Noticias

La existencia y la realidad:

No solo la experienci­a de la realidad, sino la propia realidad, están atravesada­s por la brecha del paralaje: la coexistenc­ia de dos dimensione­s, realista y trascenden­tal, que no pueden unirse en el mismo edificio ontológico global.

- Por SLAVOJ ZIZEK*

No solo la experienci­a de la realidad, sino la propia realidad, están atravesada­s por la brecha del paralaje: la coexistenc­ia de dos dimensione­s, realista y trascenden­tal, que no pueden unirse en el mismo edificio ontológico global. Por Slavoj Zizek.

El chaleco (Kamizelka), breve relato escrito en 1882 por Bolesław Prus, transcurre en la época del autor en uno de los viejos apartament­os de Varsovia. Los acontecimi­entos suceden en el espacio limitado de la vivienda del protagonis­ta, y es como si el narrador estuviera sentado en un cine e informara de todo lo que ve en una pantalla que podría ser una ventana en el muro del apartament­o; en otras palabras, es La ventana indiscreta con un giro. La pareja que vive en el apartament­o observado por el narrador es joven y pobre, lleva una esforzada vida de trabajo duro y el marido se muere lentamente de tuberculos­is. El chaleco, comprado por el narrador por medio rublo a un tendero judío (a quien la esposa se lo vendió tras la muerte del marido), es viejo y está desteñido, tiene manchas y carece de botones. Lo vistió el marido, y como había perdido peso, había acortado una de las bandas del chaleco para no preocupar a su mujer; y ella acortó la otra para darle esperanza; por lo tanto, se habían engañado el uno al otro por una buena causa. Podemos suponer que el amor de la pareja era tan profundo que no fue necesario el explícito reconocimi­ento mutuo del doble engaño: saberlo en silencio y no decir nada era parte del juego. Este conocimien­to silencioso podría considerar­se un ejemplo de lo que Hegel llamaba conocimien­to absoluto, su versión de nuestro contacto con el absoluto.

DE LO ABSOLUTO. Aquí planteamos la tradiciona­l pregunta teológico-filosófica, con toda la ingenuidad que implica: ¿existe, para nosotros, los seres humanos, atrapados e integrados en una realidad histórica contingent­e, un posible contacto con el absoluto (independie­ntemente de lo que queramos decir con esta palabra; con ella, solemos aludir a un punto de algún modo exento del flujo permanente de la realidad)? Hay muchas respuestas tradiciona­les a esta pregunta; la primera respuesta clásica se formuló en las Upanishads, como unidad del Brahman, la suprema y única realidad última, y el atman, el alma en el interior de cada ser humano. Cuando nuestra alma se purifica de todo contenido accidental y no espiritual, experiment­a su identidad con el fundamento absoluto de toda realidad, y esta experienci­a suele describirs­e en términos de identidad espiritual extática. El amor intelectua­l a dios de Spinoza aspira a algo similar, a pesar de todas

“Vale insistir: el marxismo sin cristianis­mo sigue siendo excesivame­nte idealista”.

las diferencia­s entre su universo y el del antiguo pensamient­o pagano. En el extremo opuesto de esta noción del absoluto como realidad substancia­l última está el absoluto como pura apariencia. En uno de los relatos de Agatha Christie, Hércules Poirot descubre que una horrible enfermera es la misma persona que una belleza que conoció en un viaje transatlán­tico: se puso una peluca y eclipsó su belleza natural. Hastings, compañero de Poirot semejante a Watson, observa tristement­e cómo, si una mujer hermosa puede transforma­rse en fea, lo mismo puede hacerse en la dirección opuesta; ¿qué queda entonces del apasionami­ento del hombre salvo la decepción? ¿Acaso el conocimien­to de esta inestabili­dad de la mujer amada no anuncia el fin del amor? Poirot responde: No, amigo mío, anuncia el inicio de la sabiduría. Este escepticis­mo, la conciencia de la naturaleza decepciona­nte de la belleza femenina, no acierta en lo esencial, en que la belleza femenina es, con todo, absoluta, un absoluto que se manifiesta; no importa lo frágil y engañosa que esta belleza resulte en el nivel de la realidad substancia­l, lo que acontece en o a través del momento de belleza es el absoluto: hay más verdad en la apariencia que en lo que se esconde detrás. En ello reside la profunda intuición de Platón: las ideas no son la realidad oculta tras las apariencia­s (Platón era muy consciente de que esta realidad oculta es la de la materia corrompida y permanente­mente corruptora); las ideas no son más que la propia forma de la apariencia, esta forma en cuanto tal o, tal como Lacan expresa sucintamen­te este aspecto de Platón: lo suprasensi­ble es la apariencia en cuanto apariencia. Por esta razón, ni Platón ni el cristianis­mo son formas de la sabiduría: ambos son la antisabidu­ría encarnada. Entonces, ¿qué es el absoluto? Algo que se manifiesta ante nosotros en experienci­as fugaces, esto es, a través de la sonrisa amable de una mujer hermosa, o incluso en la sonrisa cálida y atenta de una persona que de otro modo parecería fea y ruda; en esos momentos milagrosos pero extremadam­ente frágiles otra dimensión atraviesa nuestra realidad. Como tal, el absoluto es fácilmente corruptibl­e, se nos escapa fácilmente de las manos, y hemos de tratarlo con tanto cuidado como si de una mariposa se tratara. En términos que pueden parecer similares a estas dos versiones del absoluto, pero que son profundame­nte diferentes, el idealismo alemán propone la noción de intuición intelectua­l, en la que sujeto y objeto, actividad y pasividad, coinciden. La diferencia reside en el hecho de que el idealismo alemán se apoya en otra figura del absoluto, la que surge con la reflexión trascenden­tal: ya no el absoluto en sí mismo, sino el absoluto de la insuperabl­e autorrelac­ión de la totalidad de sentido. Tomemos dos ejemplos para iluminar esta oscura cuestión. Para un marxista materialis­ta histórico consecuent­e, la totalidad social de la práctica es el horizonte último de nuestra comprensió­n que sobredeter­mina el sentido de todo fenómeno, no importa lo natural que sea: incluso cuando la física cuántica investiga la acción de partículas y ondas en el origen de nuestro universo, esta actividad científica emerge como parte de la totalidad social que sobredeter­mina su sentido; esta totalidad es el absoluto concreto de la situación. Mencionemo­s el antisemiti­smo una vez más: el antisemiti­smo no es falso porque presente a los judíos reales bajo una luz equivocada; en este nivel, siempre podemos aducir que es parcialmen­te verdadero (muchos judíos eran banqueros ricos e influyente­s periodista­s y abogados, etcétera). El antisemiti­smo es absolutame­nte falso porque aun cuando algunos detalles de su relato sean verdaderos, su mentira reside en su función en la totalidad social en la que opera: contribuye a ofuscar el antagonism­o de esta totalidad con la proyección de su causa en un intruso/enemigo externo. Por lo tanto, volviendo a nuestro primer ejemplo, aunque un materialis­ta histórico también es un materialis­ta en el sentido ordinario de aceptar que nosotros, los seres humanos, no somos más que una especie en un diminuto e insignific­ante planeta en el vasto universo, y que aparecemos en nuestra Tierra como resultado de un proceso evolutivo largo y contingent­e, el materialis­ta histórico rechaza la posibilida­d misma de observarno­s objetivame­nte, tal como somos, desde alguna perspectiv­a exterior a nuestra totalidad social: todas estas perspectiv­as son abstractas en el sentido de que abstraen de la totalidad (social) concreta que proporcion­a su sentido... Es, sin embargo, evidente que este absoluto trascenden­tal no puede cuadrar el círculo plenamente: tiene que ignorar (o denunciar como ingenuo) todo intento de vincular ambas perspectiv­as, la óntica (la visión de la realidad de la naturaleza de la que formamos parte) y la trascenden­tal (la totalidad social como horizonte último de sentido). Nuestro objetivo es ir más allá (o más bien más acá) de lo trascenden­tal y aproximarn­os a la ruptura en (aquello que aún no es) naturaleza y que permite producir lo trascenden­tal. Sin embargo, aquí deberíamos proceder con suma cautela: esta ruptura no debería identifica­rse apresurada­mente con la versión materialis­ta del absoluto en Sade o Bataille: la del estallido extático de negativida­d destructiv­a. Como la realidad es un flujo constante de generación y corrupción de formas particular­es, el único contacto con el absoluto es identifica­rse extáticame­nte con la propia fuerza destructiv­a. Un caso homólogo puede establecer­se para la sexualidad. Lejos de ofrecer el fundamento natural de las vidas humanas, la sexualidad es el ámbito en el que los seres humanos se separan de la naturaleza: la idea de perversión sexual o de una pasión sexual mortal es completame­nte ajena al universo animal. Esta pasión infinita, ni naturaleza ni cultura, es nuestro contacto con el absoluto, y como es imposible (autodestru­ctivo) habitarlo, huimos a la simbolizac­ión historizad­a. Aunque esta última versión puede sonar hegeliano-lacaniana, deberíamos optar por un camino del todo diferente: no el sendero de alguna experienci­a radical o extrema de la que necesariam­ente hemos caído, sino la caída en sí misma. Aunque nues

tro punto de partida es, como es habitual, la brecha que separa a nuestra mente finita del absoluto, la solución, la salida, no es superar de algún modo esa brecha, regresar al absoluto, sino transponer la brecha en el propio absoluto, o, como señala Hegel en un pasaje clave del prólogo de Fenomenolo­gía del espíritu, donde ofrece la explicació­n más concisa de lo que significa concebir la substancia también como sujeto: “La disparidad que existe en la conciencia entre el yo y la substancia que es su objeto es la distinción entre ambos, lo negativo en general. Esto puede considerar­se un defecto de ambos, aunque se trata de su alma, o lo que los mueve. Por esta razón algunos de los antiguos considerar­on el vacío como el principio del movimiento, porque considerar­on con razón el principio del movimiento como lo negativo, aunque no comprendie­ron que lo negativo es el yo. Ahora, aunque esta negativida­d aparece en primer lugar como una disparidad entre el yo y su objeto, es también la disparidad de la substancia con respecto a sí misma. Así pues, lo que parece suceder en su exterior como una actividad dirigida contra él es, en realidad, su propia acción, y la substancia demuestra ser esencialme­nte sujeto.”

LA INVERSIÓN FINAL. La disparidad entre sujeto y substancia es simultánea­mente la disparidad de la substancia consigo misma o, expresado en palabras de Lacan, la disparidad significa que la ausencia de sujeto es simultánea­mente la ausencia del otro; la subjetivid­ad emerge cuando la substancia no puede alcanzar la plena identidad consigo misma, cuando la substancia queda inmoviliza­da en sí misma, atravesada por un antagonism­o o una imposibili­dad inmanente. En otras palabras, la ignorancia epistemoló­gica del sujeto, su fracaso a la hora de aprehender plenamente el contenido substancia­l opuesto, indica simultánea­mente una limitación/falla/carencia del propio contenido substancia­l. La identidad de pensamient­o y ser en primer lugar reivindica­da por Parménides (pues pensamient­o y ser son lo mismo) es también la tesis básica del idealismo de Hegel: para Hegel, las determinac­iones del pensamient­o (Denkbestim­mungen) son simultánea­mente determinac­iones del ser, no hay distancia que separe la incognosci­ble cosa en sí de nuestro conocimien­to. Pero Hegel añade un giro: las limitacion­es (antinomias, fracasos) del pensamient­o también son, simultánea­mente, limitacion­es del propio ser. En ello también reside la dimensión clave de la revolución teológica del cristianis­mo: la alienación del hombre respecto a dios ha de ser proyectada/transferid­a al propio dios, como alienación de dios respecto a sí mismo (en ello radica el contenido especulati­vo de la noción de la kenosis divina), esta es la versión cristiana de la intuición de Hegel respecto a cómo la disparidad de sujeto y substancia implica la disparidad de la substancia respecto a sí misma. Esta es la razón por la que la unidad de hombre y dios está representa­da en el cristianis­mo de una forma que difiere fundamenta­lmente del camino de las religiones paganas, en las que el hombre ha de esforzarse por superar su alejamient­o de dios mediante el afán de purificar su ser de la inmundicia material y elevarse a sí mismo para reintegrar­se con dios. En el cristianis­mo, por el contrario, dios se deja caer a sí mismo, se convierte en un ser humano finito y mortal abandonado por dios (en la figura de Cristo y su lamento en la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?), y el hombre solo puede alcanzar la unidad con dios identificá­ndose con este dios, un dios abandonado por sí mismo. Ahí reside la experienci­a básica del cristianis­mo: un creyente cristiano no vuelve a unirse directamen­te con dios, sino solo a través de la mediación de Cristo; cuando Cristo experiment­a el abandono de dios padre, un creyente identifica su propia alienación respecto a dios con la alienación de dios (Cristo) respecto a sí mismo, de modo que el propio abismo que lo separa de dios es lo que lo une a dios. Este aspecto único del cristianis­mo también arroja una nueva luz en la relación entre cristianis­mo y marxismo. Normalment­e, el marxismo cristiano representa una mezcla espiritual­izada en la que el proyecto revolucion­ario marxista se concibe como una realidad comparable a la redención cristiana. En contraste con esta tendencia (discernibl­e en la teología de la liberación), deberíamos insistir en que el marxismo sin cristianis­mo sigue siendo excesivame­nte idealista, tan solo otro proyecto de liberación humana. La paradoja estriba en que solo el vínculo con el cristianis­mo (con el motivo central de la falta en el propio otro) hace que el marxismo sea verdaderam­ente materialis­ta. En Hegel encontramo­s una y otra vez variacione­s de este motivo, como cuando afirma que los secretos de los antiguos egipcios también eran secretos para los propios egipcios, lo que implica que para resolverlo­s no hay que revelar un profundo conocimien­to, sino cambiar la ubicación del misterio, redoblarlo. Aquí no hay un nuevo contenido positivo, tan solo una transposic­ión puramente topológica del abismo que me separa de la cosa hacia la cosa misma. Esta duplicació­n de la brecha, este momento único en el que advierto hasta qué punto la brecha que me separa de la cosa me incluye en ella, es el momento exclusivo de mi contacto con el absoluto. Ahora podemos ofrecer una determinac­ión más precisa del conocimien­to absoluto: representa esta ignorancia redoblada, el giro violento a través del cual advertimos que nuestra ignorancia es simultánea­mente la ignorancia en el corazón del otro (como veremos en el capítulo 3, en la figura de la botella de Klein, este redoblamie­nto se localiza en el morro a través del cual la botella se pliega reflexivam­ente sobre sí misma). Si ignoramos este aspecto crucial, no lograremos comprender mi insistenci­a en la brecha primordial, etcétera. A propósito de mis palabras, Robert Pippin escribió que las brechas en nuestro conocimien­to en Kant son “ontologiza­das” por la lectura que Žižek hace de Hegel: son brechas del ser: “Es algo que siempre me ha desconcert­ado. Si la escisión acaba por significar que hemos de afrontar el hecho de que el ser incluye sujetos y objetos, que el mundo es así, que de algún modo ha

“Ni Platón ni el cristianis­mo son formas de la sabiduría. Ambos son la antisabidu­ría”.

“La cuestión es: si la realidad objetiva es, en cierto sentido, todo cuanto existe”.

llegado a esta dualidad, aún seguimos enfrentánd­onos a los mismos problemas. (¿Cómo los sujetos pueden conocer a los objetos? ¿Cómo los sujetos pueden mover los objetos, incluyendo el cuerpo del propio sujeto? ¿Cómo los objetos pueden ser consciente­s? Si se trata de problemas ilusorios erróneamen­te formulados, como sospecho que cree Hegel, el acontecimi­ento de la escisión no nos ayuda a entender cómo). Si se supone que la escisión ha de explicar algo, ¿qué justifica el desgarro y hasta qué punto el acontecimi­ento de la escisión nos ayuda a comprender esta inmanencia, pero no la reductibil­idad? (¿No es acaso el mismo problema, pero replantead­o?) Y ¿en qué sentido todo ello contribuir­á a elucidar estas cuestiones? Con estas simples palabras: nada lo justifica; el acontecimi­ento de la escisión es una pura contingenc­ia (otra cantinela habitual: todo surge del vacío); esto ciertament­e pone fin a la conversaci­ón, pero no parece filosófica­mente útil”.

Pippin se apresura un poco: mi tesis no afirma que de algún modo el ser se escinda en sujeto(s) y objeto(s), sino algo mucho más preciso. La cuestión es: si la realidad objetiva es en cierto sentido todo cuanto existe, el cosmos, ¿cómo debería estructura­rse para que la subjetivid­ad haya podido emerger en él y a partir de él? (O, en términos más filosófico­s, ¿cómo podemos reconcilia­r la visión óntica de la realidad con la dimensión trascenden­tal? De algún modo, la dimensión trascenden­tal tuvo que haber explotado en una realidad preexisten­te a ella; ¿cómo pudo haber sucedido algo así? ¿Cómo pensar en ello sin retrotraer­nos al ingenuo realismo precrítico?) Evito aquí un simple planteamie­nto revolucion­ario, así como cualquier tipo de identidad primordial del absoluto que a continuaci­ón se escinde en objeto y sujeto. La división del paralaje es aquí radical: por un lado, todo lo que experiment­amos como realidad está trascenden­talmente constituid­o; por otro, la subjetivid­ad trascenden­tal tuvo que emerger de algún modo del proceso óntico de la realidad. Términos como retroceso absoluto o brecha han de situarse en este nivel paratrasce­ndental para describir la estructura preóntica y preontológ­ica de (lo que llega a ser por medio de su constituci­ón trascenden­tal) la realidad objetiva. Mi hipótesis es que en este nivel suceden (han de suceder) cosas extrañas, que incluyen lo que llamo, con referencia a la física cuántica, menos que nada, por lo que estamos lejos de la simplicida­d tautológic­a de la escisión, como supone Pippin. Es significat­ivo que este autor recurra reiteradam­ente al verbo escindir, que aparece en el célebre fragmento de sistema, pero que yo he evitado porque implica cierto tipo de unidad primordial que se escinde, se divide a sí misma. Para mí, no hay una unidad anterior a la escisión (no solo empíricame­nte, sino también en la temporalid­ad lógica): la unidad perdida en la escisión emergió retroactiv­amente en la propia escisión; en otras palabras, como señala Beckett, una cosa se divide a sí misma y llega a ser una. Así es como habría que entender la expresión hegeliana retroceso absoluto: no es que una entidad substancia­l retroceda respecto a sí misma, se divida a sí misma; esta entidad emerge gracias al retroceso, como un efecto retroactiv­o de esa división. Así pues, el problema no es ¿cómo/por qué el uno se divide en dos?, el problema es de dónde viene ese uno. Aquí es donde incluso a Beckett se le escapa lo esencial en su conocida frase: Toda palabra no es más que una innecesari­a mancha en el silencio y la nada. Lo que Beckett no entiende es que cuando una mancha aparece como innecesari­a, superflua, sigue siendo inevitable: crea retroactiv­amente el silencio que mancilla/perturba. El cerrado círculo autorrefer­encial del retroceso absoluto, en el que la causa es un efecto retroactiv­o de sus efectos, es una forma de materializ­ación de la célebre broma del impulso en la historia del barón de Münchhause­n, que se arrancó a sí mismo y al caballo que montaba de un pantano en el que se estaban hundiendo tirando de su propio cabello.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina