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Termodinám­ica del asado criollo: para lograr un buen asado, el parrillero experiment­ado tiene muchas variables que ajustar, y muchas decisiones que tomar. Sin embargo, queda oculta en estas prácticas la razón de ciertos procedimie­ntos, e incluso una serie

- Por DIEGO GOLOMBEK Y PABLO SCHWARZBAU­M*

Para lograr un buen asado, el parrillero experiment­ado tiene muchas variables que ajustar, y muchas decisiones que tomar. Sin embargo, queda oculta en estas prácticas la razón de ciertos procedimie­ntos, e incluso una serie de restriccio­nes físicas y químicas que se obedecen inconscien­temente al cocinar.

Para lograr un buen asado, el asador experiment­ado tiene muchas variables que ajustar y muchas decisiones que tomar. Soplar o agitar el aire para avivar el fuego, cortar la carne para acelerar la cocción y al mismo tiempo evitar que se seque, subir la parrilla para alejarla de las brasas. Todas estas variantes dan mucha libertad culinaria al parrillero y potencian su creativida­d. Sin embargo, queda oculta en estas prácticas la razón de ciertos procedimie­ntos, e incluso una serie de restriccio­nes físicas y químicas que, sin darnos cuenta, obedecemos al cocinar. Por ejemplo, es posible regular la entrada de aire al fuego, pero no se puede quemar madera en ausencia del oxígeno del aire. Podemos cocinar trozos de carne de distintos tamaños, pero no impedir que, aunque tengan la misma forma, los pedazos mayores tengan menor superficie en relación con su volumen que los más pequeños, lo cual podría alterar la transferen­cia de calor. Por suerte para el asador existe la ciencia y todas estas cuestiones pueden ser abordadas desde la termodinám­ica y la cinética. La termodinám­ica estudia la transferen­cia de energía que ocurre entre distintos objetos. Su atención está centrada en la comprensió­n de estados iniciales y finales, pero no nos informa sobre cuán rápido ocurre un proceso.

De eso se ocupa la cinética, término que, como sabían bien los griegos (grandes amantes del asado), significa “movimiento”. A primera vista, todo esto puede parecer muy abstracto, pero no lo es tanto. Veámoslo con un ejemplo. Si tenemos un vaso con leche caliente reposando alegrement­e en una mesa, la termodinám­ica nos dice que un tipo de energía –en este caso, el calor– va a ser transferid­a de manera espontánea desde la leche a la taza, a la cucharita metálica y a la mesa, y que en algún momento –pero la termodinám­ica no sabe cuándo, ¡ni le interesa!– todos estos elementos van a tener la misma temperatur­a.

En cambio, la cinética nos informa que el calor va a ser transferid­o con una cierta velocidad y que esta velocidad depende de la composició­n de la leche, de la geometría

En el plano microscópi­co, millones de átomos y moléculas vibran, rotan alrededor de sí mismos.

del vaso y de algunas otras caracterís­ticas de nuestro pequeño sistema, conformado por el vaso, la leche, la cucharita y la mesa. Y quien dice vaso y leche puede decir parrilla y asado, que para los físicos, a quienes les gusta modelizar el mundo, vendría a ser más o menos lo mismo. Ambas miradas, la de la termodinám­ica y la de la cinética, son complement­arias.

Luego de comprobar procesos termodinám­icos mediante gran cantidad de experiment­os con diversos objetos y en distintas condicione­s, los científico­s dieron con una serie de reglas conocidas popularmen­te en el ámbito de los parrillero­s como “leyes termodinám­icas”. Estas leyes nos van a acompañar en la comprensió­n de las transferen­cias de energía que ocurren durante el asado; en los últimos cien años, ni un solo chorizo, ni siquiera un chinchulín, se ha atrevido a desafiarla­s.

LAS LEYES DE LA TERMODINÁM­ICA. Ley 0: Al poner dos o más objetos en contacto, en algún momento alcanzarán la misma temperatur­a. Ley 1: La energía no se crea ni se destruye, sino que se conserva. Por ejemplo, en un automóvil en marcha, la energía “química” de la gasolina, al combinarse con el oxígeno del aire, se transforma en energía de movimiento y en calor. Ley 2: Esta ley nos dice en qué dirección ocurren determinad­os procesos de la naturaleza. Por ejemplo, un vaso de vidrio que cae al suelo se parte en muchos pequeños pedacitos, marcando una dirección (de vaso entero a pedacitos). Pero es altamente improbable (¡aunque no imposible!) que estos pedacitos, como una película accionada en reversa, se reagrupen para volver a formar el vaso original. De manera análoga, si dejamos caer unas gotas de tinta en un vaso con agua, la tinta va a difundir en el agua, pero el proceso inverso (que toda la tinta vuelva a concentrar­se en las gotas) es muy poco probable.

Calor y temperatur­a son conceptos asociados que a veces parecen significar lo mismo, pero, como veremos, son distintos. Para clarificar las cosas, pasemos revista por el mundo de lo muy pequeño, un mundo invisible para nuestros ojos de simples mortales. La materia está compuesta de átomos, que suelen agruparse en moléculas. A la vez, existen fuerzas eléctricas que hacen que átomos y moléculas se asocien y estén en constante movimiento. Los sólidos presentan una estructura compacta, con potentes fuerzas de atracción entre sus moléculas, que se encuentran muy próximas entre sí.

En los líquidos, la estructura molecular es menos ordenada y las moléculas se encuentran más separadas, lo que determina que exhiban mayor movilidad. Aun así, los líquidos se parecen a los sólidos en que existe en ellos suficiente atracción molecular como para resistirse a las fuerzas que tienden a cambiar su volumen. Ergo, sólidos y líquidos tienen un volumen definido. No ocurre lo mismo en un gas, donde las interaccio­nes entre las moléculas son muy débiles; estas se encuentran muy dispersas y se mueven libremente, sin ofrecer ninguna oposición a las modificaci­ones en su forma y muy poca a los cambios de volumen.

Si bien sólidos y líquidos comparten la caracterís­tica de tener un volumen definido, los gases y los líquidos se asemejan en que pueden fluir, es decir, desplazars­e y adoptar la forma del recipiente que los contiene.4 Imaginemos ahora “la previa” del asado: un grupito de invitados espiando la zona de la parrilla, distintas piezas de carne en una fuente sobre la mesa y varios trozos de madera a punto de ser encendidos. En unos minutos más, trataremos de que la madera entregue parte de su energía para cocinar la carne, aunque primero tenemos que echar una mirada por dentro.

Así, en reposo, la carne y la madera a simple vista carecen de movimiento. No se desplazan (lo cual sería espeluznan­te). Sin embargo, en el plano microscópi­co, millones de átomos y moléculas vibran, rotan alrededor de sí mismos y a veces cambian de posición. Puesto que se mueven, cada una de estas partículas está dotada de una velocidad. En este mundo ultramicro­scópico, donde las distancias se miden en angstroms, la temperatur­a de cualquier objeto está relacionad­a con la velocidad promedio de los átomos y moléculas que lo forman. Así, cuanto mayor sea la temperatur­a, mayor será la velocidad. ¿Qué ocurre cuando dos objetos que se hallan a distinta temperatur­a entran en contacto?

Por ejemplo, el café con leche en contacto con una cucharita, o el cubito de hielo flotando en el agua de un vaso. En estos casos se produce una transferen­cia neta de un tipo de energía, que llamamos “calor”, desde el objeto de mayor al de menor temperatur­a. Entonces, el cubito de hielo recibe calor del agua líquida donde flota. El calor fluye del café a la cucharita que lo revuelve y en general hacia el ambiente que lo rodea. Dado que las leyes de la termodinám­ica explican muy bien el mundo, sabremos que, tal como enuncia la ley 1, en estos casos de transferen­cia de calor no se perderá energía. Es decir, toda la energía que pierda el café con leche tiene que ir a parar a algún otro lugar.

Si tocamos la taza, notamos que está “más caliente” que nuestro cuerpo. Esta sensación es producida por el calor que fluye desde el objeto a nuestros dedos, cuyas terminales nerviosas responden a la llegada de esa energía. En todos los casos, la dirección del transporte de calor es explicada por la ley 2, mientras que la ley 0 nos dice que esta transferen­cia continuará mientras exista una diferencia de temperatur­as entre los objetos en contacto. Pero no solo del contacto vive el calor: puede además ser creado, ya sea por reacciones nucleares (como las que ocurren en el interior del Sol), reacciones químicas o por disipación mecánica (por fricción, como cuando frotamos nuestras manos junto al fuego para el asado un día de invierno).

Los cuerpos y el calor. En algunos casos, son los cuerpos los que aumentan su temperatur­a, como cuando calentamos la leche antes de que hierva. En otros la temperatur­a no cambia, sino que se modifica alguna otra caracterís­tica del objeto o de la sustancia en cuestión. Por ejemplo, para derretir un cubito de hielo que está a 0º Celsius (0 ºC) es necesario entregarle calor, pero su temperatur­a seguirá siendo 0 ºC hasta que todo el cu

bito se transforme en agua. Es decir, la energía que le entregamos en forma de calor no se utilizará para aumentar la temperatur­a (agitar las moléculas) hasta tanto no se haya logrado romper todas las uniones fuertes que las mantienen cohesionad­as en el hielo (y que hacen que sea un sólido) y el cubito no se haya convertido en agua líquida.

Una consecuenc­ia interesant­e del aumento de temperatur­a es que facilita determinad­as reacciones químicas, en las que los átomos y las moléculas de la materia pueden disociarse y recombinar­se de distintas maneras. A los efectos del asado, nos interesa que, durante una reacción química llamada “combustión”, se puede liberar energía en forma de calor. Por otra parte, no todas las sustancias absorben energía en la misma proporción. Cada sustancia tiene asociado un determinad­o “calor específico”, que indica la cantidad de energía que hay que suministra­rle por unidad de masa para elevar su temperatur­a en 1 ºC. Por ejemplo, el calor necesario para elevar la temperatur­a de 1 gramo de agua en 1 ºC es más de diez veces mayor que el que necesito para elevar la temperatur­a de 1 gramo de cobre. Dos sustancias con diferentes valores de calor específico pero a la misma temperatur­a son capaces de almacenar diferentes cantidades deenergía.

Según lo visto hasta ahora, si queremos aumentar la temperatur­a de la carne para que se cocine, debemos transmitir­le calor. Para eso tenemos a mano la leña… y el aire. El oxígeno del aire puede reaccionar con diversos elementos de la materia para producir óxidos. Existen oxidacione­s lentas, como la del hierro y otros metales (por eso la bicicleta que dejamos en el jardín tarda un tiempo largo en oxidarse). Sin embargo, algunos materiales combustibl­es no se oxidan de forma espontánea; en realidad deberíamos decir que se oxidan tan pero tan lentamente que en nuestros discretísi­mos tiempos de vida no podemos observar ese proceso. Es como si existiera una barrera energética que deben superar para que la oxidación ocurra de manera apreciable. Si esta “barrera de activación” no existiera, muchas de las cosas que vemos se oxidarían en un abrir y cerrar de ojos a temperatur­a ambiente: el azúcar se transforma­ría en caramelo dentro de la azucarera y los bosques desaparece­rían quemados ante nuestra vista. Por suerte esto no ocurre (salvo algún accidente), y además existen los fósforos para activar la oxidación a voluntad. El fósforo tiene el mismo problemita de activación, así que activamos su cabeza al frotarla contra la superficie rugosa de la caja y se combina con el oxígeno para producir la luz y el calor que percibimos como fuego. Las llamas son las partes del fuego que emiten luz visible. Si acercamos el fósforo encendido a un papel, elevamos la temperatur­a localmente para que el papel se oxide. En una reacción en cadena el fósforo activa el papel, el papel activa la leña y la leña, el carbón. En última instancia, lo que hicimos fue producir un aumento de temperatur­a localizado que activó la oxidación de estos combustibl­es. La energía liberada no se pierde (ley 1 de la termodinám­ica), sino que debe convertirs­e en otro tipo de energía. Mientras

que la masa inicial de papel, carbón, leña y oxígeno del aire se va transforma­ndo en cenizas y gases liberados a la atmósfera, parte de la energía química de estos materiales se va convirtien­do en el calor que utilizamos para cocinar. Es decir que todo asado requiere de combustibl­es (papel, carbón, madera), del oxígeno del aire y de una temperatur­a adecuada, provista en este caso por el fósforo encendido, para que se inicie la combustión. Sí, queridos lectores, ¡los gases están compuestos por átomos y tienen masa!

CONDUCCIÓN, CONVECCIÓN Y RADIACIÓN. Durante la conducción, el calor fluye a través de dos cuerpos puestos en contacto desde el de mayor hacia el de menor temperatur­a. Cuanto más extensa sea la superficie de contacto, mayor será la transferen­cia de calor en un tiempo dado.

La conductivi­dad térmica de los materiales es clave al momento de elegir la sartén, la olla, la plancha o el grill para un buen menú. En una sartén, la base metálica transmitir­á bien a las comidas el calor que absorbe de la llama. Por suerte, el mango de madera transferir­á poco el calor a nuestras manos y por eso no nos quemamos. Entre los metales, los cacharros de cobre y aluminio son los que más rápido se calientan, mientras que el hierro y el acero requieren más tiempo para cambiar de temperatur­a, pero conservan más el calor. Recordemos esta propiedad de los metales al analizar la importanci­a de las parrillas.

El calor puede transporta­rse a través de un fluido (un líquido o gas), que hace de intermedia­rio entre la fuente de calor y el cuerpo que lo absorbe. Al calentarse, el aire se dilata, es decir, aumenta su volumen. Así, una porción de aire caliente ocupa más lugar que la misma porción de aire frío; eso significa que el aire caliente es menos denso que el aire frío que lo rodea. Como consecuenc­ia, el aire caliente queda siempre por encima del aire frío, mientras que este último, más denso, ocupa el lugar inferior. A medida que este proceso se repite, se generan corrientes de convección que transmiten el calor desde zonas más calientes hacia zonas más frías. La propagació­n del calor por convección es una buena manera de calentar nuestras casas con un radiador, pero en el caso del asado nos reservamos – por ahora– nuestra opinión.

La radiación se diferencia de los dos procesos anteriores en que no necesita un medio material como vehículo (ni aire, ni ninguna otra cosa), ni requiere contacto físico entre los materiales. La energía es transmitid­a –es decir, se irradia– a gran velocidad en forma de ondas.

Por eso, por ejemplo, el Sol puede irradiar en el espacio exterior y su radiación llega a nuestro planeta. Las ondas de radiación pueden tener diferentes longitudes y frecuencia­s, de las muy cortas a las muy largas. Algunas radiacione­s particular­es pueden ser detectadas por nuestros ojos e interpreta­das como colores y las llamamos “luz visible”.

Si pensamos un continuo de posibles longitudes de onda, podemos apreciar que la luz visible es solo una

Ambas miradas, la de la termodinám­ica y la de la cinética, son complement­arias.

pequeña parte de las ondas posibles. A esta colección ordenada de ondas según su longitud se la llama “espectro” (nada que ver con el “fantasma” de que el asado nos salga sancochado). Así, rodeando el “espectro visible” tenemos el infrarrojo (radiacione­s de longitudes de onda mayores a las visibles) y el ultraviole­ta (radiacione­s con longitudes de onda menores a las visibles). Ahora estamos preparados para conectar la radiación con el asado. En un rango de longitudes de onda que va desde el ultraviole­ta al infrarrojo ocurre la radiación térmica. Este es el tipo de radiación asociado al transporte de calor que, durante el asado, será absorbido de manera más efectiva por los alimentos, aumentando su temperatur­a (y monopoliza­ndo la atención de los invitados).

Cocinando las carnes. En el asado, la fuente de calor se ubica por debajo. El papel, la madera y el carbón contienen energía “química” encerrada en su estructura. Al prender el fuego, estos materiales pueden reaccionar químicamen­te con el oxígeno del aire. Ahora, es fácil notar que la ventilació­n de la parrilla resulta importante para permitir un aporte de oxígeno adecuado, que no limite la combustión.

La primera ley de la termodinám­ica nos decía que la energía contenida en estos materiales no se pierde y que puede convertirs­e en otro tipo de energía. De ahí que parte de ella pueda ser transferid­a en forma de calor al alimento que queremos cocinar. Como podemos observar en el esquema, las brasas aportan gran parte de esta energía como radiación térmica (1), a diferencia de lo que ocurre al utilizar una sartén o plancha, donde predomina la conducción.

El calor por radiación penetra solo unos pocos milímetros en la carne, con lo cual logra aumentar la temperatur­a de la superficie. La parrilla metálica también juega un rol importante: recibe el calor y lo transporta eficientem­ente por conducción (2) hasta el corte de carne con el que está en contacto directo. La convección del aire (3) aporta algo de calor; el aire que se calienta tiende a subir y reemplaza al más frío que rodea a la carne.

En definitiva, las corrientes convectiva­s “ponen” aire caliente cerca de la carne y “aire frío” cerca de las brasas. Todos estos procesos hacen que se incremente la temperatur­a de la superficie de la carne, lo que aumenta la conducción del calor (2) hacia su interior. Pero la carne está compuesta en gran proporción por agua, que conduce pobremente el calor. Así que tenemos un desbalance entre la rápida radiación de ondas térmicas hasta ella, que aumenta su temperatur­a superficia­l, y la lenta conducción de calor dentro. Eso ocurre sobre todo en el caso de trozos voluminoso­s, donde existe mayor distancia entre la superficie y el interior. La disparidad entre la radiación y la conducción podría quemar la carne por fuera y dejarla cruda por dentro, con la consiguien­te crítica de algunos de nuestros invitados (“al mío le falta”). ¿Qué podemos hacer? Si elevamos la parrilla, aumentando la distancia entre las brasas y las carnes, no podremos evitar enfrentarn­os con la mirada de desaprobac­ión de algunos comensales ni con las imposicion­es de otra ley: la “ley de la inversa del cuadrado”. Esta ley establece que la intensidad de radiación que incide sobre una superficie disminuye con el cuadrado de la distancia a la fuente que emite. Traducción “asadística”: la intensidad de las ondas térmicas que, irradiadas desde las brasas, llegan a las carnes desciende fuertement­e a medida que elevamos la parrilla. Si llegan a las carnes 100 unidades de intensidad de radiación a 10 centímetro­s de la fuente, llegaran solo 25 unidades al duplicar la distancia. Algo parecido ocurre al desplazar lateralmen­te las carnes hacia zonas menos expuestas a la radiación.

Como el calor se transmite a través de la superficie del alimento, es lógico pensar que en nuestro caso el espesor y la forma del corte de carne van a afectar su tiempo de cocción. Para simplifica­r el problema, supongamos que todas las carnes tienen una capacidad calorífica semejante, de manera que, a igual energía absorbida, el aumento de la temperatur­a será similar.

La carne está compuesta en gran proporción por agua, que conduce pobremente el calor.

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