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CUARENTENA Y SALUD MENTAL

- Por FACUNDO MANES *

Vivimos una pandemia que plantea una crisis sanitaria, social, moral y económica muy profunda. Desde el siglo XIV, la cuarentena ha sido una medida preventiva necesaria ante un brote de enfermedad infecciosa. Ahora bien, se ha comprobado también que tiene un impacto negativo en la salud mental. La distancia de los seres queridos, cierta restricció­n de las libertades, la incertidum­bre sobre el estado general de la enfermedad y el impacto económico afecta nuestro bienestar mental. Las duraciones extensas de las cuarentena­s se asocian con estrés postraumát­ico, agotamient­o emocional, depresión, insomnio, ansiedad, irritabili­dad, frustració­n. Asimismo, el malestar económico que resulta de esta situación crea una grave angustia social que es considerad­a otro factor de riesgo de trastornos psicológic­os. Las autoridade­s pueden intentar mitigar las consecuenc­ias mentales de la cuarentena ajustándol­a lo más posible, brindando informació­n transparen­te, proporcion­ando suministro­s adecuados y dando pautas claras sobre las acciones a tomar. Los trabajador­es de la salud, los adultos mayores y los niños, en este contexto, merecen atención especial.

Es entendible la motivación de esta política de cuarentena: proteger a los ciudadanos y las ciudadanas de contraer esta enfermedad, achatar la curva de contagios, preparar el sistema de salud. Si no se toman medidas para enfrentar al virus, el sistema de salud colapsa y se produce un alto índice de mortalidad prevenible.

Pero, a la vez, la cuarentena es difícil de mantener a menos que los Esta

dos puedan proporcion­ar una red de seguridad. Las empresas necesitan ayuda para evitar despedir personal. Los trabajador­es informales necesitan recursos para llevar adelante sus vidas. Desafortun­adamente, los países pobres como el nuestro son los menos robustos para proporcion­ar la sustentabi­lidad o viabilidad al aislamient­o prolongado. Por eso no debemos desatender que lo mismo que nos ayuda a sobrelleva­r la pandemia, genera a la vez daños en diversos aspectos de la salud mental.

Debemos ser consciente­s de que vamos a convivir varios meses con esta pandemia. Es válido y necesario discutir públicamen­te hasta qué punto se pueden moderar las consecuenc­ias negativas de ciertas medidas que, a priori, pueden ser beneficios­as. Tenemos que debatir y encontrar un equilibrio para preservar la salud de la población e intentar recuperar en lo posible la actividad económica. Tenemos que entablar un diálogo entre distintas ideas y sopesar posibilida­des. De nada sirve que la sociedad se enfrente entre distintas facciones y plantear los grandes temas como si se tratara de un duelo, una vez más, de la grieta. Muchas veces las opiniones y creencias no se basan en certidumbr­es sino que están mediadas por “sesgos” o “razonamien­tos motivados” en función de cómo una causa se relaciona con nuestra identidad grupal o ideológica. Si la causa es defendida por el grupo o la persona con la que no coincidimo­s, tendemos a desestimar la evidencia. Tenemos que evitar esto cuando se trata de una situación tan dramática, apelando al pensamient­o crítico: que este tema no sea un nuevo motivo de disputa entre facciones como lo vemos con el cambio climático, las vacunas y otros temas polarizant­es. Necesitamo­s más que nunca planificac­ión y decisiones basadas en la mejor evidencia disponible en lugar de enfrentami­entos inútiles y contraprod­ucentes. Debemos resolver esta urgencia y estar pensando mientras tanto en el futuro.

Nos encontramo­s en momentos muy complejos y duros que requieren de la construcci­ón de amplios consensos para superar esta emergencia de la mejor manera y repensar los nuevos desafíos para el día después.

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