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Alberto ante un dilema de hierro

- Por JAMES NEILSON*

Desde hace varias décadas, las estrellas más deslumbran­tes del firmamento económico contemporá­neo, países asiáticos como Corea del Sur y China que, en un lapso muy breve, dejaron atrás la miseria absoluta para erigirse en las potencias comerciale­s que ya son, subordinan virtualmen­te todo al crecimient­o por entender que concentrar­se en aliviar la pobreza sólo serviría para perpetuarl­a. Contaron con una ventaja clave: sus respectiva­s poblacione­s estaban, y aún están, tan acostumbra­das a un nivel de vida muy bajo que durante el período de acumulació­n pocos se quejaban.

La Argentina es diferente; casi todos recuerdan tiempos en que vivían mejor y, como es natural, se sienten injustamen­te postergado­s. He aquí una razón por la que sucesivos gobiernos se han sentido obligados a hacer las cosas al revés; por motivos políticos y, dicen, morales, privilegia­n lo que llaman la “solidarida­d” por encima de la productivi­dad. Los miembros del más reciente, el de Alberto Fernández, parecen convencido­s de que no es cuestión de elegir entre alternativ­as. Aseguran que si quienes menos tienen consumen más se desatará una espiral virtuosa que, andando el tiempo, permita al país productivo levantarse del suelo.

¿Funcionará el esquema heterodoxo que Alberto y sus colaborado­res tienen en mente? Muchos quisieran creerlo, pero, ya consumidos más de tres cuartos de los simbólicos cien días en que los gobiernos nuevos deberían revelar su estrategia sin que se haya hecho público nada parecido a un “plan” coherente, el optimismo inicial está agotándose. No hay brotes verdes, sólo baldíos ruinosos.

Para justificar la demora en decirnos cómo se proponen poner en marcha la tan añorada recuperaci­ón, Alberto y el ministro de Economía Martín Guzmán insisten en que primero les será preciso llegar a un acuerdo con los bonistas, ya que hasta entonces no sabrán cuánta plata les quedará para gastar. En las negociacio­nes que ha emprendido con los acreedores, el gobierno peronista cuenta con un aliado inesperado, el Fondo Monetario Internacio­nal, que hace poco dictaminó que a los tenedores de bonos les correspond­e hacer una contribuci­ón importante porque la deuda argentina no es sostenible.

Aunque

Alberto festejó lo que tomó por un triunfo personal, dando a entender que integrante­s de su gobierno habían logrado convencer a los técnicos del Fondo de los méritos de su propio punto de vista, sólo se trataba de resucitar una variante de la teoría basada en el principio de “riesgo moral” que fue reivindica­da veinte años atrás por una de los dirigentes más influyente­s del organismo, Anne Krueger, según la cual los inversores privados no tenían derecho a reclamar la ayuda de los encargados de cuidar el sistema financiero mundial en una disputa con el gobierno de un país miembro en apuros. Se entiende: el FMI está mucho más preocupado por las consecuenc­ias que tendría en el resto del mundo un eventual default formal de la Argentina que en cualquier otra cosa.

Con

todo, si bien el presunto cambio de actitud del FMI haya hecho más probable que en esta oportunida­d los acreedores se resignen a aceptar una quita más sustancial de lo que habían anticipado, también significa que en adelante los inversores tanto locales como extranjero­s obrarán con aún más cautela que antes porque comprender­án que les será mayor el riesgo de perder mucho dinero.

Puesto que, para que la economía crezca nuevamente, será necesario que se invierta muchísimo más que en la actualidad –algunos dicen el doble–, alejarse así de los mercados de capitales hace temer que una recesión que ya ha durado demasiado tiempo no sólo se prolongue sino que también se profundice en los meses y años venideros. Por lo demás, hará que la Argentina dependa todavía más del FMI que, a su vez, depende de lo que suceda en el país al que, presionado por Donald Trump, ha prestado más plata que a ningún otro.

Para Alberto que, camino de la Casa Rosada, prometía llenar los bolsillos de todos los necesitado­s e inaugurar una época de crecimient­o vertiginos­o, a diferencia de Mauricio Macri al que acusó de dejar la economía exangüe por razones sin duda perversas, los meses últimos habrán sido muy aleccionad­ores. Por injusto que le parezca, le ha tocado administra­r una combinació­n desalentad­ora de estancamie­nto económico y miseria social para la cual no estaba preparado ni anímica ni intelectua­lmente. Es que, lo mismo que Macri en su momento, el Presidente enfrenta el dilema terrible planteado por el abismo que aquí separa lo económicam­ente factible de lo políticame­nte viable.

Para que la economía comenzara a expandirse luego de años en coma, Alberto tendría que emular a los líderes de los países más exitosos de Asia oriental, pero por motivos políticos o, si se prefiere, sociales, no puede hacer mucho para estimular las inversione­s y las exportacio­nes porque hacerlo le exigiría dar prioridad a los intereses de los sectores más productivo­s que el año pasado votaron mayoritari­amente en su contra. En cambio, si se limita a subsidiar a su propio electorado y el de Cristina a costillas del resto de la población, lo único que logrará será consolidar la nada dinámica cultura de la pobreza en que el país se ha sumido.

¿Es concebible un “plan” que de algún modo reconcilie los intereses inmediatos del treinta por ciento o más de la población que subsiste al borde de la indigencia y aquellos de los capaces de aportar algo al crecimient­o? Si Guzmán consigue elaborar uno, merecería dos premios Nobel, uno de la Paz y otro de Economía, ya que hasta ahora nadie ha encontrado la manera se satisfacer tanto a los rezagados, que en Francia, han comenzado a rebelarse contra un orden que a su entender los ha abandonado a su suerte, como a quienes están en condicione­s de hacer una contribuci­ón valiosa a la productivi­dad del conjunto.

En el pasado no tan remoto era posible alcanzar ambos objetivos, pero los días en que, en los países más o menos desarrolla­dos, muchos millones de personas de clase media sin diplomas universita­rios y obreros no calificado­s se veían beneficiad­as por los avances industrial­es llega

ron a su fin hace un par de décadas; desde entonces, no ha dejado de ampliarse la brecha entre los que por un motivo u otro están en condicione­s de prosperar en “la economía del conocimien­to” y los demás.

Se trata de una tendencia que, gracias a la automatiza­ción, parece destinada a intensific­arse mucho, de ahí las advertenci­as alarmantes formuladas por quienes prevén que dentro de tres o cuatro años se verán eliminados por lo menos 75 millones de puestos de trabajo. Aun cuando se hagan disponible­s muchos otros del tipo que requieren un toque humano, con escasas excepcione­s serán peor remunerado­s.

¿Podrá la Argentina negarse a participar de esta “cuarta revolución industrial” que, en opinión de muchos especialis­tas, se nos viene encima con rapidez desconcert­ante? De persistir el gobierno nacional en transferir recursos de los sectores más preparados para enfrentar tales desafíos a los menos, no tendrá más opción que la de intentarlo. Hablar de “trabajos de calidad” es fácil; encontrar personas capaces de desempeñar­los no lo es en absoluto, sobre todo en un país en que, a juzgar por los resultados, el sistema educativo es llamativam­ente mediocre.

Todo hace pensar que el modelo corporativ­ista que el peronismo consolidó a mediados del siglo pasado y que ha sobrevivid­o hasta nuestros días no da para más. Muchos gobiernos han tratado en vano de rejuvenece­rlo y algunos han querido desmantela­rlo por completo con el propósito declarado de reemplazar­lo por otro menos anticuado, pero quienes se sienten beneficiad­os por el orden existente – políticos, sindicalis­tas, empresario­s prebendari­os y, últimament­e, luchadores sociales– han frustrado todos los esfuerzos por introducir cambios importante­s. Tales personajes conforman una alianza muy poderosa que durante décadas ha logrado bloquear sistemátic­amente las reformas que serían necesarias para que el país aprovechar­a mejor su capital humano y, aunque son menos importante­s, sus abundantes recursos naturales.

Através de los años, los costos sociales que supondrían cambios no meramente cosméticos han ido en aumento. Reformas que en el siglo pasado hubieran sido difíciles a esta altura parecen inconcebib­les. Vaciadas las arcas, el gobierno de Alberto no tiene más opción que la de decidir a cuál segmento de la población le convendría más sacrificar en nombre de la solidarida­d. Encabezan la lista oficial los jubilados ricos que cobran más que el mínimo, que acaba de acercarse al 16.000 pesos mensuales, es decir, las víctimas tradiciona­les de los ajustes de emergencia, seguidos por los acostumbra­dos a percibir jubilacion­es “de privilegio” como los judiciales y diplomátic­os, pero es tan grave la situación que muchos otros se verán incluidos, lo que a buen seguro provocará conflictos entre las distintas facciones de la coalición gobernante que cerraron filas por motivos exclusivam­ente electorali­stas, ya que entre los kirchneris­tas hay muchos que no quieren saber nada de austeridad aun cuando las circunstan­cias lo hagan inevitable. Como dirían los chinos, nos aguardan tiempos interesant­es.

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SER O NO SER. PAlberto se debate apremiado por las necesidade­s. Sabe que no le sobra tiempo y que no logrará dejar contentos a todos.
* PERIODISTA y analista político, wex director de “The Buenos Aires Herald”. SER O NO SER. PAlberto se debate apremiado por las necesidade­s. Sabe que no le sobra tiempo y que no logrará dejar contentos a todos.
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