Por qué funciona el populismo:
sostenido en la lealtad hacia liderazgos carismáticos, el populismo funciona porque sus características le permiten generar sus propias explicaciones del mundo, que pueden traducirse en acciones concretas. Por María Esperanza Casullo.
Sostenido en la lealtad hacia liderazgos carismáticos, el populismo funciona porque sus características le permiten generar sus propias explicaciones del mundo, que pueden traducirse en acciones concretas. Simplemente lo hacen de otro modo, valiéndose de una herramienta discursiva: el “mito populista”.
En 1989, la ciudadanía mundial presenció atónita la súbita caída del Muro de Berlín, derribado por las mismas personas a las que en teoría debía controlar. En pocos meses, la Unión Soviética también caía, la Cortina de
Hierro no existía más y, no mucho después, una Alemania en vías de reunificarse le ganaba la final de fútbol a la
Argentina, en Italia 90. En esos años, podía sentirse la historia corriendo, indetenible, impredecible, ante nuestros ojos. Para quienes podemos recordarlo, las imágenes en nuestra televisión de los manifestantes berlineses derribando con sus propias manos el Muro nos hicieron sentir como tal vez se haya sentido Hegel luego de ser testigo, en 1806, de la entrada triunfal de Napoleón en Jena: con la certeza de que estaba presenciando un acontecimiento que dividiría la historia humana en un antes y un después.
Fundamentalmente, fueron años de optimismo democrático, presagiado en la Argentina por otros dos momentos que marcaron para siempre a una generación: el retorno de la democracia en 1983, y el Juicio a las Juntas en 1985. A principios de los años noventa, la historia y
su movimiento final parecían evidentes: las dictaduras latinoamericanas se desvanecían al parecer sin violencia y por la acción virtuosa de la sociedad civil; el socialismo real perdía su atractivo; la única opción que quedaba en pie, la democracia liberal de partidos combinada con el capitalismo, debía, sin dudas, ser el caminocorrecto.
Ninguna pieza de teoría encarnó mejor el optimismo democrático de entonces como “El fin de la historia”, un texto – bastante corto, por cierto– de Francis Fukuyama, publicado en la revista The National Interest poco después de los eventos de Berlín. El artículo, que transformó a su autor en un intelectual famoso en todo el planeta, interpretaba en términos hegeliano- nietzscheanos la caída del Muro, pronosticaba el devenir inevitable del futuro global y, en una vena casi profética, aseveraba que la expansión mundial del capitalismo liberal democrático era un hecho imparable.
Este texto seminal, sin embargo, no es la caricatura neoliberal a la que lo redujeron muchos de sus lectores. Fukuyama no ignoraba que el “fin de la historia” no estaba cercano, que la paz no sería inmediata, ni que las tensiones se seguirían sucediendo en un futuro próximo
y mediato. Su idea de que la caída de las ideologías políticas estaría acompañada de un ascenso de los conflictos de menor intensidad causados por los fundamentalismos religiosos fue premonitoria.
Asimismo, el autor concebía esa “última época” de la historia como el triunfo del “último hombre” nietzscheano: no como una era de creatividad y autoexpresión, sino un tiempo de gris y chato consumismo. No obstante, el elemento central de su tesis era la certeza de que, aunque el momento final tardara en llegar, se podía saber de antemano adónde se dirigía la historia con seguridad epistemológica. Es este espíritu de certeza – si no fechada, al menos teórica– lo que revitalizó la teoría democrática liberal y obligó a la teoría anticapitalista a embarcarse en la búsqueda de lo que suele llamarse “posmarxismo”. Con la caída del Muro y el fin de la historia, la teoría democrática liberal se encontró reinando casi en total soledad.
Treinta años después, parece vivirse en todo el mundo otro momento en el que la historia se nos muestra, pero como si hubiera elegido de repente moverse en reversa. La geopolítica se ha vuelto más complicada de lo que era hace tres décadas. China, que maneja desde el Estado la economía de mayor crecimiento en los últimos veinte años, parece probar que el capitalismo y la política democrática liberal no son necesariamente el único camino para aumentar el bienestar.
En 2016, Gran Bretaña eligió en un plebiscito abandonar de manera unilateral la Unión Europea, el proyecto de integración pacífica que mejor parecía encarnar la utopía de la paz democrática y liberal. En todo el mundo desarrollado hay una ola ascendente de partidos de derecha nacionalistas y nativistas, cuando no directamente neonazis: fuerzas de este tipo ganaron elecciones o estuvieron cerca de lograrlo en Holanda, Francia, Austria, Alemania y Hungría, entre otros.
En 2016, Donald Trump, un empresario de la construcción y estrella televisiva de reality shows sin ninguna experiencia de gobierno, fue elegido presidente de la más antigua e influyente democracia liberal del mundo. Tres décadas luego de la caída del Muro, nadie parece entender bien cómo se llegó a esta situación.
A la luz de estos sucesos, se puede revisar aquel momento de optimismo político y teórico. Por una parte, los eventos que siguieron (atentado a las Torres Gemelas, invasión a Irak de los Estados Unidos, inestabilidad en Medio Oriente, crisis del neoliberalismo en América Latina, ascenso mundial de partidos de ultraderecha) ponen en entredicho la certeza de un “fin de la historia”. En todo caso, parecería estar más próximo un “fin de la historia” literal debido a una catástrofe ambiental de la mano del calentamiento global y la explotación desmedida de los recursos naturales, que un futuro de unánime paz y compra global de videocaseteras, como predecía Fukuyama. Lo relevante es que hoy la principal amenaza global a la consecución de un orden de paz y aburrimiento consumista no es ni el comunismo ni el fundamentalismo religioso, sino el populismo.
Su ascenso en la totalidad del mundo desarrollado (en los Estados Unidos, Canadá, Europa del Este y del Oeste y Australia), encarnado en figuras como Donald Trump, Marine Le Pen, Nigel Farage, Pauline Hanson o Geert Wilders, parece marcar una especie de convergencia entre el mundo desarrollado y el subdesarrollado, solo que la convergencia no se da en un desarrollo pleno de la periferia, sino en una regresión a formas iliberales de la democracia. Paradójicamente, este renacimiento del populismo mundial, aun en zonas en teoría inmunizadas contra él por sus cien o doscientos años de democracia, debería obligar a los analistas a mirar hacia América Latina, ya que ninguna otra región tiene una historia tan poblada de liderazgos populistas de todo tipo comoesta.
POPULISMO LATINOAMERICANO. La teoría del “fin de la historia” de Fukuyama y el optimismo democrático- liberal de los años noventa actualizaron una promesa ya planteada en la teoría de la modernización política de fines de los cuarenta: que la integración de los países tercermundistas al capitalismo mundial a través del comercio y el consumo desregulados terminaría generando como efecto (como “externalidad positiva”, diría un economista) la democratización generalizada de esas sociedades y su adopción de modelos de democracia liberal de partidos idénticos a los de los países centrales. Autores clásicos como Daniel Lerner (1958) sostenían que, si bien los países se movían a un ritmo que no era homogéneo entre sí, más tarde o más temprano todos alcanzarían el mismo punto de llegada, a medida que las naciones “en vías de desarrollo” hicieran el catch up necesario en términos de innovación tecnológica y modernización cultural. Según la teoría de la modernización, tanto la industrialización como el comercio empujaban necesariamente a todos los países del mundo en igual dirección. La versión política de esa teoría postulaba que los cambios sociales causados por la transición desde el estadio “tradicional” hacia el “industrializado” (como los desplazamientos de población desde las zonas rurales “atrasadas” hacia las ciudades) redundarían en una modernización cultural, de costumbres y de patrones de consumo que culminaría en la universalización de los valores de la democracia liberal y occidental.
Sin embargo, el problema fue que la modernización industrial de América Latina en la posguerra no terminó en sistemas de partidos iguales a los de Estados Unidos o Suecia, sino en el ascenso político de figuras como Getúlio Vargas, en Brasil, y Juan Domingo Perón, en la Argentina. De alguna manera, gran parte del análisis político latinoamericano se enfocó entonces en la amenaza planteada por los populismos personalistas y movilizantes, que se imaginaban como un problema casi únicamente latinoamericano. Durante el auge de esta teoría, que se extendió por una década, los análisis identificaban a estos presidentes como el mayor obstáculo hacia una modernización política “normal”. Populares y poderosos, muchos de ellos militares, estas figuras habían movilizado a las masas que se habían trasladado del campo a la
Fukuyama no ignoraba que el “fin de la historia” no estaba cercano, que la paz no sería inmediata.
Con la caída del Muro, la teoría democrática liberal se encontró reinando casi en total soledad.
netamente de derecha que en su elección anterior; en Uruguay, el dominio del Frente Amplio se vio amenazado en las urnas y por episodios que incluyeron fuertes protestas de los sectores agrícolas así como la sanción del presidente Tabaré Vázquez al jefe del Ejército Guido Manini Ríos, por “indisciplina”, en 2018. Un párrafo aparte merece Brasil, que en poco más de dos años pasó del “gran éxito político” de la región –por haber virado de un sistema partidario completamente fragmentado, que en 2002 se caracterizaba como “de políticos sin partido”– a uno estructurado en torno a un partido fuerte y programático, el PT, que además había logrado resolver el punto peliagudo de la sucesión entre el líder original y una sucesora en las urnas. Sin embargo, en 2016 la presidenta Dilma Rousseff fue depuesta por un procedimiento de impeachment de dudosa legalidad y nula legitimidad; en 2018 el exmandatario Lula da Silva fue encarcelado con una causa de endeble juridicidad, y ese mismo año se impuso en las urnas Jair Bolsonaro, con un discurso xenófobo y violento, a favor de la tortura, ofensivo hacia las mujeres y los homosexuales y en contra del activismo por los derechos humanos.
El fin de los populismos de izquierda no dio por resultado el automático ascenso de las democracias liberales en América Latina. Pero ¿es esto una novedad? Después de todo, tal vez la alternancia entre populismo de izquierda y gobiernos de centroderecha de baja institucionalidad democrática y crónico desinterés hacia las mayorías populares se deba a la deficiente “cultura política” de la región. Si así fuera, el analista podría declararse “desencantado” ante una nueva “oportunidad perdida”. Tal vez América Latina debería simplemente aceptar que nunca llegará a la modernización política, que la convergencia con las naciones centrales no se producirá jamás, y que sus países no se convertirán en democracias plenas. Al menos, aquel convencido del “fin de la historia” podría pensar que la inevitabilidad de la democracia liberal de partidos se mantendría vigente por la solidez de los países del Atlántico Norte.
Pero la barrera entre países periféricos y centrales hoy parece haberse desdibujado. Líderes y partidos populistas se multiplican en naciones antes consideradas “ejemplares”.
Más preocupante aún es que, salvo contadas excepciones, el populismo en Europa, América del Norte y Asia es un fenómeno casi exclusivamente de derecha.12 En países tan dispares como los Estados Unidos, Francia, Holanda, Austria, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Alemania y Australia, ascienden partidos y políticos con ciertas características comunes: primero, todos tienen un discurso excluyente de todo aquello que se defina como extranjero y como corruptor de la pureza del verdadero pueblo; además, comparten una visión fuertemente jerárquica y conservadora según la cual todos los cambios que amenazan a ese pueblo (de varones blancos y nativos) deben ser detenidos, por la fuerza si fuera necesario; y por fin, promueven plataformas de medidas antiglobalización y antiliberales, contra la Unión Europea o la ONU, a favor de nuevos proteccionismos.
En Gran Bretaña, un líder del partido populista UKIP, Nigel Farage, tuvo un papel decisivo en el apoyo de la opinión pública británica a la salida de la Unión Europea en 2016; la candidata del ala derecha populista francesa, Marine Le Pen, acumuló votos suficientes para entrar al balotaje; fue derrotada por Emmanuel Macron, pero continúa siendo la principal figura de oposición. En Suecia, el partido populista de derecha Demócratas de Suecia crece en cada elección y quedó tercero en las elecciones de 2018. En Hungría, el presidente Viktor Orbán ha logrado la sanción de la legislación antiinmigrante y antigitana más restrictiva de toda Europa, y ha solicitado prohibir los programas de estudios de género.
Y, desde luego, lo más impactante a nivel internacional fue la victoria de Donald Trump en 2016, a pesar de no haberse desempeñado jamás en un cargo público, con un discurso basado en promesas como deportar a los inmigrantes ilegales, prohibir la entrada de musulmanes a territorio estadounidense y construir un muro en la frontera con México.
En síntesis: la tesis fukuyamista está en crisis y el fin de la historia parece cada vez más lejano. Y es el populismo – que fue considerado como un atavismo político, algo que pertenecía al basurero de la historia, un desvío momentáneo en una marcha global hacia la modernidad política– el que ha puesto de manifiesto esa crisis en el centro mismo del mundo globalizado.
El principal peligro para la democracia liberal de partidos no es la izquierda programática del siglo XX; tampoco lo es el fundamentalismo religioso que aparecía tan amenazante en los años del cambio de siglo, sino que parecen serlo líderes xenófobos y reaccionarios que surgen de esas mismas sociedades liberales y enarbolan, paradójicamente, la bandera de la necesidad de protegerlas. En América Latina y el mundo, al final de la segunda década del siglo XXI, está cada vez más presente la mirada sobre los peligros de la “vuelta del populismo”, aun cuando no haya una definición muy acabada sobre lo que es el populismo, o cuando los gobiernos que prometen “erradicar al populismo para siempre” terminen siendo bastante impopulares.
Hoy puede decirse que las certezas que se creían grabadas en roca viva luego de 1989 se han desvanecido en el aire. Tal vez sea momento de dejar, al menos por un tiempo, de seguir investigando respuestas y volver a trabajar sobre las preguntas. ¿ Por qué está insoportablemente vivo el populismo? ¿ Por qué en América Latina predominan los casos exitosos de populismo de izquierda, mientras que en los Estados Unidos y Europa ascienden de manera casi imparable los populismos de derecha? ¿ Es el populismo (tanto de izquierda como de derecha) una amenaza irremediable a la democracia. Pero ¿qué es el populismo? Con solo mirar los casos que se discutieron en esta sección, saltan a la vista algunas regularidades, que profundizaremos más adelante. Todos estos gobiernos que los analistas describen como “populistas” comparten tres características: se trata de
Con la caída del Muro, la teoría democrática liberal se encontró reinando casi en total soledad.
netamente de derecha que en su elección anterior; en Uruguay, el dominio del Frente Amplio se vio amenazado en las urnas y por episodios que incluyeron fuertes protestas de los sectores agrícolas así como la sanción del presidente Tabaré Vázquez al jefe del Ejército Guido Manini Ríos, por “indisciplina”, en 2018. Un párrafo aparte merece Brasil, que en poco más de dos años pasó del “gran éxito político” de la región –por haber virado de un sistema partidario completamente fragmentado, que en 2002 se caracterizaba como “de políticos sin partido”– a uno estructurado en torno a un partido fuerte y programático, el PT, que además había logrado resolver el punto peliagudo de la sucesión entre el líder original y una sucesora en las urnas. Sin embargo, en 2016 la presidenta Dilma Rousseff fue depuesta por un procedimiento de impeachment de dudosa legalidad y nula legitimidad; en 2018 el exmandatario Lula da Silva fue encarcelado con una causa de endeble juridicidad, y ese mismo año se impuso en las urnas Jair Bolsonaro, con un discurso xenófobo y violento, a favor de la tortura, ofensivo hacia las mujeres y los homosexuales y en contra del activismo por los derechos humanos.
El fin de los populismos de izquierda no dio por resultado el automático ascenso de las democracias liberales en América Latina. Pero ¿es esto una novedad? Después de todo, tal vez la alternancia entre populismo de izquierda y gobiernos de centroderecha de baja institucionalidad democrática y crónico desinterés hacia las mayorías populares se deba a la deficiente “cultura política” de la región. Si así fuera, el analista podría declararse “desencantado” ante una nueva “oportunidad perdida”. Tal vez América Latina debería simplemente aceptar que nunca llegará a la modernización política, que la convergencia con las naciones centrales no se producirá jamás, y que sus países no se convertirán en democracias plenas. Al menos, aquel convencido del “fin de la historia” podría pensar que la inevitabilidad de la democracia liberal de partidos se mantendría vigente por la solidez de los países del Atlántico Norte.
Pero la barrera entre países periféricos y centrales hoy parece haberse desdibujado. Líderes y partidos populistas se multiplican en naciones antes consideradas “ejemplares”.
Más preocupante aún es que, salvo contadas excepciones, el populismo en Europa, América del Norte y Asia es un fenómeno casi exclusivamente de derecha.12 En países tan dispares como los Estados Unidos, Francia, Holanda, Austria, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Alemania y Australia, ascienden partidos y políticos con ciertas características comunes: primero, todos tienen un discurso excluyente de todo aquello que se defina como extranjero y como corruptor de la pureza del verdadero pueblo; además, comparten una visión fuertemente jerárquica y conservadora según la cual todos los cambios que amenazan a ese pueblo (de varones blancos y nativos) deben ser detenidos, por la fuerza si fuera necesario; y por fin, promueven plataformas de medidas antiglobalización y antiliberales, contra la Unión Europea o la ONU, a favor de nuevos proteccionismos.
En Gran Bretaña, un líder del partido populista UKIP, Nigel Farage, tuvo un papel decisivo en el apoyo de la opinión pública británica a la salida de la Unión Europea en 2016; la candidata del ala derecha populista francesa, Marine Le Pen, acumuló votos suficientes para entrar al balotaje; fue derrotada por Emmanuel Macron, pero continúa siendo la principal figura de oposición. En Suecia, el partido populista de derecha Demócratas de Suecia crece en cada elección y quedó tercero en las elecciones de 2018. En Hungría, el presidente Viktor Orbán ha logrado la sanción de la legislación antiinmigrante y antigitana más restrictiva de toda Europa, y ha solicitado prohibir los programas de estudios de género.
Y, desde luego, lo más impactante a nivel internacional fue la victoria de Donald Trump en 2016, a pesar de no haberse desempeñado jamás en un cargo público, con un discurso basado en promesas como deportar a los inmigrantes ilegales, prohibir la entrada de musulmanes a territorio estadounidense y construir un muro en la frontera con México.
En síntesis: la tesis fukuyamista está en crisis y el fin de la historia parece cada vez más lejano. Y es el populismo – que fue considerado como un atavismo político, algo que pertenecía al basurero de la historia, un desvío momentáneo en una marcha global hacia la modernidad política– el que ha puesto de manifiesto esa crisis en el centro mismo del mundo globalizado.
El principal peligro para la democracia liberal de partidos no es la izquierda programática del siglo XX; tampoco lo es el fundamentalismo religioso que aparecía tan amenazante en los años del cambio de siglo, sino que parecen serlo líderes xenófobos y reaccionarios que surgen de esas mismas sociedades liberales y enarbolan, paradójicamente, la bandera de la necesidad de protegerlas. En América Latina y el mundo, al final de la segunda década del siglo XXI, está cada vez más presente la mirada sobre los peligros de la “vuelta del populismo”, aun cuando no haya una definición muy acabada sobre lo que es el populismo, o cuando los gobiernos que prometen “erradicar al populismo para siempre” terminen siendo bastante impopulares.
Hoy puede decirse que las certezas que se creían grabadas en roca viva luego de 1989 se han desvanecido en el aire. Tal vez sea momento de dejar, al menos por un tiempo, de seguir investigando respuestas y volver a trabajar sobre las preguntas. ¿ Por qué está insoportablemente vivo el populismo? ¿ Por qué en América Latina predominan los casos exitosos de populismo de izquierda, mientras que en los Estados Unidos y Europa ascienden de manera casi imparable los populismos de derecha? ¿ Es el populismo (tanto de izquierda como de derecha) una amenaza irremediable a la democracia. Pero ¿qué es el populismo? Con solo mirar los casos que se discutieron en esta sección, saltan a la vista algunas regularidades, que profundizaremos más adelante. Todos estos gobiernos que los analistas describen como “populistas” comparten tres características: se trata de
El populismo puede entenderse como un tipo especial de coalición de clase.
fenómenos políticos en los cuales confluyen un líder con fuerte personalismo y centralidad política, que suscita el apoyo de un colectivo de individuos movilizados (la mayor parte de las veces activamente y en el espacio público) detrás de un discurso antagonista que divide el campo político entre un “nosotros” popular y un “ellos”.
Tanto en términos teóricos como empíricos, la producción sobre el fenómeno populista vive un momento explosivo, que más o menos acompaña el ascenso del populismo político en el mundo real. Esto no sucede solo en América Latina (que es una suerte de cuna y campo de juego de los populismos modernos), sino en los países del Atlántico Norte y también en África y el Sudeste asiático. Hubo, entonces, tres oleadas acerca del tema: la primera, con los estudios clásicos de los años cuarenta y cincuenta; la segunda, relacionada más bien con el interés que despertó el populismo neoliberal; y la tercera, cuyo comienzo se produjo de la mano de la llegada al poder de los populismos latinoamericanos y que perdura en la actualidad (un hito de esta tercera etapa fue la publicación, en 2005, del libro La razón populista, de Ernesto Laclau).
En los últimos años, la ciencia política ha estado haciendo grandes esfuerzos por liberarse de una visión ingenuamente normativa y avanzar hacia un intento de comprender el populismo en sus propios términos, y no como una corrupción o desviación de una forma más pura de acción política.
Cabe destacar, asimismo, que existe una gran diversidad de escuelas, definiciones y enfoques metodológicos en torno al populismo: estudios centrados en análisis del discurso, en estudio de casos, en los liderazgos particulares, en medición de las actitudes de los votantes, y un largo etcétera. La proliferación de figuras que llegan a la política con un discurso outsider (algunas de las cuales incluso ganan elecciones) también ha causado una multiplicación en espejo de la literatura sobre populismo. Podrá argumentarse que esta descripción sobre el estado del arte de este campo refleja una dispersión y falta de consenso sobre el núcleo conceptual del fenómeno, lo que hablaría de falta de seriedad o de rigurosidad. ( Incluso, hay quienes sostienen que es necesario eliminar el uso del término “populismo” in toto.)16 Paradójicamente, lo que desde un punto de vista siempre se juzgó como un problema de la noción de “populismo” resulta hoy una fortaleza para comprender el momento histórico.
La labilidad del concepto, su carácter poco determinado, flexible, contradictorio inclusive, permite comprender fenómenos que comparten ciertas17 características. Uno de los rompecabezas empíricos más interesantes que motiva esta producción tan prolífica en ciencia política es, como dijimos, la distribución ideológica de los populismos: en los últimos veinte años, la mayoría de los casos exitosos de populismo sudamericano fueron de izquierda, mientras que en Europa y los Estados Unidos asciende el populismo de derecha ( Betz,1994).
La mirada economicista sigue siendo sumamente influyente. Esta definición entiende que el populismo es sobre todo una manera de gestionar las políticas públicas en función de la cual el Poder Ejecutivo distribuye bienes o servicios de manera excesiva y demagógica a los sectores populares para lograr apoyo y éxitos electorales inmediatos, aun cuando sabe que esta política no es sustentable en el mediano o plazo. Sin embargo, esta visión resulta demasiado amplia porque finalmente el concepto se iguala con “mala administración” o incluso con “inflación” ( Dornbusch y Edwards, 1991).
Desde esta perspectiva, deberíamos admitir que la última dictadura argentina fue populista, o que lo fue Raúl Alfonsín: después de todo, estos gobiernos tuvieron fuertes procesos inflacionarios que aceleraron su retirada del gobierno. Asimismo, según esta mirada, Carlos Menem no sería populista, ya que su decenio de gobierno no estuvo marcado por la aceleración de precios. Tampoco sería populista Evo Morales, quien lleva adelante una gestión económica caracterizada por la baja inflación y el control de las cuentas públicas.