CLASES MAGISTRALES
Contar una historia que encaje con la narrativa interna y los sueños de ese grupo de gente.
ros para alguien que solo gana tres dólares al día, todo el mundo tenía acceso a dinero.
Cuando la gente se acercaba a la mesa, le entregábamos la tabla plastificada para la prueba de la visión. La prueba estaba hecha de tal manera que podían realizarla incluso los que no sabían leer, hablasen el idioma que hablasen. Después, ofrecíamos unos anteojos a la persona interesada y le pedíamos que se sometiese de nuevo a la prueba. Instantáneamente, la persona se daba cuenta de que veía perfectamente de cerca. Así es cómo funcionan los anteojos. Para esos hombres y mujeres no era una nueva tecnología, ni una tecnología que no les inspirara confianza. A continuación, retirábamos el par de anteojos de muestra y le ofrecíamos al cliente un espejo y diez modelos distintos de anteojos, nuevos y protegidos por fundas de plástico. Aproximadamente un tercio de las personas que se acercaron a la mesa y necesitaban anteojos, acabó adquiriendo un par. Un tercio. Quedé pasmado. Me parecía asombroso que el 65 % de la gente que necesitaba anteojos, que sabía que necesitaba anteojos y tenía dinero para comprar anteojos, acabara marchándose sin comprarlos.
Me ponía en su lugar y me resultaba imposible imaginarme tomando aquella decisión. La posibilidad de adquirir los anteojos desaparecería en una hora. El precio era fabuloso. Se trataba de una tecnología de confianza que funcionaba. ¿Qué estábamos haciendo mal? Me pasé una hora sentado al sol, reflexionando sobre aquel problema. Tenía la sensación de que todos mis años de trabajo como profesional del marketing me habían llevado hasta allí.
De modo que decidí cambiar una cosa en el proceso. Una cosa que duplicó el número de anteojos vendidos. Esto es lo que hice: quité todos los anteojos de la mesa. A partir de entonces, cuando la gente que esperaba en la fila se probaba los anteojos de muestra, le decíamos: “Estos son sus nuevos anteojos. Si le funcionan y le gustan, páguenos tres dólares. Si no los quiere, devuélvanoslos, por favor”. Así de simple. Cambiamos el relato. Pasamos de “aquí tiene usted una oportunidad de comprar, de que los anteojos le luzcan bien, de recuperar la vista, de disfrutar el proceso, de sentirse el dueño de principio a fin” a “¿quiere que nos llevemos los anteojos o quiere pagar para quedarse con estos anteojos que ya le están funcionando?”. El deseo de ganar versus el de evitar la pérdida. Cuando vives en la pobreza más absoluta, no es fácil imaginar el placer que siente la gente más afortunada al comprar. La emoción que conlleva comprar algo que no has comprado nunca. Comprar equivale a correr riesgos. Arriesgamos tiempo y dinero en algo nuevo, algo que puede ser magnífico. Y si corremos ese riesgo es porque equivocarse no tiene consecuencias fatales. Si nos equivocamos, no nos quedamos sin cenar o sin poder ir al médico. Y, si nos equivocamos, no solo seguiremos viviendo un día más sino que, además, mañana mismo volveremos a ir de compras.
Por otro lado, al darme cuenta de que la gente tal vez no consideraba el proceso de compra del mismo modo que yo o los oculistas del mundo occidental, empecé a ver las cosas desde una perspectiva distinta. Tal vez esas personas a las que estábamos intentando ofrecer nuestros servicios veían el hecho de adquirir algo nuevo como una amenaza, no como una actividad divertida.
Los adolescentes que frecuentan un centro comercial típico se pondrían furiosos ante la idea de no poder probarse todos los anteojos de la tienda, de no poder decidir con cuál par se quedan. La mayoría de nosotros no aceptaría un par de anteojos usados, querría el último modelo del mercado. Aun en el caso de que “usados” significara probadas solo una vez. Pero no sirve de nada imaginarse que todo el mundo sabe lo que nosotros sabemos, que quiere lo que nosotros queremos y que cree lo que nosotros creemos. Mi relato sobre cómo comprar anteojos no es mejor ni peor que el que pudiera tener el siguiente cliente potencial que estaba haciendo fila en aquella mesa. Mi relato es simplemente mi relato y, si no funciona, es una arrogancia seguir insistiendo en él.