EL DÍA QUE SONRIÓ LA HISTORIA
Cómo fue el proceso de construcción y caída del símbolo más tangible del totalitarismo. Guerra fría, aparatos de inteligencia y los muros de la actualidad.
La caída del Muro de Berlín fue uno de los pocos acontecimientos de la historia que generaron esperanza sobre el futuro de la especie humana.
Por cierto, muchos sintieron, angustiados, que su ideología quedaba sepultada bajo los escombros de la pared de 45 kilómetros que partió en dos la antigua capital alemana, sumando un cerco que abarcaba los restantes 117 kilómetros de perímetro del sector occidental. Pero el sentimiento predominante fue el optimismo.
El suceso que generó esa sensación había comenzado a producirse de manera casi accidental. Los soldados que estaban de guardia en el puente de Bornholmer Strasse levantaron las barreras desbordados por la multitud que se aglomeró en ese paso fronterizo por la difusión de una confusa medida gubernamental sobre permisos para viajar al exterior.
Cuando esa barrera volvió a bajarse, en muchos puntos del muro, las muchedumbres desbordaban a confundidos guardias fronterizos y empezaban a trepar y a demoler la inconcebible pared.
Historia. En la misma urbe donde fue aniquilado el totalitarismo de derecha, el mundo vio también derrumbarse al totalitarismo de izquierda. Ante la mirada perpleja de la humanidad, se desmoronaba el símbolo del Estado policial que, con la promesa de la igualdad, había diluido al individuo en las masas.
Ese símbolo exponía otros rasgos del totalitarismo: el absurdo y la hipocresía. La interminable barrera de cemento que los alemanes occidentales llamaban “schandmauer” (muro de la vergüenza), para el régimen que la construyó era el “anti-faschistischer schutzwall”: Muro de Protección Antifascista. Pero todos sabían que la nomenclatura encabezada por Walter Ulbricht y sus mandantes del Kremlin lo levantó procurando cortar la fuga permanente desde la República Democrática Alemana (RDA) hacia la parte occidental de la ciudad.
En pocos años habían cruzado tres millones de alemanes orientales. Por eso, las autoridades empezaban a prohibir permisos a los “grenzganger”, que era como llamaban a los germanos del Este que trabajaban en el lado Oeste, ganando sueldos muy superiores a los pagados por el Estado comunista. Finalmente, la RDA ingresó a la dimensión del absurdo construyendo un muro para proteger a un “hombre liberado” del yugo explotador, poniéndolo a resguardo de la intoxicación capitalista y de las “conspiraciones fascistas”.
El argumento se volvía más descabellado al tiempo que aumentaban de a miles los fugados a través de esa frontera demencial y los muertos bajo las balas de la Gernztruppen, fuerza de vigilancia que les disparaba a mansalva a quienes intentaban saltar la muralla.
Esa ciudad que desde su nacimiento en la Edad Media fue sucesivamente capital del Magraviato de Brandeburgo en el Sacro Imperio Romano-germánico; del poderoso reino prusiano que acabó derrotado en la Primera Guerra Mundial; de la liberal pero débil República de Wiemar y del monstruoso Tercer Reich, fue también la capital de un Estado comunista que no había surgido de una revolución proletaria, sino del Acuerdo de Postdam, que dividió Alemania entre las cuatro potencias vencedoras.
La politología y la sociología descuidaron el análisis de ese rasgo identitario del totalitarismo que es el absurdo. Por eso las mejores descripciones llegaron desde la literatura. A la primera la hizo Frank Kafka en la novela “El Proceso”. Después llegaron las lúcidas descripciones de George Orwell en “1984” y en “Rebelión en la Granja”.
El deambular de la persona en el laberinto de una burocracia gris que reinventaba la historia y borraba dirigentes de las fotos, era parte de la realidad absurda en la que iba diluyéndose el individuo. Al otro meca
Una pared de 45 kilómetros que PARTIÓ EN DOS la antigua capital alemana desde 1961.»