Cuando enferman las instituciones:
La metáfora del estado de salud de las instituciones. El doble vínculo de pertenencia. La burocracia y el poder de hacer que otros hagan. La vivencia del “no lugar”. El falso self como un modo de defensa. El vaciamiento de sentido del trabajo. La parrhesí
la metáfora del estado de salud de las instituciones. El doble vínculo de pertenencia. La burocracia y el poder de hacer que otros hagan. La vivencia del “no lugar”. El falso self como un modo de defensa. El vaciamiento de sentido del trabajo. La parrhesía como virtud. Por Diana Mazza.
Buena parte de nuestra vida se desarrolla en el seno de instituciones que contribuyen a que seamos quienes somos. En una compleja relación entre individuos y grupos sociales, contribuimos a que las instituciones existan como tales y, al mismo tiempo, ellas pasan a formar parte de nuestra propia identidad. Algo nuestro, de cada uno de nosotros, hay en ellas, así como algo de ellas parece haber en nosotros.
El lector podrá notar que el mismo título de este artículo reviste cierta ambigüedad. Podría entenderse, por un lado, que tratará sobre qué es lo que sucede cuando las instituciones “se” enferman, esto es, adquieren rasgos que podríamos considerar “patológicos”, o bien, que tratará de cómo las instituciones por diversos motivos pueden provocar sufrimiento en las personas que las integran.
Me he permitido jugar con esta ambigüedad para dar cuenta, justamente, de que la relación entre sujeto e institución es un poco más compleja que la del mero “ser parte”. No somos simples piezas –como las de un rompecabezas- cuya sumatoria da lugar a un todo. Algo del todo está en la parte, así como algo de cada parte
está en el todo.
Tal vez sea por esta razón que la permanencia en una institución, sobre todo en aquellas en las que pasamos trabajando un período importante de tiempo, como las vinculadas con la educación y la formación, parece depender tanto de argumentos racionales como irracionales, de justificaciones conScientes así como de adhesiones instintivas muchas veces desconocidas para nosotros mismos.
Ya la elección de la palabra institución, a diferencia de la de organización, nos habla de que no se trata simplemente de estructuras cuyas formas delimitan roles y funciones, distribuyen espacios y regulan el uso del tiempo para producir algo –sujetos formados, por ejemplo, en el caso de las instituciones educativas. Se trata de espacios vivos, de grupos sociales capaces de generar un sistema de normas que regule su modo de funcionamiento y, tal como decía Jacques Ardoino, también se trata de “significaciones subyacentes que pertenecen al inconsciente del grupo, o que hacen depender el inconsciente individual de algunos aspectos de orden institucional”.
Si partimos de esta idea para comprender lo que pasa y lo que nos pasa siendo parte de las instituciones, se
guramente podremos empezar a hacer visibles aspectos de éstas que se encontraban hasta el momento naturalizados o formaban parte del “sentido común” que regula nuestro trabajo cotidiano.
Cuando en una institución sus miembros comienzan a sentir que trabajan para alcanzar fines diferentes de aquellos para los que la institución fue creada, cuando la energía parece ser empleada mayormente en defenderse de amenazas, o en restablecer canales de comunicación en permanente interferencia, etc., esto puede ser interpretado como síntomas de que la institución ha enfermado. La metáfora del estado de salud o de enfermedad, útil para entender la dinámica institucional, ha sido empleada particularmente por un psicoanalista y analista institucional argentino: Fernando Ulloa. Gracias a él sabemos que cuando integramos una institución establecemos con ella un doble tipo de vinculación. Nos une por un lado un lazo formal. Ocupamos un cargo, desempeñamos cierta función, obtenemos un salario a cambio, reportamos por nuestro trabajo a otras personas en la estructura. Sin embargo, nos une además un vínculo fantaseado. Este vínculo, de naturaleza afectiva e inconciente, parece ser el responsable de una doble relación de pertenencia. Gracias a él sentimos que pertenecemos a la institución pero, al mismo tiempo, sentimos que la institución nos pertenece.
Quisiera detenerme particularmente en este doble sentimiento que lejos de ser un perjuicio o un obstáculo para el modo de funcionamiento racional de las instituciones, es parte de la energía que inerva las relaciones entre los sujetos y que hace posible la generación de lo nuevo, la construcción, y el logro de los objetivos colectivamente sostenidos. Gracias a sentir que la institución “nos pertenece” nos “apropiamos” imaginariamente de ella, en el sentido de “hacerla propia”, para pensar y crear.
La pertenencia no debería ser entendida en términos de propiedad. Pertenecer -o el “estar incluido”- así como el que la institución nos pertenece –esto es, “es parte de nosotros”- no equivale de ninguna manera al ejercicio del poder de propiedad. Se trata por el contrario de un lazo identificatorio. Esto es lo que permite sentir que si se alcanzan metas en nuestro trabajo son, en alguna medida, también logros personales.
Como todo movimiento propio de la dinámica de las instituciones, puede sufrir alteraciones. En algunos casos, un vínculo poco discriminado por parte de quienes trabajan día a día podría ocasionar que la institución se convirtiera en depositaria de ansiedad propia de las personas que la integran. En otros casos, quienes están encargados de la conducción pueden confundir gestión con propiedad, intentando ejercer influencia sobre objetos, espacios y personas como si se tratara de algo que se posee desde el punto de vista material.
Cuando esto sucede, las relaciones son despojadas de la energía psíquica necesaria para producir creativamente, e individuos y grupos adoptan modos de funcionamiento regresivos, es decir, utilizan toda su energía en defenderse de un ambiente que se ha transformado en un medio hostil y amenazante.
Toda institución supone grados diversos y especializados de poder social. Esto es, lo que Michel Lobrot llamara el poder de hacer hacer. El poder de hacer que otros hagan. La complejidad de este tipo de mecanismos hace que el poder que se ejerce desde los lugares de conducción pueda estar al servicio de la generación de vínculos sanos, de crecimiento institucional, donde es posible pensar y establecer relaciones de confianza mutua, o bien de decrecimiento, de empobrecimiento de las relaciones, de pérdida del sentido del acto de producción. Y me atrevería a decir que tal tipo de alteraciones son independientes de que se trate de una organización privada o pública. No es la posesión material, por parte de un “dueño”, de los espacios y los recursos lo que daría lugar a una alteración de este tipo. Por el contrario, se trata de algo más sutil que hace a la forma en que las personas viven y sienten las instituciones de las que forman parte. Según el grado de poder social que le cabe a cada sujeto en la estructura, el modo de funcionamiento regresivo puede adoptar diversas formas. Desde quienes conducen, el autoritarismo podría encubrir la propia inseguridad de hacer frente a la diversidad de perspectivas y al conocimiento de los otros. Desde quienes son conducidos el empobrecimiento de las relaciones lleva a la alienación, a sentir que lo que se produce no tiene que ver con la propia identidad, que lo que se produce le es ajeno. Tanto en uno como en otro caso la emoción que predomina es persecutoria, ya sea que se trate de una amenaza a la conservación del poder para quienes conducen o a la conservación del empleo para los conducidos.
Aún cuando no sería deseable establecer relaciones lineales, con frecuencia advertimos que los modos de funcionamiento regresivos o enfermos están muchas veces asociados a estructuras burocráticas y, especialmente, al particular juego entre el poder de control y la capacidad de justificarlo o “legitimarlo”. Esto es, la capacidad de quien conduce de dar cuenta de las razones por las cuales sus subordinados tendrían que obedecerle.
Para Weber las organizaciones burocráticas son aquellas que establecen normas y que necesitan hacerlas cumplir. Por lo tanto emiten órdenes que deben ser obedecidas para que la organización funcione efectivamente. Así, el sentido que Weber le da a la burocracia no es necesariamente peyorativo. Es para él, por el contrario, la expresión de máxima racionalidad que puede adquirir una organización. El problema se presenta cuando, más allá de la estructura, el ejercicio del poder tiene un efecto enajenante. Cuando esto sucede, la que se ve debilitada es la legitimación del ejercicio del poder. Se obedece, no por el hecho de que se esté de acuerdo con la naturaleza de las acciones que se demandan, sino por la obligatoriedad de la acción.
El problema de la deslegitimación del poder se hace especialmente evidente en aquellas situaciones en las que los encargados de la gestión institucional se enrolan –más allá de la formación que hayan recibido- en una línea de conducción político-administrativa, mien
Las relaciones son despojadas de la energía psíquica necesaria para producir creativamente.
El funcionamiento enfermo está muchas veces asociado a estructuras burocráticas.
tras que quienes tienen a cargo tareas técnicas de realización representarían la línea profesional. Esta oposición entre “autoridad administrativa” y “autoridad profesional”-teorizada por el mismo Weber- representa uno de los conflictos básicos que tendrá que afrontar la institución a nivel de su organización, dado el frecuente divorcio entre las razones que fundamentan la acción desde una y otra línea.
Así como hemos visto previamente que las instituciones enferman cuando el vínculo que los sujetos establecen con ellas aparece despojado del sentimiento de doble pertenencia, desde esta línea, sociológica, sería posible pensar que las instituciones enferman cuando el poder se deslegitima y quienes lo ejercen expropian el poder de quienes llevan a cabo las acciones, incapaces de guiar en la resolución del conflicto de autoridad.
En una posición mucho más crítica sobre la burocracia de aquélla planteada por Weber, Michel Lobrot dirá que “…la burocracia se instala en un país o en un organismo porque la mayor parte de sus miembros o bien acepta o bien desea ser protegida, dirigida y orientada”. La dificultad central se plantea ya que el hombre, ambivalente, también ama la libertad, la iniciativa y la independencia. Sin embargo, la fuerza que el sistema otorga al dirigente genera una forma de explotación quitando a los individuos su autonomía, ordenando su trabajo y organizando sus actividades. La consecuencia directa es la pérdida de creatividad y de iniciativa de sus miembros.
Hasta el momento hemos hecho referencia a rasgos, que podríamos denominar “regresivos” o enfermos, comúnmente adquiridos por instituciones diversas. El predominio de los medios por sobre los fines, propio del funcionamiento de la burocracia; el autoritarismo como modo de deslegitimación del poder en quienes conducen; el conflicto no resuelto entre autoridad político administrativa y autoridad profesional, parecen ser factores comúnmente encontrados particularmente en instituciones educativas. En lo que sigue nos dedicaremos a explicitar tres posibles rasgos que, concomitantemente, pueden verse a nivel de las personas. Estarán referidos particularmente a tres áreas: la vivencia del espacio institucional, la constitución de la propia subjetividad y el carácter que asume la tarea de producción.
La sensación de desarraigo y la vivencia del no-lugar. Una institución en modo de funcionamiento regresivo, despojante del sentido, genera condiciones para que sus miembros, en lugar de encontrar en ella un espacio sobre el cual proyectar aspectos de su identidad, encuentren un vacio. En palabras del antropólogo Marc Augé podríamos pensar que se trataría de la experiencia que él definió como el “no lugar”. Los espacios de trabajo se convierten en espacios de transición, provisorios, sin permanencia ni estabilidad, sin ser apropiados por sus ocupantes. Espacios de apariencia aséptica, homogéneos que nada dicen de las personas que los habitan.
Aún cuando el uso concreto del espacio en una institución pueda ser analizador del tipo de vivencia que intentamos describir, se trata de algo más profundo que la simple disposición del mobiliario o la ausencia de marcas personales en objetos y ambientes. Se trata de una vivencia de desarraigo. De la sensación de no estar siendo esperado en ningún lugar específico. De no tener un lugar propio.
Las estrategias, desde la gestión institucional, de control sistemático sobre la estructura material, así como las mudanzas y las reorganizaciones permanentes pueden promover esta vivencia de desapropiación del espacio que se habita. Cuando la manipulación del espacio y de las personas en él deja de responder a las necesidades del trabajo, puede dar cuenta de un intento infructuoso de legitimación del poder por parte de quien lo ejerce.
El falso self como defensa frente a un ambiente hostil. En tanto seres humanos, todos tenemos necesidad de reconocimiento de un otro. Aún en nuestra vida adulta, nuestra salud y nuestra capacidad de ser espontáneos y creativos depende de poder ser reconocidos como sujetos. Se trata de una paradoja por la que pareciera que para realizar nuestra propia voluntad independiente, dependemos de otro que la reconozca.
En la base de este reconocimiento, aún en la vida adulta, es posible encontrar la constitución del sí mismo, esto es la base profunda de nuestra personalidad, gestada en los momentos iniciales de la vida. Donald Winnicott ha descrito con gran claridad el sofisticado mecanismo por el cual el bebé logra conectarse con el mundo a partir de la relación con su madre. Se trata de un vínculo paradojal a través del cual la madre ofrece algo de la realidad y al mismo tiempo genera condiciones para que el bebé se ilusione con la posibilidad de “crear” esa realidad. A este espacio “intermedio” de creación Winnicott lo denominó “transicional” justamente para dar cuenta de esa zona intermedia de experiencia entre el adentro y el afuera, entre fantasía y realidad.
Si la función de sostenimiento (holding) materna por algún motivo falla, siendo incapaz de atender los deseos del bebé de un modo suficientemente sensible, se desarrolla una escisión que da lugar a dos formas separadas de relación con el objeto. O se lo vive como completamente bueno, idealizándolo, o completamente malo sintiendo que se es perseguido por él. Poco a poco, si las experiencias buenas predominan sobre las malas y la madre aparece como “suficientemente buena” el bebé desarrolla un psiquismo integrado por el cual puede conectarse con la realidad tanto en sus aspectos positivos como negativos. El niño desarrolla además la capacidad de conectarse con su propia interioridad dando lugar a lo que Winnicott llamó “la capacidad de estar solo”. Se trata de una idea de altísimo interés, no sólo por lo que nos permite comprender de la evolución del psiquismo –es decir cómo el niño aún en presencia de su madre logra ser él mismo, en su “self verdadero” y no como reacción a los estímulos externos, como “falso self”- sino también porque nos permite discriminar, aún en la vida adulta, modos de ser y de vincularse que pueden responder a una u otra modalidad. Es decir que, aún de adultos, podemos vincularnos desde nuestro self
Es posible advertir cómo las personas ponen a jugar mayormente su “falso self”.
verdadero o desde nuestro falso self.
Cuando por diversos motivos el ambiente institucional se vuelve hostil y amenazante, es posible advertir cómo las personas ponen a jugar mayormente su “falso self”, esto es, “construyen” una identidad ficticia que responde a las exigencias del medio. Lo que en el lenguaje cotidiano acostumbramos escuchar como el decir “políticamente correcto” podría ser interpretado en estos términos.
La energía necesaria para crear y producir es empleada en construir estas fachadas que suelen tener como propósito sobrevivir en el medio laboral, o disputar espacios de poder entre los sectores medios y altos de la organización. Dado que una personalidad sana comportaría ambos modos de funcionamiento, es posible pensar que el sufrimiento aparece en aquellos casos en que por la dinámica institucional el “falso self” parece predominar por sobre el “self verdadero”. Las personas dejan de ser quienes son para pasar a ser una construcción, una máscara, para otros.
El refugio en modos de producción mecánicos y estereotipados. El trabajo nos constituye como sujetos. No se trata meramente de un medio para la subsistencia. El trabajo, lo que producimos, la transformación que operamos sobre la realidad, es parte central de la constitución de nuestra subjetividad, de quienes somos. Lo que hacemos, cada día, nos identifica como “autores” y nos “autoriza” en el sentido de dotarnos de autoridad. Si esta autorización es posible, nuestro self se fortalece y no tiene necesidad de defenderse del medio. El contacto con nosotros mismos nos dota de la energía psíquica necesaria y hace posible la creatividad. Tal como ya señalara Gerard Mendel, cuando las instituciones enferman, el sistema “expropia” el poder que es inherente al propio acto de producción. Esto no sólo tiene efectos en la institución que inicia un modo de funcionamiento regresivo. Tiene efectos en las personas y en su sufrimiento, así como en la calidad de lo que se produce.
Aparecen entonces modos de producción rutinizados, estereotipados. Se advierte, por ejemplo un énfasis en el sostenimiento de los procesos, pero con vaciamiento de su sentido, de su para qué. El modo de funcionamiento burocrático comienza a inervar las micro relaciones, los micro espacios, las micro funciones. Las decisiones en el día a día de la tarea están más al servicio de evitar reclamos y censuras, que de resolver los problemas propios de la función institucional.
Lo que comúnmente se identifica como falta de compromiso en las personas podría deberse, en parte, a este proceso de vaciamiento del sentido sobre lo que se hace. La recuperación del sentido permite a las personas reconocerse en el trabajo y por lo tanto involucrarse, comprometiéndose.
Sobre la parrhesía como virtud griega. En El gobierno de sí y de los otros, Michel Foucault pone en análisis una noción de la antigüedad expresada en un texto de Claudio Galeno –El tratado de las pasiones del alma y de sus errores- que es la de parrhesía. Se trata de una virtud, de un deber y de una técnica que debe caracterizar al hombre que está a cargo de dirigir a los otros. Y en la medida en que los ayuda a dirigir su conciencia, al mismo tiempo los ayuda a constituir su relación consigo mismos.
Para lograr esto –y tal vez sea éste uno de los aspectos más interesantes de la noción- quien dirige debe decir la verdad. De ahí que la parrhesía pueda traducirse como “el hablar franco”. Es una manera de hablar que compromete a unos y otros a decir la verdad.
Quisiera para concluir, rescatar dos sentidos de la noción de parrhesía que nos ayudan a comprender lo que sucede cuando las instituciones enferman. Por un lado, se trata de decir la verdad y de modo tal que comprometa tanto al maestro como al discípulo, a quien conduce como a quien es conducido. Por otro lado, comporta siempre un riesgo: el discurso verdadero abre la situación y hace posible una serie de efectos que son desconocidos. Asumir este riesgo es un acto de entereza, de valentía y es responsabilidad de quien conduce.