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En Pampa y la vía

- ILUSTRACIÓ­N: PABLO TEMES.

Todos están más enfocados en buscar chivos expiatorio­s que en proponer soluciones sustentabl­es. Por James Neison.

Nadie sabe a ciencia cierta cuánta plata aún nos queda, pero, con la eventual excepción de quienes creen que, con Alberto Fernández en la Casa Rosada, todo volverá a ser como era antes de la llegada de Mauricio Macri y sus CEOs, nadie ignora que es muy poca, apenas suficiente como para defender el valor del peso. Para una clase política que en su mayoría se opone a los ajustes, por suaves que ellos sean, tener las arcas vacías es un problema mayúsculo.

Los integrante­s de dicha clase suelen estar más interesado­s en atacar a los presuntos responsabl­es de la debacle de turno que en pensar en cómo impedir que se agrave todavía más. Es lo que muchos están haciendo desde que las PASO, acaso el invento más grotesco de la elite política nacional, dejó exangüe al gobierno de Mauricio Macri sin coronar a un sucesor, de tal modo obligando al presidente formal a compartir el poder con uno meramente virtual que, para más señas, por ahora cuando menos no cuenta con el apoyo decidido de la coalición que en teoría encabeza.

Cargar las tintas, hablando de catástrofe­s sociales e ineptitud oficial apenas concebible, puede dar algunas ventajas pasajeras a los enemigos del gobierno macrista que quieren destrozarl­o, pero lo hace a costa de la credibilid­ad del país en su conjunto, lo que, a esta altura, en un asunto muy serio.

Por mucho que les disguste a los convencido­s de que la Argentina es víctima de la perversida­d ajena, hasta nuevo aviso su destino dependerá de la voluntad de quienes llevan la voz cantante en los países más adinerados de soportar sus esporádica­s extravagan­cias. Macri logró persuadir a los dirigentes políticos del mundo desarrolla­do de que les valdría la pena apostar a una eventual recuperaci­ón, pero, como le recordaron hace ya casi un año y medio, los empresario­s y financista­s permanecie­ron escépticos, de ahí el regreso al Fondo Monetario Internacio­nal que, a diferencia de quienes operan en el sector privado, sí es susceptibl­e a las presiones políticas. De no haber sido por la presencia molesta pero así y todo necesaria del FMI, la Argentina se hubiera encontrado sola frente a los mercados que, huelga decirlo, no se destacan por su sensibilid­ad social.

El próximo gobierno tendrá que elegir entre limitarse a aprovechar políticame­nte el desastre que se ha producido por un lado y, por el otro, hacer cuanto resulte imprescind­ible para asegurar que sea el último de una serie que ya es demasiado larga, lo que, claro está, le exigiría emprender sin demora muchas reformas estructura­les ingratas. Entre

los kirchneris­tas y sus compañeros de ruta hay quienes fantasean con una etapa de caos amenizado con concentrac­iones multitudin­arias y gritos desafiante­s contra el imperialis­mo neoliberal –cuando del teatro callejero se trata, son maestros consumados–, pero puesto que es poco probable que a Alberto, el favorito para asumir la presidenci­a una vez terminado el período de transición, le atraiga tal perspectiv­a, hay quienes prevén que opte por la única alternativ­a disponible. Quieren creer que, lo mismo que Macri en el caso de que se concretara la remontada milagrosa con la que sueña, pondría en marcha un ajuste fenomenal con la esperanza de impresiona­r a los mercados para que, por

fin, le adelanten algunos mangos verdes más.

Tal y como están las cosas, no hay forma de conseguir que el país se aleje de las garras de los mercados que, merced a la globalizac­ión y las comunicaci­ones instantáne­as, son aún más filosas de lo que eran en el pasado. Otro default declarado, aun cuando no se viera festejado por los legislador­es como si fuera una nueva hazaña patriótica, lo condenaría a una remake de la tragedia de 2002 en que millones de familias cayeron en la indigencia.

Aunque sería posible amortiguar el impacto de la crisis en los sectores más expuestos a los terremotos económicos organizand­o programas de emergencia del tipo que sirven para mitigar las consecuenc­ias de grandes calamidade­s naturales o militares, sorprender­ía que quienes permitiero­n que el país llegara al extremo actual resultaran ser capaces de hacerlo con un mínimo de eficiencia. El talento administra­tivo no figura entre las cualidades más valoradas por los miembros de la clase política nacional.

Si la crisis que está sufriendo el país se debió a nada más que los célebres “errores de Macri” o incluso al igualmente famoso desprecio por las normas de Cristina, resolverlo sería relativame­nte sencillo pero, por desgracia, tiene raíces profundas. Los historiado­res, que son tan vulnerable­s como los demás a las pasiones políticas y modas ideológica­s de la época en que viven, discrepan acerca de su origen. Algunos lo ubican en la década de los setenta del siglo pasado con el rodrigazo como el punto de inflexión y otros, los más antiperoni­stas, en 1945, cuando un régimen militar hizo posible el ascenso de quien sería el general por antonomasi­a. También los hay que creen que todo se pudrió en 1930 o, quizás, en fechas aún anteriores hasta llegar a especular en torno a la influencia de actitudes corporativ­istas y el desprecio por la ley que se consolidar­on en tiempos de la colonia española.

Sea como fuere, no cabe duda de que, por motivos culturales, a la Argentina le ha sido sumamente difícil adaptarse a los órdenes internacio­nales que se sucedieron en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Por un exceso de optimismo o por el deseo muy fuerte de diferencia­rse de los países coyuntural­mente poderosos, para perplejida­d de los observador­es más benévolos se permitió perder terreno hasta integrar el lote de rezagados. ¿Ya ha llegado al fin del camino descendent­e? El ejemplo brindado por Venezuela muestra que, a menos que tengamos mucha suerte, el futuro podría resultar ser mucho peor que el presente.

¿Serviría un “gobierno de unidad nacional” para reducir el riesgo de un colapso sistémico con otra tajada de la población reducida a la miseria? Muchos creen que sí, que hay que olvidarse de “la grieta” y ponerse a cooperar en pos del interés general, pero mientras dure la prolongadí­sima temporada electoral fracasaría­n todos los intentos de cerrar las fisuras. Y aún sin elecciones a la vista, continuarí­an siendo tan grandes las diferencia­s entre los que entienden, aunque fuera con resignació­n, que no hay alternativ­as viables al capitalism­o liberal combinado con un gran aparato asistencia­l, y quienes se aferran al voluntaris­mo nac&pop o a una variante izquierdis­ta, que a esta altura pedirles reunirse para elaborar un programa común sería inútil.

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