La utopía de Lord Keynes: 69
El británico imaginó para nuestro tiempo una sociedad sin pobreza. La depresión era apenas un desperfecto en un capitalismo que funcionaba: los avances tecnológicos y la acumulación de capital saciarían las necesidades básicas del ser humano.
el británico imaginó para nuestro tiempo una sociedad sin pobreza. La depresión era apenas un desperfecto en un capitalismo que funcionaba. Los avances tecnológicos y la acumulación de capital saciarían las necesidades básicas del ser humano. Por Lucas Llach.
El año 1930 fue el primero completo de la Gran Depresión, en Estados Unidos y en el mundo. Solo un genio como John Maynard Keynes podía animarse a escribir justo en ese año el texto más optimista sobre la economía que se haya escrito jamás. En The Economic Possibilities of Our Grandchildren, Keynes imagina la sociedad británica de 2030, y lo hace libre de toda pobreza. La Depresión era un evento concreto muy duro, pero no había que preocuparse demasiado: era un pequeño desperfecto en un auto (el capitalismo) que funcionaba muy bien. Hoy sabemos que lo escribía con la suficiencia de quien creía tener la fórmula para salir de esa perturbación temporaria; y, en efecto, la tenía. Su pronóstico de largo plazo era que los avances tecnológicos y la acumulación de capital iban a acabar con lo que él llamaba las “necesidades absolutas” del ser humano. La distinción entre necesidades absolutas y necesidades relativas era muy relevante en su argumento. Necesidades absolutas, definía Keynes, son aquellas independientes de cómo estén satisfaciéndolas los demás: necesito comer, no importa si vos tenés hambre o no. Las necesidades relativas, en cambio, dependen de lo que tienen otros. Con un Citroën 2CV de 1978 podría sentirme un pobretón frente a los autos de hoy en cualquier capital de Occidente; pero me sentiría el rey del mambo si me paseara por Cuba, donde la mayoría de los autos son de los años cincuenta. Para Keynes, en 2030 las necesidades absolutas estarían totalmente satisfechas, al menos en Gran Bretaña. Todo el, mundo tendría comida, ropa y vivienda suficiente aunque no necesariamente lujosas. Estimaba Keynes que en los siguientes 100 años el ingreso per cápita de Gran Bretaña se multiplicaría por 8. Fue exageradamente optimista: hasta 2016, faltando apenas 14 años para la fecha de su profecía, el factor de multiplicación había sido de 5,4 veces. Su único error fue no prever el retraso comparativo de Inglaterra en las décadas siguientes; como pronóstico para la Europa más desarrollada, Keynes fue muy preciso: en Francia el multiplicador fue 7
Para Keynes, en 2030 las necesidades absolutas estarían totalmente satisfechas.
veces; y en Alemania fue 10. Y todavía quedan algunos años hasta 2030. En esencia, decía Keynes, el problema económico tal como lo conocimos durante siglos estaría resuelto, al menos en países relativamente ricos como Inglaterra, hacia 2030. La lucha del Homo sapiens contra el hambre, el frío y los elementos ya no sería un tema porque las necesidades absolutas de alimento, vestido y vivienda estarían plenamente satisfechas. Más aún, en su utopía toda esa satisfacción material de necesidades se conseguiría con mucho menos esfuerzo. Imaginaba semanas de quince horas de trabajo (tres horas diarias), que serían suficientes para calmar “al Adán que todos llevamos dentro”. El futuro que imaginaba Keynes (del que estamos a media generación, si resulta tener razón) mostraría que el problema económico, del que el Homo sapiens se ocupó durante toda su existencia como especie, no era en realidad el problema permanente del ser humano. Esta desaparición de las urgencias económicas plantearía, según Keynes, su propio problema de desfasaje: nuestra naturaleza fue pulida pacientemente para lidiar con el problema económico. Las mejoras en la capacidad productiva nos sacarían ese problema de encima, pero dejarían al Homo sapiens en un problema más existencial.
PREMIOS. ¿Qué haría con tanto tiempo libre un animal evolucionado para intentar resolver su escasez material? Keynes difícilmente podría escribir en el clima de esta época lo que escribió entonces: muchos humanos, preveía, sufrirían crisis nerviosas como las que padecen las mujeres de los millonarios que no saben en qué ocuparse. Además de una crisis existencial, la desaparición del problema económico traería un nuevo código de ética. Volveríamos a una moral más noble, que dejaría de enaltecer como virtudes la destreza productiva y la capacidad de ganar dinero. Todo el concepto de una sociedad basada en incentivos materiales a favor del esfuerzo, del ahorro y de la acumulación de capital serían vistos como lo que son: premios a tareas que no son valiosas en sí mismas, sino en la medida en que, como efecto colateral, mejoran el bienestar material de la sociedad. El amor al dinero sería visto con desprecio, casi como un rasgo patológico; los verdaderos virtuosos serían los que tuvieran la capacidad de disfrutar la vida y de enseñar a otros cómo disfrutarla. Quizás para escandalizar un poco más a sus colegas, Keynes agregaba que la profesión de economista sería como la de un dentista: alguien a quien se le pregunta por un problema conocido, sin mucho misterio, y contestaría con la respuesta estándar de un libro de texto (probablemente pensaría que uno suyo). Cualquier pronóstico de un economista es altamente arriesgado y sujeto a error (son muchas las variables que influyen) y mucho más lo es una proyección con un plazo de 100 años. Los de Keynes en este artículo, dichos un poco en serio y un poco en broma, se defienden bastante bien, aunque, como la mayoría de los pronósticos de largo plazo, tienden a sobreestimar la velocidad de los cambios (cuando yo era chico nos pintaban el año 2020 con autos volando, viajes al espacio rutinarios y robots haciendo las tareas domésticas). Es cierto que la pobreza en el mundo desarrollado alcanzó mínimos históricos. No existe el hambre en los países ricos, y tampoco hay gente que no tenga con qué vestirse. ¿Fue eso a expensas de una mayor pobreza en los países menos ricos? Insostenible. Más aún, cada vez es más cierto que los países que crecen más rápido son los más pobres, no los más ricos. Aunque los daasanach lo notaran poco, Etiopía fue en 2017 el segundo país con más rápido crecimiento del planeta, al 9,6% anual. Entre 2000 y 2016, 29 países crecieron como para, al menos, duplicar su producto por persona, y todos ellos —salvo la pequeña petrodictadura de Guinea Ecuatorial— eran más pobres que la Argentina a comienzos de este siglo. La caída de la pobreza ahora es mucho más fuerte en países en desarrollo que en el mundo desarrollado, y no solo porque sea ahí donde están los pobres. Las cifras son impresionantes. La tasa de pobreza extrema definida por el Banco Mundial (la proporción de la población con ingresos inferiores a 1,90 dólares a precios norteamericanos, ajustando por los precios de cada país en cada momento) bajó de 36% de la población mundial en 1990 a 10% en 2015 y probablemente 8,6% en 2018. El número de pobres, igualmente definidos, pasó de 1900 millones de personas a 700 millones de personas en el mismo período. El ideal de las Naciones Unidas de eliminar la pobreza —así definida— para 2030 puede sonar optimista, pero de ninguna manera es utópico. Es algo que puede ocurrir, y si no es en esa fecha, sucederá poco después. Por supuesto, 1,90 dólares por día no es mucho, y eliminar la pobreza no equivale a eliminar el problema económico. Algunas necesidades absolutas se han vuelto más caras, especialmente las vinculadas a la vivienda, la salud y la educación, allí donde no tienen un componente solidario por medio del financiamiento o producción estatales. Las tres son en alguna medida necesidades absolutas (necesitamos una vivienda, ser curados de enfermedades y algún nivel básico de educación), pero también son en alguna medida necesidades relativas. Un secundario completo sería educación suficiente hace cien años, pero hoy, dado que la sociedad es más educada, se necesita más para competir, porque los demás tienen más. Una vivienda social de hoy hecha “de material”, con agua corriente (y caliente), red de gas, luz eléctrica y cloacas sería un lujo en comparación con cualquier vivienda anterior a 1900; pero la conexión a internet se ha vuelto, casi, una necesidad absoluta dado que todo el mundo lo tiene. Y los planes médicos obligatorios incluyen ahora, incluso en un país de ingresos medios como la Argentina, la posibilidad de tratamientos de fecundación in vitro o de operaciones gástricas para reducir la obesidad, inimaginables hace apenas tres décadas. Jesús de Nazareth dijo: “A los pobres siempre los tendréis entre vosotros”. Keynes pronosticaba que para 2030, en el mundo desarrollado, las necesidades absolutas estarían plenamente satisfechas. ¿Quién tiene razón? Como decía Mao sobre las consecuencias de la Revolución francesa: todavía es temprano para saberlo con precisión. Pero parece bastante probable que, para
2030 (dos mil años después de la profecía de Jesucristo y 100 años más tarde que la de Keynes), la pobreza, tal como Cristo y Keynes la conocieron, esté muy cerca de ser eliminada en una parte del mundo. En los países ricos, las necesidades absolutas ya están prácticamente satisfechas o muy cerca de estar satisfechas. Es una novedad muy asombrosa. Durante toda la historia humana, la enorme mayoría de la población vivió con menos de 1,90 dólares por día; es decir, la enorme mayoría fue pobre; y sin embargo es probable que la pobreza extrema deje de existir en el curso de tu vida, estimado lector. Con todo, el fin de la extrema pobreza no es el fin de las necesidades absolutas. Se necesitaría más tiempo para que todos los países alcanzaran el estándar que, por ejemplo, tiene hoy Inglaterra. La propia Etiopía creciendo a un ritmo rápido, aunque más modesto que el actual, digamos 4% per cápita, recién alcanzaría el nivel que hoy tiene Gran Bretaña a fines de este siglo. Es mucho tiempo, sí, pero no es una eternidad: más o menos una vida humana. Los chiquitos con los que jugué al fútbol en la tribu daasanach —si tienen la suerte, y no es poca la que necesitan, para llegar a viejos— verían al final de su vida a su Etiopía con un nivel de ingresos similar al que hoy tiene Inglaterra. El problema económico, pues, no está completamente resuelto, aunque Keynes seguramente retrucaría que conceptualmente lo está, y que es solo cuestión de tiempo. Sabemos cómo salir de las depresiones económicas, diría, aunque muchos lo olvidaron en la crisis de 2008. Y sabemos que la acumulación del capital y la regla del interés compuesto aplicada a ese capital, detrás de la cual hay un rendimiento cada vez más productivo, van incrementando sin prisa, pero sin pausa, los niveles de ingreso. Donde sí podríamos decir que la profecía de Keynes está más cerca de haber fallado es en su pronóstico sobre el trabajo humano. Sí es cierto que bajó el número de horas trabajadas: de 47 a 40,5 semanales en el Reino Unido, por ejemplo, entre 1929 y 2000.
Más o menos como decir que se trabajaban 8 horas de lunes a sábado y se pasó a trabajar de lunes a viernes; muy lejos de las tres horas diarias que imaginaba Keynes. Su mal pronóstico pudo haberse inspirado en que el período de entreguerras sí vio una caída mucho más fuerte en horas trabajadas por persona, incluso antes de la Depresión: de 57 antes de la Primera Guerra a 47 en vísperas del crac. El esfuerzo humano dedicado a actividades productivas fuera del hogar no cambió solo por la caída en las horas trabajadas por el trabajador promedio; como contrapeso, subió la proporción de trabajadores, en especial, de trabajadoras. Por supuesto, buena parte de este trabajo adicional fue simplemente migración del trabajo doméstico a trabajo para el mercado. Las mujeres del siglo XX no lamentaron que los robots de la época (el lavarropas, el horno a gas, el microondas, etc.) les robaran su trabajo, es decir, las liberaran de la esclavitud de las tareas en el hogar. Pero, más allá de que la mayor equidad de acceso al mercado de trabajo sea para celebrar, lo cierto es que el total de trabajo fuera del hogar para una familia tipo aumentó en el siglo XX. Para seguir con el país de Keynes: en 1931, trabajaba o buscaba trabajo un 34,2% de las británicas mayores de 15 años; en 2010 la cifra era 58%. El aumento es mayor si se toma solo la franja de edad hasta la jubilación. Por ejemplo, tomando la franja de 25 a 64 años, en Canadá pasó prácticamente de 20-80 a 80-20 la proporción entre mujeres que trabajan y no trabajan desde mediados del siglo XX hasta la actualidad. La idea de Keynes de que sus compatriotas de 2030 tendrían crisis nerviosas como las de las mujeres casadas con ricos, por exceso de ocio, no podría estar más lejos de la realidad. Y precisamente donde más se alejó su pronóstico fue en las mujeres, hoy muchas veces más apretadas de tiempo que los varones. Ocurre que la exigencia o autoexigencia de éxito profesional ya es igual que la de los varones, pero la exigencia respecto a las actividades de crianza o incluso de cuidado hogareño sigue siendo mayor. ¿Por qué le erró Keynes? ¿Fue solo una proyección apresurada de una tendencia de corto plazo de reducción de la jornada laboral, vinculada a la fuerte actividad sindical de los años 20? Los economistas seguramente le contestarían con la siguiente explicación: en su jerga, dirían que Keynes sobreestimó el “efecto ingreso” de los aumentos salariales que ocurrieron desde 1930 hasta ahora, y subestimó el “efecto sustitución”. Quizás la manera más sencilla de entenderlo es haciéndote la pregunta: “Suponiendo que pudieras elegir, ¿trabajarías más tiempo o menos tiempo si te pagaran 1000 dólares la hora?”. El “efecto sustitución” enfatiza que dedicar más tiempo al ocio y menos al trabajo resulta mucho más caro con un salario tan alto: por cada hora de ocio te estás perdiendo mil dólares. Por ese lado, uno tendería a trabajar más ante un salario más atractivo. Por otro lado, cuando uno es más rico quiere consumir más de las cosas que, como diría Riquelme, lo hacen feliz, y eso incluye más horas de ocio. No sé vos, y no sé si con 1000, pero con 10.000 dólares la hora yo claramente trabajaría mucho menos; no estoy seguro si una hora por día o una por semana.
REVERSIóN. Esta sería la hipótesis, llamémosla “economicista”, de por qué las horas de trabajo no cayeron tanto a pesar del aumento en los ingresos. Keynes no vio que aun con sus “necesidades absolutas” satisfechas, trabajar menos a medida que el salario crece implicaría un costo cada vez más alto expresado en cantidad de “necesidades relativas” que se dejan de satisfacer. El trabajador británico prefirió cambiar el auto, suscribirse a los partidos de la Premier League, viajar a Málaga para ver un cielo más azul, antes que trabajar un poco menos. El salario real británico no calificado se multiplicó por más de 3,5 entre los años 20 y principios del siglo XXI, y sin embargo el tiempo de ocio aumentó bastante poco.
Una hipótesis complementaria a la anterior tiene que ver con las conclusiones de lo que podríamos llamar felizología: el estudio de la felicidad o el bienestar. Los estudios empíricos sugieren que la satisfacción personal o “felicidad” reportada en encuestas no depende tanto de los niveles absolutos de consumo, sino del consumo pro
El esfuerzo humano dedicado a actividades productivas fuera del hogar no cambió.
Con todo, el fin de la extrema pobreza no es el fin de las necesidades absolutas.
pio en comparación con el de otros, o con el propio en el pasado cercano. El argumento puede ser algo circular, y sería así: a medida que los salarios van creciendo, algunos siguen trabajando mucho y consumiendo cada vez más. Esto aumenta la infelicidad de los que decidieran trabajar un poco menos, porque ven cómo su vecino cambia el auto, se va a Málaga y se suscribe a la Premier League. Por lo tanto, todos siguen trabajando mucho. Hay algo que hace ruido en estas elucubraciones economicistas. ¿Puede la gente decidir cuántas horas trabajar? ¿No es más bien “si tenés laburo, trabajás unas ocho horas diarias, más o menos, por lo menos los cinco días hábiles de la semana”? Todos damos bastante por sentado que ese es el régimen laboral habitual. Hay, por supuesto, excepciones, intersticios, días de home office, costumbres del tipo “los viernes la gente se va más temprano”. Pero seguimos pensando, habitualmente, en cinco días o cinco días y medio de trabajo, y más o menos ocho horas diarias. Aproximadamente esa es, además, la restricción legal al trabajo. Pero ¿por qué no trabajar menos? Comparemos dos generaciones con 30 años de diferencia, digamos los baby boomers (mis padres) con la Generación X (la mía, nacida en los 70). Si suponemos que en la anterior solo el varón trabajaba fuera del hogar (como ocurría en una mayoría de los casos) y en la actual, si hay familia tipo, trabajan ambos, alcanzarían dos trabajos a medio tiempo para por lo menos igualar los niveles de consumo de la generación anterior; e incluso para superarlo si en el país del que se trate aumentó el salario por hora. A cambio de eso, la práctica más habitual es otra: que la familia trabaje más o menos el doble y consuma algo parecido al doble. El escaso cambio en las horas de trabajo por persona parece ser más bien una práctica cultural, algo que “siempre se hizo así” y por lo tanto va cambiando solo muy lentamente. Y cuando escribo siempre no es literalmente siempre. El historiador económico Gregory Clark recopiló datos de distintas culturas cazadoras-recolectoras y en casi todos los casos las horas de trabajo resultaron inferiores, o muy inferiores, a las de las sociedades modernas.
Si la práctica de estas sociedades tradicionales, en particular las cazadoras recolectoras, es un indicador de los tiempos de trabajo durante la evolución de la humanidad, en el África tibia del Gran Valle del Rift, entonces uno de los grandes cambios de la humanidad fue el encumbramiento del trabajo como la actividad preponderante del Homo sapiens. No fue siempre así: ocurrió en algún momento. Y probablemente no estamos instintivamente preparados para eso. Todos los indicios que tenemos de las grandes civilizaciones agrícolas (esas mismas que movilizaban trabajo voluntario o esclavo para construir las Pirámides, los Jardines de Babilonia o las catedrales medievales) es que allí las horas de trabajo ya eran tantas, o incluso más, que en el Occidente de hoy. Quizás el pico de horas de trabajo anuales se alcanzó al comienzo de la Revolución Industrial, que permitió trabajar de noche e independientemente de las estaciones, para luego bajar en forma lenta a las (típicamente) 40 horas semanales de hoy. Mientras el ser humano vivió en pequeños grupos relativamente aislados, con el sustento de la caza, la pesca o la recolección, el patrón cultural “trabajarás muchas horas” no necesariamente era evolutivamente ganador. En primer lugar, obtener más productos perecederos en un momento dado no implica una mayor capacidad de alimento futuro: no podés ir guardando para cuando la población crezca. En ese contexto, ¿cuál es el sentido de trabajar más? Cuando a un Kung le preguntaron por qué no hacían agricultura, respondió: “¿Para qué vamos a plantar si el mundo está lleno de nueces de mongongo?”. Hasta podemos imaginar que somos un poco un Homo ocio: muchos animales se pasan muchas horas del día buscando alimento. Cuando en alguna bifurcación darwiniana el género Homo pasó a un alimento con mejor proporción energía/esfuerzo pudo liberar horas para dedicarse a otras cosas: ya hace decenas de miles de años teníamos tiempo para ser artistas.