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La salud a toda costa

Un cirujano argentino que en 2005 se unió como voluntario y fue a Sudán cuenta lo que es vivir en medio de la enfermedad y la guerra.

- FRAGMENTO del libro Los niños del desierto, Ed.Penguin Random House, 2019.

MSF interviene en los países a través de proyectos, que se abren, cierran o traspasan, de acuerdo a las necesidade­s. Puede haber varios proyectos en un mismo país.

Cuando

me sumé a la organizaci­ón humanitari­a Médicos Sin Fronteras y acepté la misión en Sudán, en África del Norte, me advirtiero­n que, si bien no era lo más habitual, podríamos estar expuestos a situacione­s extremas, propias de una zona en conflicto. Médicos, enfermeros, coordinado­res, técnicos de laboratori­o, abogados y responsabl­es de logística, muchas personas que integraban, como yo, el equipo de operacione­s en el terreno, llegadas también de diversos países, me acompañaro­n en esta experienci­a. Médicos Sin Fronteras no abandona a los desamparad­os; por el contrario, permanece con ellos brindándol­es asistencia médica aun en casos tan complejos como los que voy a relatar.

INSULINA. Fui a la guardia a ver a algún paciente que requiriera atención. Allí conocí a Hassan, un chico de unos once años, que estaba muy delgado y se quejaba de un fuerte dolor abdominal.

Hassan me dijo que comía bien, pero que hacía más de un mes que se sentía muy mal, cada vez peor. Tenía los ojos hundidos en sus órbitas, la cara estaba pálida y la piel seca. El resto del examen era normal. Vino solo, porque los padres estaban trabajando en el campo. Pensé que podría ser un problema de alimentaci­ón y le r receté varias porciones de un alim alimento muy bueno para casos co como este. Acordamos que se qu quedaría en la casa de un famil familiar que vivía cerca, para seguir su evolución atentament­e, per pero al día siguiente estaba de nue nuevo en el hospital, con los mismo mismos síntomas. Dolo Dolor de abdomen. Me lo dijo llorand llorando. El examen del abdomen no decí decía nada, tenía un dolor difuso y yn no parecía algo quirúrgico, sino m más bien metabólico. Las

condicione­s generales disparaban muchos diagnóstic­os posibles.No sé por qué, pensé en diabetes.

Si se trataba de un cuadro de diabetes, el tratamient­o indicaba aplicar insulina todos los días, toda su vida. Conseguir insulina en un lugar como Golo, una comunidad rural al oeste de Sudán, parecía una tarea imposible, y mucho más en pocos días. Si se producía el milagro de obtener insulina, la familia tendría que conseguir una heladera para conservarl­a. Si se producía el milagro de obtener insulina y una heladera para conservarl­a, haría falta luz eléctrica, o por lo menos gas. Si se producía el milagro de la insulina, la heladera, la luz o el gas, habría que sumar jeringas, agujas y controles periódicos de azúcar en sangre. Todo esto sin considerar el alto costo de la insulina. Preferí imaginar que quizás fuera malaria, y para verificar este diagnóstic­o le hicimos un examen.

Los resultados indicaron que no tenía malaria. Analizamos la orina con una tira reactiva para medir, a través del cambio de colores de los indicadore­s, los niveles de azúcar, glóbulos rojos y blancos, entre otras cosas, llevaría unos diez minutos y verificamo­s que tenía una gran cantidad de azúcar. Diabetes. ¿Qué haríamos ahora? Había que conseguir la insulina lo antes posible. Pero nunca había existido, en Golo, algo como la insulina.

Una mañana comprobé que Hassan se debilitaba. Seguía con dolores abdominale­s. Faltaba un día, apenas un día para que llegara la insulina. Estábamos en una carrera contra el tiempo mismo, y yo no sabía con qué palabras alentarlo. Le pedía que se hiciera fuerte a un niño de apenas once años, que resistiera más de lo que estaba resistiend­o.

Llegó en helicópter­o. No bien recibimos la insulina, fuimos directo al hospital. Buscamos a Hassan y notamos que teníamos otro problema: no había jeringas. El hospital contaba con jeringas de todo tamaño, excepto aquellas que se utilizan específica­mente para estos casos, que son todavía más pequeñas que las más pequeñas que teníamos. Tampoco había forma de medir el azúcar en sangre; las condicione­s en Golo nos obligaban a monitorear la respuesta del cuerpo de Hassan midiendo el azúcar en la orina. Hacer eso era lo mismo que medir la temperatur­a de alguien poniéndole solamente una mano en la frente, o calcular la velocidad del viento mojando el dedo y apuntando al cielo, pero teníamos que hacerlo, teníamos que bajar el nivel de azúcar en orina como fuera, aunque teniendo el debido cuidado, al mismo tiempo, de no darle demasiada insulina, que provocaría una hipoglucem­ia, cuadro muy peligroso.

Las agujas eran demasiado gruesas. Hicimos un pedido de agujas más finas, pero sabíamos que eso demoraría. Sería una aplicación más dolorosa, pero aun así avanzamos. Hassan fue muy valiente; empezamos a tratarlo con estas aplicacion­es duras, dolorosas, sabiendo que demoraríam­os en ver alguna mejoría, pero él las resistía con tenacidad.

EL ATAQUE. Abrí los ojos con la explosión y lo primero que pensé fue que había sido un accidente, algún problema con el gas en una vivienda cercana. Quizás esta primera impresión, todavía pensando en ciertas comodidade­s de mi país como las cocinas, fuera una manera instintiva de eludir la realidad, de defenderme frente a lo que estaba pasando, porque inmediatam­ente después concluí que en Golo no había gas, las casas no tenían ni hornallas ni calefones. El sonido era el de una explosión, no podía ser otra cosa. No tuve mucho tiempo para analizar de dónde venía o a qué respondía, porque llegó una segunda casi inmediata, un disparo, cuatro o cinco disparos más, y luego una ráfaga de ametrallad­ora que hizo vibrar la pared, la cama, la habitación y mi cuerpo.

No estaba habituado a escuchar la percusión de un arma de fuego en el cuerpo, pero eso fue lo que sentí en aquel instante, entre tantas detona

ciones simultánea­s. El sonido de la explosión retumbaba en mi pecho, en mi corazón, en mis pulmones. La certeza de la guerra —no ya la amenaza, la teoría, el rumor o la especulaci­ón, sino la guerra certera— se sentía no solamente alrededor de mí, en las construcci­ones aledañas, sino también dentro de mi propio cuerpo. Me incorporé pensando en el resto del equipo y, en una reacción instintiva, miré el reloj: 4:14, madrugada, 23 de enero de 2006. Cuatro y catorce, repetí, pensando en la cifra.

Aquello era como estar inmerso en una inusitada y aterradora combinació­n de terremoto y tormenta. Sentí que nuestros cuerpos, el mío y el de todos mis colegas, estaban encerrados en una trampa de incertidum­bre y oscuridad, donde todo era aturdimien­to y estallidos. Tiros, tiros y más tiros, el sonido de morteros, los gritos y más disparos. La convulsión de alaridos y movimiento­s que nos llegaban desde afuera era incesante.

Cuatro y catorce, madrugada. Nadie había tenido experienci­a antes con una situación de guerra.

Cuado pudimos comunicarn­os con el hospital supimos que nadie había respetado el espacio del centro terapéutic­o, ni los soldados del Gobierno ni las tropas rebeldes. El predio se había convertido en un escenario más del campo de batalla. Escuchar el relato no nos hacía bien; el espacio de nuestro trabajo era ahora recorrido por soldados dispuestos a matar. No importaban el bando, las razones, o las fuerzas que se desplegara­n de uno u otro lado, lo único que importaba eran los pacientes.

DESPEDIDA. Mientras nos íbamos, yo miraba a través de la ventanilla de nuestra camioneta blanca. Veía las calles desiertas, la ausencia de toda manifestac­ión humana, y al mismo tiempo las huellas de la guerra, los zarpazos del caos, los detalles de la destrucció­n. Veía cómo esos espacios del mercado, antes repletos de tránsito humano y túnicas multicolor­es, eran ahora soledades grises, escenograf­ías sin actores, testimonio­s mudos del saqueo. Aguardaba que de un momento a otro apareciera­n los niños. Yo miraba y no aparecía ninguno de ellos; no había grupos entusiasma­dos ni pómulos cubiertos de polvo, no había pies descalzos ni ojitos felices. Yo miraba cadáveres de soldados diseminado­s por el suelo, sus posiciones irregulare­s, las torsiones inhumanas en brazos y piernas, opuestas a toda naturaleza.

Pensé en todos los pacientes, en todos ellos, sin excepción. Irrumpiero­n en mi mente de manera repentina. Pensé en Chaya y su marido anciano; en Eshe y su hija, que nunca se apartó de su lado; en Kahina, violada por yanyauids, sobrevivie­ndo contra la eclampsia, la humillació­n y el asesinato cruento de su padre; en los niños, en Tareq, que se había recuperado de la malaria cerebral, y en Iyad, que había logrado superar el ataque de la serpiente. Volví al recuerdo de Hadeel, a los esfuerzos infructuos­os del equipo por salvarla. Pensé en Setayil, en Abdul, en Musa y su expresión al sentir la brisa en su frente, caminando después de una tediosa recuperaci­ón. Del otro lado de la ventana, el camino seguía alejándome de todos ellos, de Samar, luchando contra la meningitis; de Hassan y su implacable voluntad para lidiar con la insulina, del paciente con sarna y la niña de labio leporino. ¿Quién se ocuparía de ellos?

NO IMPORTABAN EL BANDO, LAS RAZONES O LAS FUERZAS DE UNO U OTRO LADO: SOLO IMPORTABAN LOS PACIENTES.

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 ?? FOTOS: MÉDICOS SIN FRONTERAS. CEDOC. ?? RECUERDOS. Martín Cazenave relata en su libro los meses que vivió en África en su primera misión.
FOTOS: MÉDICOS SIN FRONTERAS. CEDOC. RECUERDOS. Martín Cazenave relata en su libro los meses que vivió en África en su primera misión.
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MEDIO SIGLO. La organizaci­ón fue fundada en 1971 por un grupo de médicos y periodista­s franceses.
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FUNCIONAMI­ENTO. MSF interviene en los países a través de proyectos, que se abren, cierran o traspasan, de acuerdo a las necesidade­s. Puede haber varios proyectos en un mismo país.

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