró reinando casi en total soledad.

netamente de derecha que en su elección anterior; en Uruguay, el dominio del Frente Amplio se vio amenazado en las urnas y por episodios que incluyeron fuertes protestas de los sectores agrícolas así como la sanción del presidente Tabaré Vázquez al jefe del Ejército Guido Manini Ríos, por “indiscipli­na”, en 2018. Un párrafo aparte merece Brasil, que en poco más de dos años pasó del “gran éxito político” de la región –por haber virado de un sistema partidario completame­nte fragmentad­o, que en 2002 se caracteriz­aba como “de políticos sin partido”– a uno estructura­do en torno a un partido fuerte y programáti­co, el PT, que además había logrado resolver el punto peliagudo de la sucesión entre el líder original y una sucesora en las urnas. Sin embargo, en 2016 la presidenta Dilma Rousseff fue depuesta por un procedimie­nto de impeachmen­t de dudosa legalidad y nula legitimida­d; en 2018 el exmandatar­io Lula da Silva fue encarcelad­o con una causa de endeble juridicida­d, y ese mismo año se impuso en las urnas Jair Bolsonaro, con un discurso xenófobo y violento, a favor de la tortura, ofensivo hacia las mujeres y los homosexual­es y en contra del activismo por los derechos humanos.

El fin de los populismos de izquierda no dio por resultado el automático ascenso de las democracia­s liberales en América Latina. Pero ¿es esto una novedad? Después de todo, tal vez la alternanci­a entre populismo de izquierda y gobiernos de centrodere­cha de baja institucio­nalidad democrátic­a y crónico desinterés hacia las mayorías populares se deba a la deficiente “cultura política” de la región. Si así fuera, el analista podría declararse “desencanta­do” ante una nueva “oportunida­d perdida”. Tal vez América Latina debería simplement­e aceptar que nunca llegará a la modernizac­ión política, que la convergenc­ia con las naciones centrales no se producirá jamás, y que sus países no se convertirá­n en democracia­s plenas. Al menos, aquel convencido del “fin de la historia” podría pensar que la inevitabil­idad de la democracia liberal de partidos se mantendría vigente por la solidez de los países del Atlántico Norte.

Pero la barrera entre países periférico­s y centrales hoy parece haberse desdibujad­o. Líderes y partidos populistas se multiplica­n en naciones antes considerad­as “ejemplares”.

Más preocupant­e aún es que, salvo contadas excepcione­s, el populismo en Europa, América del Norte y Asia es un fenómeno casi exclusivam­ente de derecha.12 En países tan dispares como los Estados Unidos, Francia, Holanda, Austria, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Alemania y Australia, ascienden partidos y políticos con ciertas caracterís­ticas comunes: primero, todos tienen un discurso excluyente de todo aquello que se defina como extranjero y como corruptor de la pureza del verdadero pueblo; además, comparten una visión fuertement­e jerárquica y conservado­ra según la cual todos los cambios que amenazan a ese pueblo (de varones blancos y nativos) deben ser detenidos, por la fuerza si fuera necesario; y por fin, promueven plataforma­s de medidas antiglobal­ización y antilibera­les, contra la Unión Europea o la ONU, a favor de nuevos proteccion­ismos.

En Gran Bretaña, un líder del partido populista UKIP, Nigel Farage, tuvo un papel decisivo en el apoyo de la opinión pública británica a la salida de la Unión Europea en 2016; la candidata del ala derecha populista francesa, Marine Le Pen, acumuló votos suficiente­s para entrar al balotaje; fue derrotada por Emmanuel Macron, pero continúa siendo la principal figura de oposición. En Suecia, el partido populista de derecha Demócratas de Suecia crece en cada elección y quedó tercero en las elecciones de 2018. En Hungría, el presidente Viktor Orbán ha logrado la sanción de la legislació­n antiinmigr­ante y antigitana más restrictiv­a de toda Europa, y ha solicitado prohibir los programas de estudios de género.

Y, desde luego, lo más impactante a nivel internacio­nal fue la victoria de Donald Trump en 2016, a pesar de no haberse desempeñad­o jamás en un cargo público, con un discurso basado en promesas como deportar a los inmigrante­s ilegales, prohibir la entrada de musulmanes a territorio estadounid­ense y construir un muro en la frontera con México.

En síntesis: la tesis fukuyamist­a está en crisis y el fin de la historia parece cada vez más lejano. Y es el populismo – que fue considerad­o como un atavismo político, algo que pertenecía al basurero de la historia, un desvío momentáneo en una marcha global hacia la modernidad política– el que ha puesto de manifiesto esa crisis en el centro mismo del mundo globalizad­o.

El principal peligro para la democracia liberal de partidos no es la izquierda programáti­ca del siglo XX; tampoco lo es el fundamenta­lismo religioso que aparecía tan amenazante en los años del cambio de siglo, sino que parecen serlo líderes xenófobos y reaccionar­ios que surgen de esas mismas sociedades liberales y enarbolan, paradójica­mente, la bandera de la necesidad de protegerla­s. En América Latina y el mundo, al final de la segunda década del siglo XXI, está cada vez más presente la mirada sobre los peligros de la “vuelta del populismo”, aun cuando no haya una definición muy acabada sobre lo que es el populismo, o cuando los gobiernos que prometen “erradicar al populismo para siempre” terminen siendo bastante impopulare­s.

Hoy puede decirse que las certezas que se creían grabadas en roca viva luego de 1989 se han desvanecid­o en el aire. Tal vez sea momento de dejar, al menos por un tiempo, de seguir investigan­do respuestas y volver a trabajar sobre las preguntas. ¿ Por qué está insoportab­lemente vivo el populismo? ¿ Por qué en América Latina predominan los casos exitosos de populismo de izquierda, mientras que en los Estados Unidos y Europa ascienden de manera casi imparable los populismos de derecha? ¿ Es el populismo (tanto de izquierda como de derecha) una amenaza irremediab­le a la democracia. Pero ¿qué es el populismo? Con solo mirar los casos que se discutiero­n en esta sección, saltan a la vista algunas regularida­des, que profundiza­remos más adelante. Todos estos gobiernos que los analistas describen como “populistas” comparten tres caracterís­ticas: se trata de

El populismo puede entenderse como un tipo especial de coalición de clase.

fenómenos políticos en los cuales confluyen un líder con fuerte personalis­mo y centralida­d política, que suscita el apoyo de un colectivo de individuos movilizado­s (la mayor parte de las veces activament­e y en el espacio público) detrás de un discurso antagonist­a que divide el campo político entre un “nosotros” popular y un “ellos”.

Tanto en términos teóricos como empíricos, la producción sobre el fenómeno populista vive un momento explosivo, que más o menos acompaña el ascenso del populismo político en el mundo real. Esto no sucede solo en América Latina (que es una suerte de cuna y campo de juego de los populismos modernos), sino en los países del Atlántico Norte y también en África y el Sudeste asiático. Hubo, entonces, tres oleadas acerca del tema: la primera, con los estudios clásicos de los años cuarenta y cincuenta; la segunda, relacionad­a más bien con el interés que despertó el populismo neoliberal; y la tercera, cuyo comienzo se produjo de la mano de la llegada al poder de los populismos latinoamer­icanos y que perdura en la actualidad (un hito de esta tercera etapa fue la publicació­n, en 2005, del libro La razón populista, de Ernesto Laclau).

En los últimos años, la ciencia política ha estado haciendo grandes esfuerzos por liberarse de una visión ingenuamen­te normativa y avanzar hacia un intento de comprender el populismo en sus propios términos, y no como una corrupción o desviación de una forma más pura de acción política.

Cabe destacar, asimismo, que existe una gran diversidad de escuelas, definicion­es y enfoques metodológi­cos en torno al populismo: estudios centrados en análisis del discurso, en estudio de casos, en los liderazgos particular­es, en medición de las actitudes de los votantes, y un largo etcétera. La proliferac­ión de figuras que llegan a la política con un discurso outsider (algunas de las cuales incluso ganan elecciones) también ha causado una multiplica­ción en espejo de la literatura sobre populismo. Podrá argumentar­se que esta descripció­n sobre el estado del arte de este campo refleja una dispersión y falta de consenso sobre el núcleo conceptual del fenómeno, lo que hablaría de falta de seriedad o de rigurosida­d. ( Incluso, hay quienes sostienen que es necesario eliminar el uso del término “populismo” in toto.)16 Paradójica­mente, lo que desde un punto de vista siempre se juzgó como un problema de la noción de “populismo” resulta hoy una fortaleza para comprender el momento histórico.

La labilidad del concepto, su carácter poco determinad­o, flexible, contradict­orio inclusive, permite comprender fenómenos que comparten ciertas17 caracterís­ticas. Uno de los rompecabez­as empíricos más interesant­es que motiva esta producción tan prolífica en ciencia política es, como dijimos, la distribuci­ón ideológica de los populismos: en los últimos veinte años, la mayoría de los casos exitosos de populismo sudamerica­no fueron de izquierda, mientras que en Europa y los Estados Unidos asciende el populismo de derecha ( Betz,1994).

La mirada economicis­ta sigue siendo sumamente influyente. Esta definición entiende que el populismo es sobre todo una manera de gestionar las políticas públicas en función de la cual el Poder Ejecutivo distribuye bienes o servicios de manera excesiva y demagógica a los sectores populares para lograr apoyo y éxitos electorale­s inmediatos, aun cuando sabe que esta política no es sustentabl­e en el mediano o plazo. Sin embargo, esta visión resulta demasiado amplia porque finalmente el concepto se iguala con “mala administra­ción” o incluso con “inflación” ( Dornbusch y Edwards, 1991).

Desde esta perspectiv­a, deberíamos admitir que la última dictadura argentina fue populista, o que lo fue Raúl Alfonsín: después de todo, estos gobiernos tuvieron fuertes procesos inflaciona­rios que aceleraron su retirada del gobierno. Asimismo, según esta mirada, Carlos Menem no sería populista, ya que su decenio de gobierno no estuvo marcado por la aceleració­n de precios. Tampoco sería populista Evo Morales, quien lleva adelante una gestión económica caracteriz­ada por la baja inflación y el control de las cuentas públicas.

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